Por eso para Corina debía ser, en cierto modo, entretenido conversar con el hombre amado y hacer resbalar la mano por la pierna al mismo tiempo.
De pronto Ramiro Torres levantó el brazo para mirar el reloj, faltaban pocos minutos para comenzar la reunión.
–Bueno –dijo Corina, entendiendo el mensaje–, voy a ir a preparar las tazas para el café y recordarle al personal de computación que suba a las cinco.
Al levantarse del asiento, una de las alas de la abertura de su falda quedó doblada hacia arriba, dejando expuestos aquellos bellos muslos, que de seguro tenían la loca intención de dejarse tocar y abrirse a quien tuviera la delicadeza de tratarla como a una verdadera mujer.
–¡Excelente! –exclamó Ramiro–. Nuevamente gracias por tu gran ayuda.
–No ha sido nada… me siento bien haciéndolo. Además, creo que es parte de mi obligación, ¿no?
–No del todo, mujer –la regañó. Luego pasándose una mano por el cabello solicitó–: Déjame la puerta abierta, por favor, y no te olvides de avisarme cuando estos compadres vengan subiendo.
Ella asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. El hombre, que no en vano se caracterizaba por ser un buen observador, la alcanzó y le confidenció de manera suspicaz:
-–¡Tienes un par de piernas fabulosas! Pero no quiero que otros las vean. Así que… arréglate la falda, que la tienes subida.
Corina giró el dorso y bajó la vista hacia sus pantorrillas, luego volvió el rostro sonrojado y haciendo una pequeña morisqueta, se la bajó.
–Cualquiera que me viera saliendo así de su oficina podría pensar quizá qué cosa –opinó. Luego, agregó, un tanto avergonzada–: ¡Perdóneme, señor Torres!
–¡No puedes pensar así, Corina! –le reprochó, golpeando sus piernas con las palmas–. Sé que puede ser difícil para ti aceptarlo, pero nadie vive por lo que piensa o diga la gente.
Hizo una pausa y reaccionó:
–¡Ah! Y, por favor, no me trates de esa manera tan cursi. ¿Por qué ahora, si antes no? –inquirió, refiriéndose al tiempo cuando ambos se habían iniciado en la empresa–. Tu respeto lo he tenido siempre y creo que no por tutearme eso cambiará. No te permito que me hagas sentir viejo. ¿Estamos de acuerdo?
La bella sonrió y asintió en silencio, coquetamente.
En la reunión se afinaron los detalles de la instalación de dos nuevos equipos computacionales y se bosquejó un programa de capacitación para el personal. Los costos de instalación, programas y entrenamiento, eran una materia que debería estudiar y evaluar la sección de Finanzas. Sin embargo, el verdadero interés y preocupación del jefe administrativo, era que su personal se pusiera rápidamente en onda informática, pues sabía que eso los llevaría a liderar la competencia con las otras empresas, a pesar de que ciertos ejecutivos longevos, no lo consideraban así todavía, pues el solo hecho de imaginarse que esta modernización los podría marginar de su actual trabajo, les producía urticaria, por lo cual se resistían al cambio. Pese a ello, el gerente general, después de haber escuchado detenidamente su exposición, como siempre objetiva, leal y convincente, había dado luz verde a la implementación del nuevo sistema.
Una vez firmados los acuerdos de capacitación, se dio por finalizado el encuentro. Ramiro recomendó que se guardaran carpetas y documentos, e invitó a los participantes a compartir un café con galletas. A partir de ese instante, la sala de reuniones se alborotó. Se olvidaron las discusiones, las diferencias financieras y los temas tradicionales de oficina se cambiaron por otros más agradables y entretenidos. Corina se desenvolvía hábilmente retirando las tazas por sobre los hombros de la gente y, luego, llenándolas con el agua hirviente del termo. Los ojos de los hombres luchaban desinhibidos por posarse en sus atributos, pero ella, que se había dado cuenta, continuaba con su labor sin nerviosismo. También sabía que a esa hora de la tarde su jefe solo tomaba té, por lo que luego de estrujar la bolsa y agregar tres cucharaditas de azúcar, se lo sirvió prestamente.
