–¿Se sirve algo, señor...?
–¡Torres! –se apuró en contestar.
–Bueno, bueno –apuró el vejete, sin dar importancia al nombre–, pida lo que quiera, luego conversamos.
El trato autoritario del hombre parecía una demostración de poder, por lo que se podía concluir se trataba de un exoficial militar. Ramiro corrió la silla de madera y se sentó. El mesero, que parecía esperar atento, se acercó en actitud de escucha.
–Repítame el old fashion , por favor.
Ramiro estaba nervioso. Aquel hombre lo miraba imperturbable.
–¡Relájese, señor Torres! Lo noto un tanto inquieto.
Realmente no tuvo para qué confirmar lo ya observado. Apoyó con todas sus fuerzas el cuerpo sobre el espaldar de la silla y buscó un cigarro. El exmilitar le alargó el encendedor, al tiempo que comenzó a hablar.
–¡Tranquilícese! –le dijo–. Hablaré corto y preciso. ¡Ponga mucha atención!
El monólogo no se alargó más allá de quince minutos, tiempo suficiente estimado por su interlocutor para que todo quedara definido.
–¿Le ha quedado claro? ¿Alguna duda? –inquirió con prepotencia. Antes de responder, Ramiro se inclinó sobre la mesa y, en voz baja, preguntó:
–¿Cuál será la forma de pago?
–¡Ajá! Intuía que esa sería la principal pregunta.
Se acercó más hacia él y le confidenció de manera insolente:
–¡Por eso me cargan los civiles! ¡Todo lo hacen solo por dinero!
Ramiro se incomodó. Se levantó bruscamente y tomó al vejete por la solapa.
–¿Y usted qué se cree que me viene a hablar así, viejo pendejo hijo de pu...?
No alcanzó a terminar la frase, cuando de la nada aparecieron dos hombres. Lo tomaron fuertemente por la espalda y uno de ellos, (luego Ramiro confirmaría que se trataba del garzón), le dobló el antebrazo, lo justo para hacerle sentir un leve dolor.
–¡Ya basta! –les dijo el oficial–. Y usted... ¡tranquilícese! ¡No se atarante! ¡Siéntese! Y terminemos esto como caballeros.
Ramiro Torres bufaba de rabia. Cuando lo soltaron, se sentó y resolló fuerte. El hombre movió la cabeza y esperó que los matones se retiraran detrás de la cortina.
El hombre metió la mano izquierda al bolsillo interior del vestón y sacó un sobre.
–En respuesta a su inquietud aquí tiene el efectivo que usted pidió. Lo demás le fue depositado ayer en su cuenta en Washington. Finalizada la comisión se le depositará lo que falta.
–Ramiro miró el sobre y lo tomó para abrirlo.
–¡No lo haga! –le ordenó el hombre–. ¡Guárdelo! Y verifíquelo después.
El extraño tomó el bastón y el sombrero, y se incorporó. Dio un paso al frente y sonrió sarcásticamente.
–¿Sin resentimientos, amigo mío?
Ramiro, que ni siquiera intentó levantarse, medio volvió la cabeza y observó la mano extendida. Ante todo soy un caballero, pensó. Se levantó y aceptó el saludo.
–¡Sin resentimientos! –repitió. El exmilitar no dejó de sonreír.
–¡Adiós! Ojalá nos volvamos a ver –fue lo último que dijo.
Luego de eso salió del reservado y se dirigió por otro pasillo hacia la calle posterior. El guardaespaldas que vestía de traje lo siguió. Ramiro esperó, según lo habitual en estos casos, unos diez minutos y se acercó a la caja. Pagó su primer consumo y adquirió una nueva cajetilla de sus Camel preferidos. Eran cerca de las doce de la noche cuando salió a la calle, buscó su vehículo y lo puso en marcha. Mientras manejaba en dirección a Viña del Mar, sintió un calor horrible, parecía que el cielo lo apretujaba contra el asiento. Bajó el vidrio y sacó el brazo hacia afuera, lo levantó hacia el techo y extendió la palma de la mano frente al viento, logrando que una cierta cantidad de aire penetrara directamente hacia su rostro. Viró por Libertad y luego cruzó hacia las calles aledañas. Pasó las intersecciones de varias arterias manejando suavemente. Metió la mano en la chaqueta y sacó el sobre con el dinero. Lo olió largamente y después lo depositó debajo del friso de goma, junto con sus documentos. Había poca luz y los transeúntes eran escasos.
