Miguel Iván Ibarra Aburto - Exabruptos. Mil veces al borde del abismo

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Exabruptos. Mil veces al borde del abismo: краткое содержание, описание и аннотация

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Ramiro Torres, el protagonista de Exabruptos, marcha por su mundo de ficción obsesionado por un hedonismo que no le permite ver lo que ha ido conquistando en la vida. Aún cuando sus propios sentimientos le indican que su vida familiar tiene un valor poco usual, Ramiro está siempre dispuesto a arrojarlo todo por la borda cuando se trata de conseguir esa falda que acaba de aparecérsele en el camino.
Así, no es casual que amables fantasmas de otrora reaparezcan para complicarle la existencia. Sin embargo, en esta primera novela de Miguel Ibarra, las mujeres no lo son todo en la vida de su personaje. Ramiro Torres también está comprometido con un lado oscuro, con un peligroso mundo de espías e intereses geopolíticos, que lo lleva a viajar fuera de Chile y que lo catapulta al centro mismo de la aventura.
Y en ese sitio, por supuesto, también hay más de una mujer.

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–¡Ay, por favor, señora Marta! No es para tanto –reclamó–. Les agradezco su buena voluntad, pero el caminar al aire fresco me hará bien. ¡Muchas gracias!

No era tan difícil suponer lo que le ocurría, de hecho las dos damas se habían dado cuenta, para eso tenían sus años, pero de todas maneras al día siguiente iría al médico para estar segura y así poder comunicárselo a su marido. En varias oportunidades lo habían conversado, pero nunca habían llegado a un punto de encuentro al respecto, sin embargo, hacía un buen tiempo que no estaba tomando pastillas, ni tampoco se encontraba en tratamiento. Recordó que la última vez que usó la T, esta le había provocado una herida en su interior, por lo que en conjunto con Ramiro decidió no usarla más. Por otro lado, los encuentros sexuales con su marido se habían distanciado bastante. Siempre las excusas eran las mismas: trabajo, cansancio, desgano, falta de tiempo. Por eso ella había estimado que las posibilidades de quedar embarazada eran muy remotas. Al parecer, se había equivocado.

Logró escabullirse en medio de la concurrencia y retiró su fino chaleco blanco desde la guardarropía. Observó de reojo a su alrededor y salió en dirección a la calle. Aún era temprano y ciertos rasgos de la noche bohemia empezaban recién a entonarse. Su caminar lento y sereno se oponía al agitado y presto de las mujeres hacia los paraderos de la locomoción. Pese a la baja temperatura ambiente, se sentía mucho mejor al aspirar aquel aire fresco. Cruzó la angosta calle y se adentró por uno de los pasajes donde se encontraban algunos antros populares de muy dudosa reputación. Siempre le había llamado la atención recorrer ese lugar, aunque ahora el miedo le hacía latir mucho más rápido el corazón. Se detuvo, aspiró profundamente y, sin dudarlo, prosiguió.

Era divertido que después de estar en un cóctel con lo más granado de los ejecutivos y empresarios de la región, ahora se encontrara fantaseando en aquel lugar público. Pasó frente al 2269 y disminuyó la marcha. Recordó que algunos de sus compañeros hablaban mucho de este lugar. Por ellos sabía que aquí los hombres –y hasta mujeres, pareció haber escuchado– pagaban buenas sumas de dinero por obtener servicios sexuales a la medida. En el segundo piso se veía movimiento y las ventanas abiertas dejaban escuchar un incesante compás caribeño. Pegó la espalda al poste del alumbrado y sacó un cigarro, lo encendió y luego de aspirar, dejó ir el humo en diferentes direcciones; se sentía libre y fresca. Se sacó el chaleco y se acomodó los senos. Corrió los tirantes del vestido, ampliando el escote y se acercó a la muralla. Una vez arrimada, elevó una pierna hacia atrás y apoyó el taco. Mientras divagaba acerca de los misterios de la noche, escuchó el sonido de unos pies que se arrastraban.

–Hola, ¿qué tal, preciosa? –preguntó una voz noctámbula–. ¿Eres nueva por aquí?

A Lorena simplemente se le entró el habla. ¿Tan fácil era captar un hombre? ¿Qué haría ahora? El extraño prosiguió:

–Eres una maravillosa estrella caída del cielo –dijo en su dialecto de borracho, arrastrado y perezoso–. Y sin embargo... no tienes lengua.

–No. No se trata de eso, señor –balbuceó Lorena–. No soy lo que usted cree, ni lo que busca.

Bajó el pie y se acomodó recatadamente el escote.

–¿Y qué es lo que yo busco? A ver, ¡adivina!

–No sé, de pronto una prostituta, quizá –dijo ella.

–Bah, ¿y tú quién soi entonces?

–Yo... este...

