Aunque ya habían pasado varios días y sus noches desde que la había visto, no podía sacar de su cabeza la imagen de aquella joven hembra de cabello rojizo y mofletes abultados. No pasaba ni un solo día en el cual no pensara en ella. Una y otra vez se preguntaba qué podría hacer para verla de nuevo y le intrigaba sobremanera el pequeño mentón que se insinuaba en su cara pecosa, detalle que lo desorientaba y, aunque se daba cuenta de que era muy diferente a las hembras de su grupo, le resultaba imposible dejar de preguntarse si ella era también una sin mentón. Pero ¿si no era un sin mentón, entonces qué era?
Aquella mañana la actividad en el valle era frenética porque estaban preparando otra gran cacería. Hacía un par de días que habían visto muy cerca del río una gran manada de mamuts y, siempre que tenían que cazar a la más grande de las bestias, la excitación se apoderaba de todos y, aunque se trataba de una fiesta, también sabían que alguno de los machos no volvería.
El día de la cacería, decidió que había llegado el momento de ir otra vez al desfiladero, deseaba con todas sus fuerzas volverla ver. La confusión y la agitación del momento le permitirían escabullirse, pero era consciente de que, tan rápido como se dieran cuenta de que no volvía con el grupo, su padre organizaría una expedición para ir en su búsqueda y removería la tierra entera hasta encontrarlo, porque la sola idea de perder a su hijo lo volvería loco. Pensó que en ese caso diría que durante la cacería había tenido una caída y que había quedado postrado y sin conciencia y que, aunque no sabía cuánto tiempo había pasado, ni bien se había despertado había intentado volver, pero la desorientación lo había llevado hacia otro lugar y había estado caminando sin rumbo, hasta que encontró el camino para retornar al poblado. Decidió que tendría que hacerse una herida lo suficientemente convincente para que su padre no sospechara, para lo que necesitaría utilizar una piedra afilada que le hiciera un corte profundo. Con tal de volver a ver a la joven, estaba dispuesto a todo. Era una sensación que no reconocía y lo desorientaba, nunca había sentido algo así.
Tal como lo había ideado, en plena batida, aprovechó un momento de gran confusión para dejarse caer por un desnivel y ocultarse bajo unos matorrales. Esperó a que todos los machos estuviesen bien lejos para tomar la dirección opuesta. Después de dos días llegó a la pequeña colina del desfiladero y fue hasta la entrada de la cueva desde donde la había visto la primera vez para quedarse allí sentado hasta que apareciera. La mañana del quinto día, cuando ya apenas le quedaban esperanzas, por fin vio aparecer su silueta bañada por los rayos del sol.
Cuando Ella lo vio se sobresaltó y permaneció inmóvil, quizás pensando cómo escapar, pero él le hizo un gesto con la mano y esbozó una sonrisa. Con cautela, se fueron acercando hasta estar a pocos metros el uno del otro y se sentaron en las piedras casi al mismo tiempo, hasta que de repente El empezó a hablar diciendo cosas que Ella no entendía. Entonces lo interrumpió y, señalando el cielo, dijo «gur» y después, tomando un puñado de tierra, dijo «lar». El calló y aguardó hasta que la joven volvió a extender el brazo derecho y señaló los árboles. «Jor», dijo, y repitió todo el ritual, esperando que el joven macho la comprendiera. A la cuarta vez, él consiguió repetir los sonidos al mismo tiempo que señalaba el cielo, la tierra y los árboles. Entonces ella lo miró a los ojos y le devolvió la sonrisa. Pasaron horas emitiendo sonidos con significado, aprendiendo el uno del otro y ninguno parecía quererse ir, hasta que de repente ella se puso de pie, se dio media vuelta y volvió a la cueva. Antes de que se fuera, él la miró y le hizo unas señas que querían decir que volvería y dijo algo que ella no comprendió, aunque de alguna manera interpretó, y tuvo la seguridad de que muy pronto lo volvería a ver.
