A pesar de ser consciente del castigo que le esperaba, Jimmy siempre intentaba no defraudar, por lo que, una vez más, se esforzaría por estar a la altura de las circunstancias e intentaría romper en pedazos algún estúpido dogma de la ciencia oficial. Aquel día, sin duda, iba a superarse por lo que pidió a su hijo Xavier que asistiera como estudiante externo del MIT prometiéndole fuertes emociones. El chico, que conocía a la perfección el grado de genialidad y de locura de su padre, no dudó en ir, y aunque tan solo tenía dieciséis años, estaba perfectamente capacitado para entender de que iría la conferencia, no en vano debido a sus altísimas calificaciones ya había conseguido superar las pruebas de acceso a la Facultad de Medicina de Harvard.
La sala magna del Instituto tenía capacidad para setecientos asistentes y, como en los anfiteatros griegos, su disposición la dotaba de una acústica excelente. Desde el profundo y tenebroso Hades, como llamaba Jimmy al lugar donde se encontraba el desafortunado orador, hasta el diáfano y celestial Olimpo, cada fila ascendía veinte centímetros exactos. En la primera, alineados y siguiendo un perfecto orden jerárquico, se sentaban los profesores e investigadores principales más importantes del instituto. En el centro, presidiendo el cortejo, la Santísima Trinidad, constituida por el director del MIT, el eminente Profesor Dr. Bacon, a su derecha, la prestigiosa Dra. Damon y a la izquierda el célebre Dr. Erans, conocido en los ambientes científicos como «el azote del MIT». Él mismo se jactaba del apodo diciendo que su especialidad era la caza de los falsos científicos y jamás se molestó en ocultar que acechar a Jimmy era una de sus actividades preferidas.
«¡Hombre, parece que están todos los miembros del Estado Mayor!, pues prometo que esta vez no se irán de vacío», se decía Jimmy, dibujando una leve sonrisa en sus labios mientras miraba como el reloj iba devorando los dos minutos de cortesía. Introdujo la mano en el interior de la bolsa, sacó su taza de las conferencias y la puso con extremada delicadeza al lado del micrófono para que toda la audiencia viese la cara y el nombre de su modelo y mentor, Anaximandro, el primer evolucionista de la historia, ninguneado por Darwin, quien no lo nombró jamás. El gran genio que hacía más de 2.500 años postuló por primera vez que los seres humanos se originaban de otros animales, concretamente de los peces. Ese, según él, era el tributo que se merecían los científicos filósofos de la Grecia antigua. Un grupo de pensadores extraordinarios que fueron catalogados de forma injusta, todos en el mismo saco, con el nombre peyorativo de presocráticos . Era su manera particular de protestar por el olvido y el desprecio que hicieron de ellos Platóny su discípulo Aristóteles, los dualistas e idealistas , como a él le gustaba llamarlos.
–Bueno, otra vez la dichosa tacita de aquel griego de hace no sé cuántos miles de años, –tapándose la boca con la mano, le comentó el Dr. Erans al Dr. Bacon.
–Espero que en esta ocasión se comporte decentemente y no ataque a las empresas biofarmacéuticas como lo hizo hace tres meses –contestó el Dr. Bacon.
–Yo también lo espero, de verdad.
Todo el mundo en el MIT, a excepción de Jimmy, era consciente de que no se debía morder la mano de quien te daba de comer, y es que más del 40% del presupuesto anual se cubría con los estudios y donaciones que aportaban las empresas biotecnológicas y farmacéuticas. Había sido una locura atacarlas de la forma como lo había hecho en su última conferencia, pero las normas eran claras y, cada tres meses, como director, el Dr. Bacon tenía la obligación de invitarlo a presentar sus resultados y así debía ser mientras continuase siendo un investigador principal del MIT.
