–¡Por la puta! ¡Qué hago, por la cresta! –gritó ahogadamente para no ser escuchado.
¡Es toda tuya! Solo tienes que ir. Te está esperando, le aconsejaba su demonio interior. Se tomó un nuevo sorbo y apagó la luz de la cocina. Al pasar frente a la puerta que daba al dormitorio de la muchacha sintió el excitante y llamativo aroma de aquel perfume barato que usaba Ana María, que a él le fascinaba. Inspiró profundamente y se fue a la alcoba, metió una película en el Beta y se tiró sobre la cama, apoyando la cabeza en la marquesa. Cerró los ojos e hizo cinco inspiraciones profundas, tras lo cual intentó enfocar toda su atención en la cinta de video, lográndolo solo a medias. Terminó el whisky y se preparó para dormir. Sin embargo, muy pronto, la molestia de sentirse inquieto lo llevó a golpear fuertemente la almohada con el puño y se sentó en la cama con las rodillas levantadas, cruzó los brazos sobre ellas. Era el precio de ser como era. ¿Su destino? ¡No! Él era un fiel compañero de filosofía del mayor Lawrence: Nada está escrito, mientras tú no lo escribas . Por ello, él mismo sería el artífice, el constructor, el arquitecto de su propio destino. Tomaría el control de su vida y no permitiría que las dudas hicieran mella en su andar; al menos por esa noche.
Dos años habían pasado desde esos días nublados y taciturnos en la vida de Ramiro y Lorena. Sin que casi nada de las irritantes complejidades hubiera quedado definitivamente atrás, en algo habían mejorado sus relaciones. Él ya no llegaba tan tarde del trabajo y ella comenzaba a desplazarse menos hacia otros centros. No en vano Lorena debía asistir a múltiples encuentros sociales, ya sea acompañando a su jefe o simplemente como enviada personal de este. Había sido elegida presidenta del Sindicato N° 1 de Empleados, algo contradictorio a primera vista, dado su cargo de brazo derecho del gerente general y, por otro lado, ser la cabeza del sindicato más conflictivo y politizado que existía en la empresa. Ramiro sabía que le había costado tomar la decisión de aceptar el puesto, pero luego de conversarlo, se dio cuenta de que era el instrumento para que las cosas se aquietaran y así trasladar las verdaderas luchas hacia el campo laboral y al bienestar social, cultural y educacional de los empleados y sus familias.
La inteligencia, constancia y sagacidad de Lorena para los negocios eran explotadas favorablemente por la compañía, aun cuando para ella estaba muy claro que no sería por mucho tiempo. Algún día, junto a su esposo, tendría su propia empresa. Así se lo decía a Ramiro siempre. Mientras tanto, disfrutaba de su buena posición y de su excelente sueldo.
En uno de los encuentros sociales, Lorena se entremezcló con la asistencia y se mostró entretenidísima escuchando a varios ejecutivos que habían asistido al cóctel con que su empresa celebraba su progreso dentro de las comunicaciones. El negro pelo, que ahora lucía destellos plateados, le caía en cascadas sobre los hombros y el sobresaliente escote a la espalda del largo y ajustado vestido negro, que acentuaba cada una de sus curvas, le destacaban en aquel desfile de señoras mal vestidas, chapadas a la antigua y santurronas. No en vano era la mujer más admirada en los diferentes eventos en que participaba, sacando partido de todo lo natural que Dios le había dado, contrastando mucho con su estilo elegante, pero recatado de joven y laboriosa ejecutiva. Cada pliegue esquemático de sus labios, como de sus maravillosos ojos azabaches, había sido resaltado o atenuado por una mano delicada y profesional que no escatimó cuidados, mientras que los contornos de un estilizado bikini, que se marcaban delicadamente bajo el vestido, dejaban volar la imaginación de cada uno de los hombres allí presentes. Pero, pese a poseer un boleto a la popularidad y al éxito, Lorena sabía muy bien que la belleza era el factor más engañoso al momento de valorar lo auténtico de una persona. Así lo había leído y así lo había comprobado. En sus manos libres –el uso de la pequeña cartera sobre se lo permitía–, sostenía un escocés en las rocas y un par de galletas de champaña. El interlocutor de turno era un maduro editor de libros esotéricos que acababa de lanzar El héroe del Armagedón , que, según su propia apreciación, se convertiría en un best seller, considerando que a la gente le encantaba sufrir sin ser participante activo.