Apenas llegó a su casa, entró al baño y se miró al espejo. Estaba barbón, ojeroso y desaliñado. Abrió la llave del agua fría y se mojó la cara. Después, se cepilló los dientes y, tras comprobar que Lorena dormía profundamente, se sentó a los pies de la cama y abrió el sobre. Allí estaban los dos mil dólares en billetes de cien, frescos y perfumados. Tomó algunos al azar y verificó su legitimidad. Los metió nuevamente al sobre y los guardó en el doble fondo de su maletín casero. Se metió a la cama y se acostó de espaldas a su mujer.
Antes que el sueño finalmente lo doblegara, estiró la mano hacia el velador. Le agregó dos aspirinas al vaso de agua. Lorena, a medio despertar, sacó los brazos por sobre el cubrecama y siguió durmiendo.
Octubre todavía no convencía a nadie de que era un atractivo mes inmerso en el corazón de la primavera. Si bien las plantas, los pájaros y los árboles parecían entender su desvarío, el ojo humano ya lo catalogaba de raro. Y no era para menos, el clima en la región había estado cambiante en el último tiempo. Algunos días amanecían con un majestuoso y rotundo sol, cuyos rayos dorados revoloteaban en el lomo de la gente quemándolos, y otros, con una llovizna blanca, neblinosa tan fría que calaba hasta los huesos. La mañana de ese día se caracterizaba por la humedad que se percibía en el ambiente. El matrimonio no había pasado una buena noche y despertaron sobresaltados. Si el día hubiera estado limpio de seguro el sol estaría alto.
–¡Despierta, mi amor! Nos hemos quedado dormidos –gritó Lorena, echando la ropa de cama hacia los pies–. ¡Son las ocho y diez! –recalcó. A Ramiro le costó sobreponerse al sueño.
El horario de entrada de ambos era a las ocho y media. Aunque tenían ciertas licencias para llegar tarde, ninguno se había aprovechado de tal situación. Se tiraron rápidamente abajo de la cama y se metieron al baño. En la cocina Ana María, que no los había despertado, preparaba el café con leche para la señora y el té puro con tostadas para el caballero. Mientras se afeitaba, Ramiro intentó romper el hielo.
–¿Cómo pasaste la noche? –preguntó.
Lorena, abierta de piernas sobre el bidé, chapoteaba diestramente con las manos y el jabón para lavarse.
–¡No muy bien! –chilló con cierta hostilidad.
–¿Me di muchas vueltas?
–¡Sí! Bastantes.
–¡Lo siento! ¡Qué pena! –dijo, atribulado–. Hace días que no duermo bien.
Terminaron de vestirse y él caminó hasta la cocina, saludó a Ana María y bebió un par de sorbos de té. Detrás apareció su esposa, quien no escondió su disgusto.
–¡Buenos días, Ana María! –Ella respondió el saludo compungida–. ¿No se dio cuenta que nos habíamos quedado dormidos?
–¡Sí, señora! Pero como ni siquiera sonó el despertador, pensé que se iban a levantar más tarde.
Lorena levantó las bien formadas cejas negras y con pesar se dirigió a su esposo:
–¿No pusimos el despertador?
Ramiro no pudo menos que reírse.
–¿Y qué me dices a mí? Tú eres la encargada. ¿O no?
Lorena se bebió la leche de un viaje y no dijo nada. Le robó una tostada y salió arrastrando la cartera. Él corrió detrás. El panorámico espejo del ascensor sirvió para corregir algunos detalles del vestuario y para que el matrimonio se informara que ese día habría corte de agua después de almuerzo.
–¡Hum! Llamaré a Ana María para que junte un poco –dijo Lorena–. La semana pasada dijeron que era hasta las tres el corte y... ¿te acuerdas que llegó como a las siete?
–¡Detallitos! ¿Manejas tú?
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