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Habían pasado varios meses desde su llegada a las lejanas tierras del sur. Eran dos jóvenes adultos de catorce y dieciséis años, ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor, a quienes jamás importó abandonar sus grupos, porque solo querían amarse. Siendo el hijo del jefe, El tenía asegurado el poder, pero nunca estuvo de acuerdo con las reglas de los depredadores y su padre siempre fue consciente de su rebeldía. Ella , desde el nacimiento, también se había sentido diferente, por lo que ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar a la posibilidad de vivir juntos. Durante ese primer año, Ella aprendió a acariciar, a sonreír y, sobre todo, conoció esa sensación que no sabía definir y que era sentirse amada. El pasaba horas observándola, sentía un inmenso placer solo con verla dormir, comer o cuando, con suma destreza, descarnaba las piezas de los animales que cazaban juntos y, aunque tampoco sabía decir lo que sentía, la amaba, y ella le demostraba a cada instante que se daba cuenta. No se asignaron ningún papel ni función entre ellos, de modo que la caza, la búsqueda de alimentos y la protección de la cueva, eran tareas de ambos, por fin pudo vivir con una hembra como realmente quería, como dos personas complementarias. Hacía mucho frío y la nieve todavía no había empezado a derretirse, pero Ella sabía que la cálida luz del verano la ayudaría con la llegada del pequeño ser que llevaba en su vientre.
A principios del verano, parió un hermoso varón de pelo oscuro, tez blanca y nariz pequeña. Las diferencias con los machos de su especie quedaron marcadas por la perfecta mandíbula y el hermoso y bien definido mentón. Sería un macho alto, aunque posiblemente no sobrepasaría la altura de su padre, pero eso a él no le importaba en lo más mínimo. Mientras ella repasaba todo el cuerpo de su pequeño descartando cualquier imperfección, él los besaba y pensaba que muy pronto enseñarían a su pequeño a correr, saltar, nombrar objetos y escuchar, reír, llorar y, sobre todo, a amar. En aquella pequeña cueva de las templadas tierras del sur, había nacido el futuro y era hijo de una Homo neanderthalensis , los llamados sin mentón , y de un Homo sapiens , los depredadores .
Lo que no sabían era que, desde que habían hecho el largo viaje hasta el sur, el padre de El no había dejado de buscarlos. Nunca se había fiado de su hijo y las continuas discusiones que tenían, así como las mentiras acerca de las falsas cacerías, habían hecho mella en su corazón, en el que ahora solo albergaba rencor. Sabía que algo peligroso estaba sucediendo y tenía la obligación, por el bien del grupo, de averiguar qué tramaba su hijo. Por eso lo había hecho acompañar por los tres jóvenes machos a la cacería en la que había desaparecido.
Cuando estos regresaron, después de seis días, el jefe los estaba esperando arropado por dos machos jóvenes mientras las hembras, en silencio y atentas, esperaban en el exterior de la cueva. Los tres machos, temerosos de la furia del jefe, no sabían cómo explicar lo que había ocurrido. Cuando terminaron con su relato, la cara del jefe no mostró sufrimiento, todo lo contrario, en sus facciones se dibujaba el odio y la mandíbula fuertemente cerrada le profería un semblante amenazador. Las hembras se agitaban nerviosas y los machos jóvenes que guardaban la espalda del jefe permanecían inmóviles y en silencio, esperando nerviosos sus órdenes y temiendo su reacción.
A la mañana siguiente, el jefe designó a otros seis machos jóvenes que partieron en busca de su hijo. Tenían claro que los únicos rastros que podrían seguir estarían en donde había habitado la hembra sin mentón . Buscaron en los alrededores de la colina, donde los habían visto antes de fugarse, hasta que dieron con la cueva escondida en el borde del desfiladero. Entraron y mataron salvajemente a los dos viejos y, después de revisar todos los rincones, lo único que encontraron fue algunas viejas pieles de la hembra, que guardaron con cuidado y se las llevaron, porque sabían que mientras conservaran el olor, les serían útiles. Prosiguieron la expedición, no se podían permitir regresar al poblado sin el hijo del jefe.
