Ella tenía solo diecinueve años y desde muy pequeña había sido siempre muy consciente de la angustiante emoción que significaba sentir miedo. El instinto, desarrollado por los de su especie durante milenios, la permitió sentir con seguridad que la muerte los estaba rondando y aunque el terror la atenazaba, lo único que podía hacer por su pequeño era pelear hasta el final. Con amargura presintió que su tiempo y el de su amado hijo se estaba terminando y que los instantes que aún les quedaban solo empeorarían el sufrimiento. No sabía cómo habían encontrado la cueva los dientes de sable , pero la brisa traía su olor, el de la muerte.
Apagó el fuego y se acurrucó con su niño en un rincón sombrío de la cueva desde donde podía ver la débil luminosidad del día a través de la entrada. De repente aparecieron las tres fieras, pero debido a la estrechez de la cueva, entraron de a una, siguiendo al líder, que pereció cuando Ella le clavó la rudimentaria lanza. Fue todo lo que pudo hacer, los otros dos se abalanzaron sobre ella y su pequeño, atacándolos feroz y despiadadamente.
Desde lo alto del acantilado los seis machos depredadores escucharon los gritos de dolor de Ella y de su pequeño, pero, sin inmutarse, se dieron la vuelta y se sentaron, para disponerse a esperar la llegada del joven macho descarriado. Por fin se había acabado la expedición y volverían al poblado con su misión cumplida.
***
Al llegar al desfiladero, El iba pensando en todos los felices momentos que había pasado con Ella . Las primeras caricias, el primer beso y la primera vez que hicieron el amor en aquella cueva de la colina. Ella nunca había besado, ni la habían besado, y muchísimo menos había hecho el amor. Aquel día, en aquella pequeña cueva de las tierras del norte, supo que nunca la abandonaría y que vivirían siempre juntos. Pero otra vez se equivocó. El maldito jabalí lo había llevado demasiado lejos y no podía haber imaginado que su compañera y su pequeño hijo serían devorados por las fieras mientras él estaba cazando. Su dolor solo se calmaría muriendo, pero, aunque deseaba con todas sus fuerzas quitarse la vida, no lo pudo hacer, los seis depredadores lo llevaban fuertemente maniatado de regreso al poblado. Durante las semanas que duró el viaje no hubo ni un solo instante en el que no le apareciese la imagen de su pequeño y la de Ella jugando en la blanca arena, en el mismo sitio en el que los depredadores de su padre dejaron la maldita quijada ensangrentada para atraer a los dientes de sable .
Envejecido y con aspecto cansado, tras seis años de larga espera, su padre se dirigía a todos los machos. El ya no escuchaba, sabía que ese era el momento del grupo y no el del individuo. Después del largo parloteo, su padre se dirigió a él y le preguntó si quería hablar. No contestó, tan solo abrió la mano y le mostró la flauta de fémur de oso que Ella había hecho para su pequeño hacía muy poco y que había conseguido traer, escondida entre los pocos retazos de piel que sus captores le habían dejado usar, solo para que no pereciese congelado durante la travesía. Su padre se acercó mirándole con desprecio, cogió el hueso y lo lanzó con rabia fuera de la cueva.
Al día siguiente, tres machos jóvenes lo llevaron al desfiladero. El sonreía al recordar el momento en el que su pequeño dijo la primera palabra y Ella , al escucharlo, no podía dejar de llorar de alegría. –Adiós, amor mío –fueron sus últimas palabras, mientras caía al vacío.
El repiqueteo del despertador empezó a las 5:43 de la madrugada, pero el Dr. James Andersen, Jimmy para los amigos, sabía que la botella del repugnante pinot noir de $5 y los dos miligramos de Clonazepam le impedirían abrir los ojos. Para eso estaban los chirridos de los vagones de madera del viejo metro de Boston, al que todos llamaban «el T», y los primeros rayos del alba que, con toda seguridad, se abrirían camino entre el cristal y la cortina, le taladrarían el cráneo y lo obligarían a abrirlos a la fuerza. «¿En qué estabas pensando cuando alquilaste este apartamento?», se decía, mientras se secaba con los dedos el charco de saliva que se había acumulado entre la boca y la almohada. «Vale, ya me levanto», gritó, mientras luchaba por salir de la madeja que la sábana había formado con su cuerpo.