En un momento, mientras el editor continuaba su monólogo, sin demostrar el poco interés que le producía aquella conversación, echó un vistazo a la concurrencia. Luego, tras aprovechar la oportunidad que le brindó la esposa de uno de los gerentes, quien sí se interesó muchísimo en el tema de las ediciones, se retiró diplomáticamente. Dejó la copa sobre el descanso de una de las ventanas y miró a través de los cristales; realmente no pudo ver nada. El sofocante calor allí dentro, contrastaba con el aparente frío exterior. Los vidrios estaban empañados y las gotitas de agua de la transpiración formaban diferentes figuras surrealistas. Abrió la pequeña cartera y buscó afanosamente los cigarrillos, dio un golpe a la cajetilla y se llevó a los labios el primer filtro que asomó. Dos o tres manos volaron prestas a ofrecerle fuego; se volvió hacia ellos y decidió aceptar la mano de quien estaba más cerca.
–¡Gracias! No era necesaria su molestia –dijo ufanamente.
–¡En absoluto! –corrigió el galán–. No es ninguna molestia atender a una mujer tan maravillosa.
El hombre se mostraba muy educado y su estupendo acento refinado llamaba más la atención de las damas presentes. Su porte era inglés y, como si se tratara de un felino, cada cierto tiempo se pasaba la lengua por el bigotito exiguo y bien recortado, prosiguiendo con los dedos el peinado ceremonial de este.
–Muy lindo su cumplido, señor...
–Fernando Pérez de Arce –se adelantó–. Gerente de producción de IEC.
–Un verdadero gusto, señor Pérez... de Arce, supongo, ¿no? –preguntó algo irónica.
–De todas maneras, señorita Peñablanca, no soy un Pérez cualquiera –contestó con vanidad. Luego, con una mirada penetrante, que la llegó a poner nerviosa, prosiguió–: este Paul Könnig es un verdadero afortunado al tener una ejecutiva como usted.
–Solo hago lo que debo hacer y siempre he pretendido ser yo misma, tanto en mi actuar, en mi vestuario, en fin. Todas esas cosas que nos preocupan tanto a nosotras las mujeres. Usted debe apreciarlo en su... perdón, ¿es usted casado?
–Divorciado –dijo él–, hace cinco años. Pero entiendo lo que usted quiere decir.
Mientras el hombre se explayaba en algunos criterios atípicos sobre las mujeres, una extraña sensación recorrió todo su cuerpo. Se puso tensa. ¿Qué me pasa, Dios mío? Todo me da vueltas. Pidió excusas –él pese a su extrañeza no le preguntó nada– y se retiró en dirección al toilette de damas. La frente le empezó a transpirar profusamente y la agitación le hizo sentir náuseas. Se echó sobre el lavabo e intentó vomitar, pero no lo consiguió. Dos damas que la reconocieron se acercaron y le frotaron la espalda, mientras le preguntaban la razón de su estado.
–No sé qué me ocurre –dijo con un asco indisimulado–. Estaba muy bien en el salón, cuando de golpe me vino este arrebato. Creo que pediré un taxi para regresar a casa.
–¡De ninguna manera! –dijo una de las damas–. Nosotros te llevaremos. Hablaré con mi esposo para que nos vayamos.
–¡Tranquilas, por favor! Ustedes no se incomoden conmigo. Ya me siento mucho mejor; así que podré irme sola.
–¡Cómo se le puede ocurrir, jovencita! –insistió la más anciana–. Si no te quieres ir con los Bacigalupo, te irás con nosotros. Mira que esos extraños cambios en el sistema nervioso son peligrosos –terminó argumentando.
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