Le alcanzó las llaves.
–¡No! –contestó desinteresada–. No estoy de humor para ello.
Después de abrir la puerta para que subiera su mujer, recorrió el corto trecho hasta su asiento y echó a andar el motor. Organizó un poco el desorden de cosas que había en el asiento trasero y activó el portón automático. Al salir a la intemperie una lluvia de mugre se deslizó desde el techo sobre los vidrios. Accionó el limpiaparabrisas junto con el sapito, hasta que se formaron dos medialunas de limpieza entre el polvo y los restos de hojas.
El tráfico estaba horroroso, parecía que todos se habían quedado dormidos el mismo día y al mismo tiempo. Los autobuses y colectivos no respetaban ninguna señalización y los automóviles particulares debían hacer esfuerzos para no tocarse con ellos. Ramiro miró hacia todos lados y viró bruscamente hacia una bocacalle que tenía sentido contrario. Desembocó en Ocho Norte y continuó hacia el oriente, hasta tocar con la arteria principal que lo llevaría hasta la telefónica. El tránsito a esa hora pico era exactamente igual en todos lados, por lo que Lorena, aferrada con dientes y muelas al asiento, hizo lo posible por calmarlo.
–¡Ya vamos tarde, amor! No sacas nada con apurarte.
Él entendió el mensaje y encendió la radio.
–¡Eso está mucho mejor!
Ya calmado, su mujer sacó el cosmetiquero Artistry que le habían traído de Estados Unidos y procedió a maquillarse; tarea que siempre hacía antes de salir, pero ese día, por el atraso, tendría que aprovechar el taco para hacerlo. Él, en tanto, deleitaba al mundo con su hermosa voz, cantando todos los pedacitos que se sabía de las canciones que emitía la radioemisora. Ya avanzadas un par de cuadras y en el momento en que Lorena aplicaba a sus labios el Rose Glisten Lip, se sintió un fuerte golpe metálico y el vehículo se estremeció por completo. Su cabeza bailoteó y dio contra la ventanilla, dando paso a un hilillo de sangre; habían sido impactados por un bus urbano. Ramiro, furioso, intentó abrir la puerta y salir, pero esta estaba bloqueada por la carrocería del autobús. Reaccionó y volteó la cabeza: su mujer se miraba el labio en el espejo del parasol e intentaba en vano parar la sangre de la frente.
Ramiro se olvidó de todo y se acercó a ella preocupado. La tomó suavemente de la barbilla y se interiorizó visualmente de la gravedad de la herida.
–No fue nada grave, cariño –dijo ella–. Un pequeño golpe en la sien y la rotura del labio al morderme.
Incrédulo, puesto que el impacto había sido bastante considerable, comprobó que realmente estuviera bien y, ya más tranquilo, la instó a salir. El conductor de la liebre corrió a auxiliarlos.
–¿Se encuentra bien, señora? ¿Es grave la lesión?
–¡No! Todo está bien –contestó.
–¡Quiero ver los daños! –gruñó Ramiro, mientras se tomaba del marco del auto para salir.
–¡El bus me patinó y no lo pude controlar! –se excusó el autobusero. Añadiendo con voz discordante–: Por lo que observé... no es tanto el daño. Parece ser solo de lata.
Ambos hombres dieron la vuelta al automóvil y verificaron los daños, mientras una decena de curiosos comentaba el siniestro. Parecía ser que había resistido bien el golpe y solo denotaba tener hundido el tapabarro, no vislumbrándose otro daño importante. El bus por su parte, había resultado con un rasguño en el parachoques.
–¿Qué hacemos señor? ¿Retiro el autobús? –consultó el chofer. Ramiro se enderezó y miró a su mujer, se encogió de hombros e hizo una mueca con la boca. El conductor volvió a hablar–: Si desea que le paguen los daños tendría que poner la denuncia en Carabineros y, después acompañarme a la Asociación. El abogado de la empresa tomaría el caso.