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Habían transcurrido seis inviernos desde que Ella y El decidieron partir hacia las cálidas tierras del sur y aquel verano su pequeño cumpliría cinco años. Eran muy felices viendo cómo, durante la infancia del pequeño, poco a poco, iba aprendiendo los sonidos, después las palabras y, hacía tan solo un año, era capaz de hablar bastante bien. Aunque no podía hablar como ellos, Ella les entendía y se hacía entender con sonidos y con gestos. Una mañana salieron los tres a cazar. Ella iba delante porque su poderoso olfato la facultaba mucho mejor para detectar a largas distancias el olor de los animales. La seguía el pequeño, que iba aprendiendo a rastrear todas las huellas, pisadas, ramas rotas, excrementos, cualquier cosa que pudiera ser importante para detectar la presencia de algún animal, y El los completaba, pero siempre atento a los pasos de su pequeño. El jovencito imitaba a su madre haciendo gestos con la nariz, aunque todavía no podía interpretar los olores como su madre, y con sus pequeñas y delgadas manos cogía los trozos de ramas que su padre dejaba caer después de haberlas examinado con detenimiento. Los padres reían mirando a su pequeño explorador imitar lo que ellos hacían. Estaban seguros de que muy pronto estaría preparado para encontrar alimento él solo.
Al llegar a un pequeño descampado, El buscó en el saco de piel que llevaba a la espalda y extrajo una quijada de jabalí descarnada. Le pidió a Ella un largo hueso afilado, se hizo un corte en la palma de la mano y, dejando caer unas pocas gotas de su sangre sobre el hueso, lo tiró al suelo y, para que la sangre no se secase, lo cubrió con un poco de tierra. Acto seguido se giró hacia su pequeño y le hizo señas para que se mantuviera en silencio. El señuelo funcionó y aquella noche comieron carne fresca.
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De repente uno de los cinco machos depredadores que integraban la expedición de búsqueda del hijo del jefe se detuvo, los demás lo imitaron. Una quijada semienterrada en medio de una explanada era normal, pero si había restos de sangre fresca, era una pista inconfundible. Los otros se acercaron y observaron. Era de El , estaban seguros. Ese era el señuelo que desde pequeños les habían enseñado los adultos del poblado a todos los machos jóvenes. Era el señuelo de los depredadores. La sangre fresca significaba que debían estar cerca. Descansarían y a la mañana siguiente registrarían la zona hasta encontrarlos.
Al día siguiente, cuando llegaron al borde del acantilado, los seis machos depredadores contemplaron la pequeña cueva y la cala de arena blanca con aguas cristalinas. Después de seis años de búsqueda, presentían que por fin los habían encontrado y empezaron a planear la cacería. Pese al tiempo transcurrido no olvidaban las instrucciones precisas del jefe: «Si mi hijo ha poseído a la hembra sin mentón , traédmelo, y la hembra que muera con su cría, pero no a manos de uno de los nuestros, dejad que el festín sea para los tigres».
Pasaron varios días buscando rastros de dientes de sable , de los que ya quedaban muy pocos. Por fin encontraron excrementos y supieron que no estaban muy lejos, tal vez a menos de un día. Planearon cómo llevarlos hasta la cueva y cuando los encontraron, los fueron arrinconando hasta el acantilado. Sabían que una vez que estuvieran allí, les sería muy fácil detectar el olor de la hembra sin mentón y de su cría.
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Aquella mañana decidieron que El iría a cazar solo y que Ella y el pequeño se quedarían en la cala de arena blanca recogiendo crustáceos, en otras ocasiones había ido ella sola a cazar, aunque la gran mayoría de las veces iban los tres juntos. Después de varias horas, Ella le hizo gestos al pequeño para volver a la cueva a guardar los crustáceos que habían recolectado. Cuando llegaron, ya en el interior, Ella no tardó en detectar el olor de los dientes de sable. Cogió a su hijo y, con un movimiento brusco, lo colocó detrás suyo, protegiéndolo con su robusto cuerpo. Agarró con firmeza la lanza y esperó. Tenía miedo y su pequeño, asustado, percibía la respiración profunda y entrecortada de su madre. Tenía la mirada fijada en la entrada de la cueva y, gracias a su visión angular, también podía ver lo que estaba haciendo su hijo. Este, quieto y callado agarraba con fuerza la flauta de hueso de oso que su madre le había hecho hacía muy poco, y esperaba sus órdenes.
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