De camino al poblado, empezó a inventar lo que diría que le había pasado. Cogió una piedra afilada y se hizo una herida en la cabeza lo bastante grande como para dejar una cicatriz que no ofreciese dudas, su padre era muy astuto y sabía que desconfiaría. Al cabo de un día, se cruzó con la expedición, que llevaba cinco días buscándolo y ya empezaban a pensar que habría sido devorado por los dientes de sable. Al verlo, su padre se abalanzó sobre él para estrecharlo con fuerza contra su pecho, nadie sospechó nada y todos mostraron su alegría, también El , porque sabía que muy pronto la volvería a ver.
Pasadas dos semanas, la espera se le hizo insoportable y decidió que había llegado el momento de volver a verla. La excusa en esta ocasión sería una cacería de jóvenes machos, puesto que este tipo de expediciones eran frecuentes y seguro que su padre no pondría ningún reparo. Y así fue, pero le asignó tres acompañantes porque no quería que se repitiese ningún accidente y, antes de que partieran, los reunió y les dió instrucciones para que no dejaran nunca solo a su hijo y que, pasara lo que pasase, tenían que estar de vuelta al sexto día. Al cabo de dos días y en plena batida de una manada de uros, aprovechó el caos para desembarazarse de la vigilancia de los tres acompañantes. Se dejó caer montaña abajo hasta que le frenó una gran roca. Había conseguido su objetivo, pero del golpe quedó confuso y magullado, y como pudo se incorporó para emprender la marcha hacia la colina de su joven hembra.
Llegó en la madrugada del tercer día antes del alba, decidió recostarse sobre las paredes de la entrada de la cueva y esperar a que ella apareciese con los rayos del sol.
Aquella mañana, al llegar a la cima, Ella se asustó al verlo tumbado en el suelo, inmóvil. El golpe le había dejado muy dolorida la zona de las costillas y, aunque no parecía tener ninguna rota, el dolor era tan fuerte que le dificultaba la respiración. Se acercó, extendió el brazo y él cogió la mano que le tendía. No sabían que, a pocos metros de la colina, escondidos en la espesa maleza, los tres machos jóvenes los estaban observando, contemplando con asombro y asco como él la acariciaba y ella apoyaba la cabeza sobre su hombro. Con sigilo, se fueron arrastrando hacia atrás, hasta salir del campo de visión, se incorporaron y emprendieron la vuelta hacia el poblado de la tribu.
Ella lo ayudó a levantarse, le ofreció apoyo sobre su hombro derecho y se dirigieron hacia el interior de la cueva donde, semanas antes, el grupo de depredadores había pasado la noche. Al entrar, lo ayudó a tumbarse sobre el suelo e inmediatamente salió a comprobar que no había peligro alguno en la cercanía. Al cabo de unos pocos segundos volvió al interior y se acercó, para ver que tenía la frente empapada en sudor. Con la piel de antílope con que se cubría, le empezó a secar la transpiración y el joven macho abrió los ojos y pudo verla, inclinada sobre él, estrujando su falda con movimientos torpes, sin darse cuenta de que le estaba mostrando todo su sexo. Notó una extraña sensación que recorría todo su cuerpo, con cada movimiento de cadera de la joven hembra aumentaba su excitación. Ella lo advirtió, pero no dejó de secarle el sudor de la cara y el pecho. Durante un breve instante ninguno de los dos sabía qué debía hacer a continuación, aunque ambos sí sabían lo que querían hacer. Sin saber cómo, los cuerpos desnudos se encontraron y, por primera vez, ella deseó que la penetración no fuese rápida y con la acostumbrada brutalidad de los machos, quería que él siguiese acariciándola y besándola una y otra vez, y que no parase nunca. El muchacho sentía una fuerte presión en su interior que, instintivamente, lo instigaba a penetrarla, pero también aguantó, porque lo que más deseaba era prolongar aquel momento todo el tiempo posible y que fuese ella quien le pidiera, quien le suplicara que por favor la penetrara. Entonces ella lo miró a los ojos y, tal como él deseaba, se lo pidió con la mirada y acto seguido sintió dentro de sí toda la fuerza del joven macho. Por primera vez en su corta vida, sintió que no se estaba apareando, sino que la estaban amando. Los lentos y profundos movimientos, junto con el sudor de los cuerpos desnudos, los llevaron a un inmenso e inacabable clímax que, al final, dio paso a un grito agudo, compartido, que pareció durar una eternidad. Ella , de alguna manera, supo en aquel mismo instante que acababa de quedar preñada.
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