Mientras los rezagados se acomodaban y la sala iba quedando en silencio, la Dra. Damon miraba a su alrededor con semblante distraído, parecía que no escuchaba lo que estaban hablando sus colegas. Pero el desinterés era fingido, lo que estaba haciendo era lo que realmente sabía hacer a la perfección, aparentar. Christina Damon era una relevante doctora en Epidemiología y Salud Pública, pero en lo que de verdad era especialista era en el arte del camuflaje, habilidad que la había llevado a conseguir una posición de privilegio en el MIT y en la industria biofarmacéutica. Incluso había conseguido un hito sin precedentes, que el brillante pero díscolo Jimmy, el vikingo loco , como lo llamaban despectivamente algunos de sus colegas, creyese que ella era su única amiga. Todo el mundo sabía que la Dra. Damon y el Dr. Andersen se conocían desde los últimos años de la licenciatura de Medicina, cuando los dos coincidían en muchos seminarios y simposios. Por aquel entonces cuando Jimmy participaba en alguna discusión, Ina, como la llamaba su círculo íntimo, ya se había dado cuenta de que su amigo tenía una mente brillante. A diferencia de él, ella tenía serias dificultades para formular ideas novedosas y originales, razón por la cual tuvo que dedicarse a la gestión y dejar de lado la investigación. Nunca aceptó del todo tener que alejarse del mundo del laboratorio, esa renuncia la carcomía por dentro. Ina era consciente de que tenía un problema sin resolver con Jimmy, pero no estaba dispuesta a aceptar que ese problema se llamara «envidia». A lo largo de su vida profesional había desarrollado una portentosa capacidad estratégica, lo que le había reportado múltiples beneficios y no estaba dispuesta a cambiarla ni por un caso perdido como el del mismísimo Jimmy. Nadie podía negarle que, incluso ese ingenuo y alocado soñador, algún día sería capaz de generarle beneficios, razón poderosa que justificaba gastar tiempo y recursos en esa supuesta amistad, al fin y al cabo, no era tanta la inversión requerida para un negocio que, si salía bien, le proporcionaría unas ganancias elevadas. Se confortaba pensando que gastaba más dinero, tiempo y esfuerzo en sus tres adorables perritos Pomerania, así que ¿por qué no iba a invertir un poco en el desgraciado de Jimmy?
–No se preocupen, –intervino la Dra. Damon–, esta vez no hablará de las empresas biofarmacéuticas.
–Ah, ¿no? ¿entonces qué nos espera en esta ocasión? –Erans revoleó los ojos.
–Miren con qué detenimiento y suavidad ha colocado la taza, me dijo que hoy hablaría sobre la evolución de los Homo sapiens .
–¡Oh, Dios mío! A ver qué se le ocurre esta vez –replicó el Dr. Bacon, cogiéndose la cabeza con su mano derecha.
El Dr. Erans y la Dra. Damon, al mismo tiempo, se taparon la boca para que Jimmy no pudiera ver la hiriente sonrisa que les estaba saliendo.
Xavier, desde la última fila, podía ver a lo lejos a su padre y calculó que al menos los separaban cincuenta metros. Todo parecía estar preparado para lo que esa mañana le dijo con una sonrisa sardónica que iba a pasar. «Le he pedido a las bacantes que me ayuden a organizar la más grande de las bacanales, ya verás». Xavier, que sabía de la pasión de su padre por la mitología grecorromana, entendió el mensaje, podía esperar cualquier cosa de él.
Justo antes de dar comienzo Jimmy vio cómo entraba por la última puerta del pasillo de la izquierda Alisha, su flamante y, hasta ese momento, única colaboradora que, al ver a Xavier, se sentó a su lado. Hacía tan solo un par de días que Jimmy había pedido a su hijo que fuera al aeropuerto a recibir a la Dra. Patel, que venía del King´s College de Londres, y Xavier estaba encantado por el fichaje que había hecho su padre. Como él, la joven doctora había conseguido entrar en la Universidad de Oxford a la edad de dieciséis años y con solo veintidós, hacía tres meses, había defendido su brillante tesis doctoral. Los dos jóvenes conectaron perfectamente y una gran amistad empezó a fraguarse desde el primer instante en el que se conocieron.
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