Ramiro lo miraba moviendo la cabeza. Cuando el chofer terminó, él dijo:
–¡Ya, compadre!¡Yo me encargaré de los daños! No tengo ninguna intención de perder tiempo y dinero en un juicio con ustedes. Así que olvídese, y gracias por la preocupación.
Invitó a su mujer a abordar el vehículo y reemprendieron la marcha. Ella, más repuesta, le tomó la mano y se la besó.
–¡Gracias por no enfadarte! Creo que has hecho lo correcto –le dijo.
Él sonrió y luego, le arriscó repetidamente la nariz.
–No es nada, corazón mío. Eres tú la que me da esa calma.
Una vez llegado al trabajo de su esposa, estacionó subiéndose a la vereda y se bajó para abrirle la puerta. Le brindó la mano y luego la besó en los labios. Lorena carraspeó aclarándose la garganta y le susurró al oído:
–¿Podrías venir a buscar a tu esposa a la salida?
Él le apretó los pómulos con los nudillos y movió afirmativamente la cabeza.
–A las seis y media estaré acá, ¿está bien?
Lorena apuró el tranco y sin detenerse dio vuelta el rostro; un guiño fue la respuesta.
Ramiro bajó cuidadosamente al pavimento y en el camino marcó el número de teléfono de la central. Pidió hablar con Corina. Explicó sin grandes detalles lo ocurrido e informó que pasaría directamente al taller. Cortó y enfiló por avenida Francia hacia el cerro.
–Esto está atestado de vehículos, como todos los viernes –le explicó Jorge.
Esperó media hora. El jefe de taller le ordenó a un mecánico que hiciera el chequeo de daños y, posteriormente, concluyó que solo se había estropeado el tapabarro. De todas formas, eso implicaba desmontar, desabollar y pintar de nuevo toda la pieza. Ramiro sacó cuentas y decidió pasar a dejarlo al día siguiente.
De vuelta en la oficina adelantó todo el trabajo que pudo y delegó otro tanto en Corina y los encargados de secciones. Por la tarde, compartió un café con todos ellos y les deseó éxito en lo que hicieran, no sin antes recomendarles que tuvieran cuidado y no se buscaran problemas con el personaje que le subrogaría, el que era reconocido entre los empleados como vaca y negrero. Se despidió personalmente de cada uno de ellos y se alejó del despacho.
A las seis con treinta, clavadas, se encontraba estacionado frente a la telefónica. Abrió las puertas para que se ventilara el interior del auto y aprovechó de echar una ojeada a los asientos y al piso. Tomó un paño untado con spray para cristales y limpió los vidrios por dentro. En ello estaba cuando sintió dos dedos que le punzaban los costados. Dio un pequeño brinco y volvió la cabeza lentamente. Detrás de él, su mujer le observaba con su joven rostro casi angelical y lleno de dulzura. Lucía encantadora, más suave y alegre que nunca. El corazón de Ramiro se encabritó y sus ojos brillaron como luces de estrellas en una noche sin luna. Tiró lejos lo que tenía en las manos y se acercó mirándola fijamente. La tomó con suavidad por los hombros y ella ladeó levemente el rostro, entreabrió los labios y esperó. Cerraron los ojos y se besaron con toda pasión. Los aplausos y los silbidos de aprobación de algunos compañeros que en ese momento salían del edificio y de otros que observaban la romántica escena desde el segundo piso, no se hicieron esperar. El matrimonio se volvió y levantó los brazos en señal de triunfo.
–¡Mi amor! –exclamó súbitamente Lorena, como si su voz culebreara entre rosales–. Me gustaría caminar un poco. Siento deseos de volver a repasar cosas que no hacemos desde hace un tiempo.
Él ya había abierto la puerta y reaccionó atolondradamente.
–Pero... está un tanto fría la tarde y te podrías resfriar.
–¡No hay cuidado! –exclamó ella rebosante de gozo–. Tengo muchísima energía.
Ramiro se preocupó de asegurar bien el coche y notó que algo bueno estaba pasando.
–¡Bueno, ya! –dijo con firmeza–. Si tú lo deseas... por mí no hay ningún drama; caminaremos.
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