Sorprendido miró a su lado y se encontró con una joven que esperaba, al igual que él, el tren al interior. Como no acostumbraba a contestar sin pensar, la observó sonriente y levantando una ceja contestó cortésmente.
–Eso depende del porqué se aplican estas restricciones. Tú debes saber perfectamente lo que está pasando, ¿cierto?
La muchacha dudó y no contestó de inmediato.
–Por lo visto tu apruebas esto –dijo, burlesca.
–¡No! No lo apruebo. Lo que trato de explicarte es que debemos analizar por qué ocurrió y de ahí sacar nuestras conclusiones, con el fin de no cometer los mismos errores.
–¡Hum! Sí –dijo, no muy convencida. Luego cambió bruscamente de tema–. ¿Vas al interior o solo a Viña?
–Voy a Quilpué.
–¿Eres de allá o vas de paseo?
Ramiro rio relajado.
–¿Soy muy preguntona? –inquirió la joven, un poco avergonzada.
–No, creo que no. Lo que pasa es que en este mundo machista uno es el que pregunta. No estamos acostumbrados a lo contrario.
–¡Verdad! Tienes razón.
–¿Y cuál es tu nombre? –preguntó él.
–¡Jacqueline! ¿Y el tuyo?
–Ramiro Torres. Sin embargo, siempre me he sentido atraído por el nombre William, que no tiene nada que ver por supuesto, pero... me bautizaron Ramiro.
–Qué entretenido. A mí me llaman Jaco. También encuentro na´ que ver, pero mis viejos...
–Ahí llega el automotor –interrumpió.
La muchacha era baja y regordeta, vestía un atuendo artesanal que le llegaba al suelo y calzaba unas chalas de cuero. Su rostro con salpicaduras de acné, cada cierto rato temblaba debido a un pequeño tic nervioso y los lentes poto de botella con marco de carey grueso no permitían apreciar en toda su magnitud la belleza de sus ojos azules. Se sentaron uno frente al otro y continuaron charlando de múltiples cosas. El joven, sin querer parecer grosero, cada vez que podía echaba a volar su imaginación. El mar encabritado demostraba la fuerte brisa que azotaba sus aguas de azul marino profundo, color que cambiaba de tonalidad según el lugar de donde se mirara. Al pasar por Recreo, Jaco quiso hacer un comentario, pero al ver el rostro impávido de quien tenía al frente, echó el cuerpo atrás y siguió con la sien pegada al marco de la ventana.
Eran cientos de personas las que cubrían toda la piscina del Centro Club. El tren paraba allí solo para dejar y tomar los pasajeros que viajaban con el fin de disfrutar de una pileta con agua de mar empotrada en la roca viva. Quinientos metros más allá se dibujaba, plena, la playa Caleta Abarca, abarrotada de pequeños y grandes grupos familiares que llegaban de toda la zona, y, los fines de semana, desde Santiago, para tomar el sol y bañarse en sus tranquilas aguas. Todo allí estaba controlado para pasarlo bien sin riesgos. Dos balsas, mar adentro, marcaban el límite apropiado para los nadadores experimentados, mientras que un bote salvavidas recorría permanentemente la zona exterior.
–¿Te gusta la playa, Rodrigo?
–Más o menos, Karina –contestó sin molestia.
–¡Me llamo Jacqueline y no Karina! –corrigió la muchacha.
–¡Perdón! Yo soy Ramiro y no Rodrigo.
– ¡Nooo! ¿Te llamé Rodrigo? ¡Perdóname! –suplicó, tomándolo de las manos.
–No te aflijas por eso. No hay ningún problema. ¿De dónde?
–Soy de Vallenar. Allá viven mis papás y... mi pololo.
–Y no me digas que se llama Rodrigo –inquirió, arrogante.
La chica se retiró los lentes y contestó con tono sentimental:
–¡Justamente! Y lo que parece aún más paradójico... es militar.
–¿Y cómo es eso? Aparentemente, tú no puedes ver a los militares.
Jaco abrió el bolso artesa y tras buscar en su interior, sacó de él un pedazo de papel higiénico. Ramiro, que se había dado cuenta de que se había emocionado, se levantó como un resorte y extrajo desde su bolsillo trasero, un sedoso y limpio pañuelo blanco.
–¡Toma! ¡Ten!