Lorena miraba hacia todos lados buscando una mano amiga. Vio que el hombre dudaba y quiso aprovechar la oportunidad de huir. Lorena sintió que el hombre la rodeaba fuertemente por la cintura y que una de sus manos le buscaba afanosamente el trasero. Trató de soltarse y llamar la atención de alguien, pero en ese instante el filo de una navaja impidió cualquier grito. El hombre, embrutecido por el alcohol, la atrajo hacia sí y le hundió levemente la navaja en el vientre, sin hacerle daño. Luego la conminó que caminara con él sin escándalo alguno. Lorena obedeció, aunque internamente se recriminaba a gritos el haber sido tan estúpida. Continuaron por la callejuela oscura, hasta que el hombre la introdujo en un vericueto que formaban un par de paredes de adobe, vestigio de lo que habría sido en algún momento una agradable casa de familia. La arrinconó contra la pared y, extasiado, comenzó a lamerla desde la misma cabeza hasta el cuello, para luego obligarla a dejar libres sus senos. Lorena no sabía lo que sentía, era una extraña mezcla de rabia y placer. Aquel gusano la estaba lamiendo toda y ahora se encontraba mamando furiosamente sus tetas, mientras que sin dejar de lado la navaja, una de sus manos le acariciaba las nalgas. Lorena pensó cuál sería la mejor manera de escapar. Dejó pasar un instante y, lentamente, dirigió una mano hacia el bulto de la entrepierna del hombre. Este se dejó hacer, ayudándola en la tarea de desabrocharle el pantalón.

Hasta ese momento parecía una verdadera fiesta. El hombre se bajó los pantalones y permitió que Lorena atrapara aquel hirviente miembro. Era un animal fuera de lo normal, al extremo que el estómago de Lorena sintió el rechazo. Entonces el criminal intentó besarla, pero ella lo rehuyó inteligentemente. Despechado, le agarró con ambas manos por la cabeza y la obligó a arrodillarse frente a él. En ese momento Lorena cerró los ojos y con la punta de la lengua le dio una pequeña pincelada. El hombre perdió definitivamente la compostura. Dejó caer la navaja y se rindió ante el deleite de lo que su mente imaginaba. Lorena comprendió que era el momento. Se enderezó diestramente y le hundió una rodilla entre las piernas, haciendo que este lanzara un alarido de dolor.

–¡Y la puta que te parió! ¡Perra conchetumadre!

Retorciéndose, el asaltante cayó al suelo. Lorena aprovechó la ventaja y le lanzó un feroz puntapié al rostro.

–¡Y la tuya, malnacido de mierda!

Habiéndolo dejado momentáneamente fuera de combate, salió de aquella cueva, mientras el borracho lanzaba llamaradas de ira, y emprendió la carrera por el callejón. A los pocos metros, trastabilló. El hombre, un tanto repuesto, intentó seguirla. Entre la desesperación y las recriminaciones, se enderezó y optó por sacarse los zapatos para correr más libremente.

Pasó frente a otros prostíbulos de mala muerte y dio vueltas al recodo de la calle. De verdad ahora estaba excitada, pero de miedo y pavor; la callejuela era ciega. Se afirmó de un poste y descansó un poco. Su corazón ya no latía, brincaba, mientras los pies le punzaban, adoloridos por el esfuerzo. Respiraba agitadamente. Trató de calmarse. Pensó que ella era la única culpable, no sabía de dónde le habían venido esas ganas de ser puta por un minuto y no había medido las consecuencias. Su afán no era irse a acostar con un hombre, sino saber lo que se sentía estar allí ofreciéndose al mejor postor. Poco había durado la experiencia. De pronto sintió rabia por haber sido tan tonta. Golpeó repetidamente el puño contra las tablas que encerraban un sitio de estacionamientos y se puso los zapatos. Cimbreó el cuerpo para bajar y dejar en regla su vestido e hizo el intento de pensar en algo que la sacase del problema. Comenzó a retroceder cuidadosa y atentamente, por si su agresor aparecía.

En el intertanto, de los lenocinios circundantes habían comenzado a salir algunas prostitutas, alertadas por los gritos enfurecidos del agresor que, al verse rodeado, no tuvo más remedio que alejarse con la cola entre las piernas. El cuchicheo y las miradas interrogantes, hicieron que Lorena nuevamente sintiera temor. Cruzó los brazos sobre el pecho y decidió enfrentarlas. Ninguna le dirigía la palabra, solo la miraban, algunas con desprecio, otras con curiosidad. Sin embargo, desde el umbral de un cité, una mujer joven tomó la iniciativa y se dirigió hacia ella. Lorena ideó alguna forma de defensa y calculó sus pasos. Tenía un extraño andar, parecía no tener costumbre de usar tacos y la minifalda que llevaba puesta era tan apretada que le hacía parecer un verdadero paquete mal armado. No obstante, al trasluz de los sucios faroles parecía poseer un cierto grado de hermosura.

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