Miguel Iván Ibarra Aburto - Exabruptos. Mil veces al borde del abismo

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Exabruptos. Mil veces al borde del abismo: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramiro Torres, el protagonista de Exabruptos, marcha por su mundo de ficción obsesionado por un hedonismo que no le permite ver lo que ha ido conquistando en la vida. Aún cuando sus propios sentimientos le indican que su vida familiar tiene un valor poco usual, Ramiro está siempre dispuesto a arrojarlo todo por la borda cuando se trata de conseguir esa falda que acaba de aparecérsele en el camino.
Así, no es casual que amables fantasmas de otrora reaparezcan para complicarle la existencia. Sin embargo, en esta primera novela de Miguel Ibarra, las mujeres no lo son todo en la vida de su personaje. Ramiro Torres también está comprometido con un lado oscuro, con un peligroso mundo de espías e intereses geopolíticos, que lo lleva a viajar fuera de Chile y que lo catapulta al centro mismo de la aventura.
Y en ese sitio, por supuesto, también hay más de una mujer.

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Se tomaron de la mano y se dirigieron hacia el paso de peatones. Esperaron el monito verde y cruzaron la avenida. Sobre el puente peatonal que cruzaba el fétido estero hacían nata los microempresarios de la solidaridad y de la cesantía. Los Súper 8, las sustancias, los tofis, el maní confitado y los cocos de palma pelados –chupados, según la competencia–, competían con las manos estiradas de los ciegos, mancos, cojos y ancianos sucios y hediondos a su propio orín. En este grupo, según seguimientos especializados, varios tenían suculentas cuentas de ahorro.

Al cabo de un rato llegaron al Samoyak, sitio predilecto para saborear exquisitos sándwiches, tortas, kuchen, y otras delicias. Ubicaron una mesa con la posición más estratégica y se acomodaron uno al lado del otro. Lorena solicitó la carta y Ramiro sacó un cigarrillo.

–¿Te importaría no fumar por ahora? –le solicitó angelicalmente. El hombre seguía sin comprender–. Estoy un poco mareada y el humo me hace peor –justificó.

Devolvió el cigarrillo al paquete y por dentro pensó que era muy posible que los malestares que sentía su mujer fueran consecuencia del golpe que se había dado en la mañana. Le tomó de las manos por sobre la mesa y le preguntó:

–¿Te sientes realmente bien? En la mañana me dijiste que el paramédico te había examinado y te…

La sonrisa de Lorena hablaba por sí sola.

–¡Hum, hum! –respondió afirmativamente. Se acomodó en la silla y cambió de tema–. Me tomaré un jugo de piña, ¿y tú?

Ramiro, más tranquilo, pero no por eso menos ansioso, ladeó la cabeza y pensó.

–A ver, a ver... ¡uno de melón tuna!

El mozo, que los observaba desde que habían ingresado al establecimiento, esperó el ademán del caballero y se acercó a tomar prestamente el pedido. Anotó en su comanda y, de nuevo, los dejó solos. Él le contó del auto.

–¡Hum! Tú no estarás –dijo Lorena–. Me imagino quién tendrá que retirarlo.

–Si es que te queda tiempo –dijo en tono de víctima–. Si no es así, le diré a alguien del trabajo que lo haga.

–¡Tonto! –gruñó ella, frunciendo el ceño–. Sabes que solo espero que me lo pidas.

El mozo se acercó a la mesa y depositó en ella los jugos solicitados. Esperaron que este se fuera y al unísono levantaron los vasos haciéndolos chocar. Brindaron por... sencillamente estar juntos. No obstante, Lorena no paraba de sonreírle. Como si quisiera contarle muchas cosas, hasta que de pronto largó:

–¡Cariño mío! De alguna manera tengo que contarte lo que nos está sucediendo.

Ramiro se incomodó, creyendo que tocaría el mismo tema de siempre.

Ella prosiguió:

–Ayer, en el cóctel al que asistí, hubo un momento en que me sentí bastante mal. Tu entiendes; estómago revuelto, náuseas, en fin.

Ahora sí Ramiro escuchaba atento.

–Me dirigí al baño y estuve como quince minutos de cabeza en el lavamanos, sin embargo, no pude trasbocar nada. –Estupefacto se tomó la barbilla y raspó con sus yemas la incipiente barba. Lorena bebió un sorbo de jugo y continuó–: Preocupada, hoy en la tarde fui a visitar al doctor Vargas, y él me dijo... –sacó una servilleta y se limpió suavemente la nariz. Unos lagrimones habían surcado sus mejillas. El hombre no soportó seguir en ascuas y expresó su impaciencia.