Consiguió destrabar una pierna y parte de la cabeza, se quedó ensimismado mirando el techo de la habitación y, como cada mañana, pensó que haber firmado el contrato de alquiler de aquel apartamento había sido un error del que posiblemente jamás podría recuperarse. El retorno a Lechmere, el barrio de su infancia, no había sido una buena idea y la única razón por la que había dejado el selecto vecindario de Newton era el saqueo económico al que su ex lo había sometido tras su traumático divorcio. Estaba en bancarrota y, aunque su salario como investigador principal del Instituto Tecnológico de Massachusetts, el famoso MIT, y el de profesor en la Universidad de Boston deberían haber sido más que suficientes para tener una cómoda vida, las cuentas nunca le cerraban. Sin saber cómo, su exmujer se quedó con casi todo lo que habían construido durante los trece años de matrimonio, incluida la preciosa casa de Newton y una abultada pensión alimentaria para Xavier, el único hijo de la pareja. Además, cada mes se tenía que enfrentar a la odisea de pagar innumerables facturas, tarjetas de crédito, el alquiler de aquel horrible apartamento y las cuotas del préstamo para las matrículas de su hijo en Harvard. Jimmy era así y no lo podía remediar, para el tema del dinero era un ingenuo.
Cuando por fin, después de un intenso forcejeo, pudo liberarse del opresor sudario, quedó sumido en un estado de flaqueza tal que tuvo que permanecer sentado en el borde de la cama y descansar unos minutos. Era en esos momentos cuando con sus manos y doblando el cuello hacia su pecho, se cogía con fuerza la cabeza, miraba hacia el suelo, respiraba profundamente y se ponía a repasar la interminable lista de problemas de aquel ominoso apartamento. Los insoportables chirridos de los vagones de madera del T eran, como siempre, los que la encabezaban. Como si se tratase de un kraken oculto en los abismos del océano, aquel viejo ferrocarril emergía de las profundidades a través de las entrañas del TD Garden, el estadio de los Boston Celtics, para alcanzar la estación elevada de Science Park a pocas manzanas de distancia.
A mediados de los años treinta, la Autoridad de Transporte de la Bahía de Massachusetts, la MTBA, construyó un carril de hierro elevado apenas diez metros del suelo que corría sobre el agua hasta la estación de madera de Lechmere. La vieja estructura producía una cacofonía de crujidos, chasquidos y toda clase de ruidos metálicos, por el continuo roce de los vagones al deslizarse sobre los desgastados raíles, que se oía durante todo el trayecto del entramado y cuando, por fin, el T entraba en la vieja estación, el ruido de los frenos y de las sirenas avisando del final del recorrido hacía que todo el conjunto fuera insoportable. Con una irritante puntualidad, cada ocho minutos, las sirenas avisaban que salía un nuevo convoy y la tortura acústica se iba repitiendo durante todo el día, desde las 5:45 de la madrugada hasta las 11:00 de la noche.
Sin embargo, paradojas de la vida, cuando Jimmy se encontraba algo deprimido, que era día sí y día también, subir al ruidoso y destartalado T era la única solución para calmar sus amarguras. El trayecto inverso le ofrecía, aunque efímera, una de las más bellas panorámicas de la ciudad. Se sentaba en cualquier asiento libre que hubiese en el lado derecho del vagón y durante el breve minuto que duraba el trayecto entre la estación de Lechmere y la de Science Park contemplaba toda la belleza del río Charles. En su orilla sur, Boston, en su orilla norte, Cambridge y a lo lejos, hacia el oeste, el excelso Harvard. En los días soleados de los meses de invierno era cuando desde el viejo ferrocarril se veían partes del río completamente congeladas y, solo en esos breves instantes, la luz del sol se reflejaba en las delgadas capas de hielo generando un brillo tan especial, que hacía que Jimmy sintiese en su interior que todo iba a salir bien.
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