–¡Permiso, señor!
El aludido se retiró un poco de la mesa y esperó a que depositara la taza frente a él. Carraspeó levemente y terminó preguntándole:
–¿Se le ofrece algo más?
–¡No! –dijo él, un tanto nervioso–. Muy amable.
El éxtasis que sintió al darse cuenta de que aquellos pechos enormes y bien formados, casi le habían acariciado el rostro, fue mayúsculo. Tuvo la incontenible tentación de tomarla por la cintura y desabotonarle allí mismo el vestido, para luego sumirse entre ese exquisito par de senos, que de seguro nunca habían sido succionados como él lo podría hacer; pero no era posible... al menos en ese momento.
Mientras el grupo continuaba intercambiando opiniones de diversas materias, Ramiro, inmerso en alucinantes pensamientos, no dejaba de observar el accionar de su secretaria. Eres una mujer exquisita, le transmitía, casi moviendo los labios. Ella, que se daba cuenta de aquellas miradas, le contestaba telepáticamente frases como: Todo lo que deseo es que me hagas tuya, quiero que me recorras entera, acompañando cada una de ellas con pequeñas sonrisas llenas de encanto.
Avanzada la tarde se dio término al encuentro y el personal se retiró a sus hogares. Ramiro bajó a los baños que se encontraban en el subterráneo y se dio una ducha con agua fría. La necesitaba para enfriar un poco su cuerpo y porque la suciedad del ambiente capitalino se le había impregnado hasta en los lugares más invulnerables. Era un verdadero suplicio ir durante el día a Santiago. Toda la gente se movía apurada, el ruido de las micros y los bocinazos casi rompían los tímpanos, el esmog, que ya empezaba a mostrar sus garras, causaba trastornos a las vías respiratorias y la total apatía de la gente era del todo desagradable. Nadie hablaba con nadie, y cuando él intentaba saludar, lo miraban como un bicho raro. Sinceramente, no era así su Santiago del pasado, todo estaba cambiando, algunas cosas para bien y otras lamentablemente para mal. Terminó de secarse y subió a la oficina vestido a medias. Se cambió ropa, algo más sport, y se perfumó levemente, no le gustaba andar dejando la estela de olores, le interesaba algo más sutil, algo que atrajera solo a quien él quisiera. Mientras se peinaba, escuchó que golpearon suavemente la puerta.
–¡Adelante! Está abierta
–¡Hola! Soy yo.
Corina estaba allí en el umbral.
–¡Pero qué sorpresa! –exclamó alucinado–. Pensé que ya te habías ido.
Con el rostro lleno de alegría, la mujer respondió:
–Yo también había pensado lo mismo, pero cuando bajé a marcar tarjeta creí verte cruzar desde los baños.
–¡Sí! Me estaba encontrando conmigo mismo –rio burlonamente y prosiguió–: recuerda que hoy tenemos la pagada de piso del Joaquín Fernández.
–No lo he olvidado –contestó celosamente–. Lo que pasa es que no tengo donde ir, así que decidí quedarme un rato más y aprovechar de terminar algunos oficios que estaban pendientes. Así hago hora.
–Siempre tú y tu desinteresada entrega, ¿no? –dijo moviendo la cabeza–. Bueno, todavía es temprano –agregó–, así que nos queda bastante tiempo por delante. –Luego, mientras terminaba de guardar las cosas, le interrogó–: ¿Tienes algún otro compromiso?
–¿Yooo? –preguntó, azorada–. Sabes perfectamente que siempre me quedo aquí hasta última hora. No es que eso me deleite, pero a mi casa llego solo a preparar el almuerzo para el día siguiente y a acostarme totalmente rendida.
–¿Y Eduardo... no viene por ti algunas veces? ¿O... no salen a algún lado?
La mujer, que todavía se mantenía apoyada en el marco de la puerta, murmuró algo y avanzó unos pasos.
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