–¡Dime por favor, mujer! ¿Qué te dijo? – Y añadió con una alegría contenida–: ¿Es acaso lo que pienso?

Lorena bajó la vista y apretó una mano contra la otra.

–¡Sí! Tengo casi un mes de embarazo.

–¿Un mes? ¿Un mes de embarazo y no me lo habías dicho? ¡Esto tiene que saberlo todo el mundo! –gritó, hecho un loco.

Sollozando de emoción y sin que su mujer alcanzara a persuadirlo, se paró sobre la silla y golpeó repetidamente la copa, buscando la atención de todos en el salón.

–¡Por favor! ¡Por favor! ¡Un momento de atención!

En el lugar se hizo silencio:

–Quiero compartir con todos ustedes una feliz noticia: ¡seré papá nuevamente! ¡Esto es sensacional!

Luego, mirando al cielo exclamó:

–¡Gracias, Padre mío, por esta bendición! ¡Gracias!

Un desconcertado pero espontáneo aplauso se hizo escuchar a través de toda la sala. Se bajó de la silla e intentó tomar en brazos a su mujer. Lorena sonrojada se resistía.

–¡Eres un loco maravilloso! –no dejaba de repetir–. Si sigues así, mi corazón explotará de tanta emoción.

Aquello era un divino espectáculo que ni el mismo William Shakespeare habría sido capaz de dramatizar. Love Story era una insignificancia decadente frente a tanta dulzura que acaparaba cada centímetro de sus vidas. Varias damas mayores se acercaron a la mesa y los felicitaron, especialmente a la futura madre, con la cual muchas de ellas se deben haber identificado; las que no, simplemente la envidiaron. Los hombres atinaron a reírse entre ellos y a hacer comentarios burlescos de la situación. La administradora prefirió ignorar el acontecimiento y los mozos se encogieron de hombros.

Dejaron sus jugos a medio tomar y salieron a la calle. Una llovizna delgada, pero persistente, caía sobre ellos, mientras sus tacos levantaban un pequeño hilo de agua barrosa tras de sí. Los cuidadores de autos, guarecidos bajo los toldos de las tiendas, observaban impávidos los movimientos de los transeúntes, en tanto unos cuantos quiltros formaban una verdadera ronda de juegos al lado de la pareja. Ramiro cubrió a Lorena con el ala de su piloto y ella aprovechó de prenderse con ambos brazos alrededor de la cintura masculina.

El semáforo cambió intempestivamente de color, justo en el momento en que la llovizna se hacía más intensa; se tomaron de la mano y emprendieron un pequeño trote sobre el puente resbaladizo. A esa hora y en tales circunstancias, habían desaparecido todos los limosneros y vendedores. Tras ellos solo se mantenían fieles una pareja de perros mojados y entumidos que, pese al frío, saltaban y movían la cola, dando pequeños ladridos de alegría.

–Espero que estos quiltros estén alegres por la lluvia, y no porque crean que los vamos a llevar a nuestra casa –dijo Ramiro, contento, haciendo una morisqueta hacia ellos.

–¡Hum! Sabes muy bien que nuestro hijo estaría de lo más feliz que así fuera... ¡Tanto que le gustan los perros! –recordó ella, mirándolos con un dejo de sentimentalismo.

Una vez en el vehículo, se secaron el cabello, y se despojaron de los sobretodos mojados, uniéndose posteriormente en un beso dulce y apasionado. Desde el norte, se había levantado un viento fuerte y translúcido, el que, con su violencia, hacía retorcerse de dolor a los árboles frondosos y redondos, cuyas raíces levantaban el pavimento de las veredas. Las luminarias también recibían lo suyo, siendo zamarreadas de un lugar a otro, provocando pequeños cortocircuitos que a ratos dejaban la cuadra en penumbras. La pequeña lluvia, la matapajaritos, se estaba convirtiendo en un gran dolor de cabeza.

A orillas del mar no era menos, las olas se levantaban ufanas de su grandeza, azotando sin piedad los roqueríos y enviando la espuma a través del viento hasta la mitad de la costanera. Pocos eran los osados aventureros que jugaban a eludir el oleaje y a no dejarse apachurrar por el salado chapuzón. Aparcaron frente a la playa y, en un acto no premeditado, ambos abrieron sus respectivas puertas y corrieron desenfrenadamente en dirección al mar. Lorena había tenido la precaución de sacarse los zapatos, lo que ayudaba a que sus pequeños pies no se enterraran en la mojada arena. Él solo se preocupó de tirar el vestón y de correr lo más rápidamente posible para ganarle a su esposa. Era el único par de locos que, bajo el celestial diluvio, en un acto digno de Charles Chaplin, se revolcaba en la arena esperando que una avezada ola los cubriera por completo.

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