Ella lo agradeció con una sonrisa.
–Yo nunca uso, pero parece que ahora fue necesario –se justificó.
Eran unos ojos maravillosos, los que pese al dolor que demostraban, parecían fulgurar como cometas en una noche oscura. Se agachó frente a ella y no emitió palabra.
–¡Soy una tonta! No debí haberme quebrado así –dijo, mientras su tic aumentaba.
–A lo mejor lo necesitabas. Uno nunca sabe cuándo el corazón va a explotar.
–Es que... es una historia muy larga. Cuando se lanza una piedra, uno debe fijarse bien cómo está su propio techo. Si es de vidrio lo quebrarás, y si es de acero te rebotará. En ambas, te caerá a ti mismo –filosofó en forma rimbombante. Luego continuó–: De tanto odiarlos, me salí enamorando de uno de ellos.
Volvió a tomar aire, ahora asomando la cabeza por la ventana.
–Yo pertenecía a la Elmo Catalán, la BEC. –Hizo una pausa y preguntó–: Sabes a que me refiero, ¿no?
Ramiro cerró los ojos afirmativamente. Por un instante pensó en Silvana Patricia, su buena amiga del nocturno. Tan despierta y vivaz, pese a sus dieciséis años. Recordó las tantas veces que él como presidente del Centro de Alumnos tuvo que llamarle la atención por asistir a clases con linchaco y con el casco de combate del partido; ella pertenecía a la BEC.
–Nunca había tenido participación activa con el grupo –prosiguió la chica–. Quiero decir atentados, actos vandálicos o algo así, solo tenía acceso a la propaganda, ¿me entiendes? Pintaba paredes y lanzaba volantes. Empecé como a los quince años, en el gobierno de la Democracia Cristiana. Cuando vino el golpe, nuestro líder regional salió arrancando para Bolivia y nosotras las mujeres que quedábamos en la sede del comando, solo atinamos a escondernos.
Un nudo en la garganta la estaba ahogando. Suspiró entrecortado y siguió con el relato:
–A las cinco de la mañana estábamos rodeadas de militares y carabineros pidiendo nuestra rendición. No sabíamos qué hacer.
Extendió el pañuelo y volvió a sonarse.
–La Patty, que se veía más entera y llena de decisión, gateó hasta la ventana y asomó la cabeza gritando a todo pulmón: “¡Revolución o muerte!”. Allí mismo cayó acribillada por las balas de aquellos enajenados que supuestamente habían jurado defendernos. No tenía más de… más de mi edad. Éramos unas pendejas.
Al ver que nuevamente empezaba a sollozar, se acercó más a ella y le recomendó:
–No sigas, amiga mía. Si te causa tanto dolor, no sigas.
Se enjugó las lágrimas y con la vista dio una fugaz mirada a su alrededor. El vagón estaba casi vacío y el cruce por sobre el puente Las Cucharas, la estremeció.
–A su tiempo este estero también tendrá cosas que contar –dijo en un suspiro, mientras su tic volvía a acelerarse.
Ramiro estiró el cuello para mirar a través de la ventana y admiró el paradisíaco entorno. Era el punto exacto donde confluían las aguas del estero Quilpué y el Marga-Marga. La exuberante vegetación al fondo de la quebrada y las figuras oscurecidas de los troncos de las milenarias palmeras, en un trasfondo agreste, esquematizaban el verdadero sentido de la naturaleza. Solo el constante y previsor pito del automotor rompía el sosiego cansino de las aguas claras y poco profundas.
–¿Cambiémonos de lado? –propuso Jacqueline.
De un brinco, ambos estuvieron instalados en el ventanal contrario, desde donde se podía admirar la majestuosidad de las quebradas entre los cerros. Posteriormente, hubo un silencio que no duró demasiado.
–Perdóname, amigo, pero voy a finalizar lo que empecé –dijo, un tanto repuesta.
–No quiero que te vuelvas a sentir mal. Si quieres cambiamos de tema.
–¡No! –exclamó rotundamente. Acomodó el codo sobre la ventana y prosiguió–: En aquel infierno, la única que logró escapar sin un rasguño fui yo. Además de la Patty, cayeron abatidas la Josefa y la Mirna, mientras que dos lolitas, que habían venido a acompañar a la Jose, quedaron heridas.
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