Una vez que Jimmy acabó su conferencia, Helen no perdió la oportunidad y se le acercó con el pretexto de hacerle una pregunta.
–Dr. Andersen, lo felicito por su excelente charla, ha sido muy estimulante oír a todo un profesor del MIT hablar como lo ha hecho usted –le dijo, mostrándole todos sus encantos.
–¿De verdad le gustó? –preguntó un nervioso Jimmy, que no dejaba de mirarla torpemente, recorriendo todo su cuerpo.
–¿Que si me gustó?, Dr. Andersen, he quedado choqueada.
–Por favor, no me llames Dr. Andersen, llámame, Jimmy.
–Ah bueno, pero solo si tú me llamas Helen –mostrándole una sugerente sonrisa y ladeando un poco su hermoso cuello, le dijo la que a partir de aquel día sería su compañera.
Desde aquel mismo instante una intensa atracción química apareció entre ellos, pero lo que de verdad los unió fue el irrenunciable compromiso por la conservación de la biodiversidad, la lucha sin cuartel contra el expolio de las biofarmacéuticas y una visión espontanea de la vida, en muchos momentos irreflexiva y, como les gustaba decir, instintiva, muy instintiva.
Su relación, como no podía ser de otra forma, se basaba en un apasionado amor y desenfrenado sexo. Sin embargo, cuando Helen vio el deprimente apartamento en el que vivía Jimmy, le dejó bien claro que no contara con ella para pasar tiempo en aquel cuchitril. Le insistió miles de veces que debía dejarlo y buscar otro sitio más digno pero, sobre todo, menos ruidoso. Incluso en varias ocasiones le planteó la posibilidad de vivir juntos. «Podría pedir el traslado a Boston y buscaríamos un piso bonito, compartiremos los gastos, no te preocupes, yo me encargaré de que parezca un hogar», le decía. Pero Jimmy, desde su traumático divorcio, se había prometido que jamás volvería a cometer el error de compartir su miserable vida con nadie. Sus muchos defectos y poquísimas virtudes, como él mismo decía, no le volverían a fastidiar la vida, y Helen se había convertido en una persona demasiado importante para él como para volver a equivocarse. Ella tampoco insistió mucho porque la espantosa sinfonía de ruidos metálicos no le generaba, en absoluto, el ambiente apropiado para dormir y, mucho menos, para hacer el amor apasionadamente, como a ella le gustaba. Entre los dos decidieron que ella continuaría viviendo y trabajando en Nueva York, lo que, por otra parte, les permitiría tener un alto grado de independencia, cosa que resultó ser vital para la estabilidad de una relación especialmente intensa. Así las cosas, Jimmy tuvo que hacer una provisión en su maltrecha economía doméstica para poder ir a New York, al menos, tres veces al mes. Esa fue la única alternativa que le ofreció Helen y que Jimmy aceptó sin negociar absolutamente ningún término. Tres fines de semana en el pequeño apartamento de Helen representaban más de cien horas para hacer el amor y descansar sin ruidos. Aunque ella no podría decir lo mismo por el continuo rechinar de dientes nocturno de su científico preferido. No obstante, estaba dispuesta a sacrificarse y aguantar cualquier cosa, antes que la insoportable cacofonía del apartamento de Lechmere.
Ni el IQ de 145, ni el metro noventa de altura, ni la atractiva fisonomía vikinga, con aquel fantástico cabello, impropio para su edad, le servían para mitigar su total y absoluta falta de inteligencia emocional. Jimmy era uno de esos seres humanos que deambulan por la vida creyendo que son los demás los que tienen la obligación de entender cómo son ellos. Nunca pensó que los otros también tenían sentimientos y que sus corazones latían de vez en cuando. Era evidente que Jimmy no había nacido para el trato familiar y mucho menos para el social. El vikingo loco era tosco y cerril. Helen se reía diciéndole que estaba asilvestrado en las labores familiares y sociales y él, como el auténtico cretino que era, le respondía diciendo que asilvestrado era una falacia, pues a él nunca lo habían domesticado.
Jimmy tardó mucho tiempo en entender el complicado universo emocional de Helen y, sobre todo, la enigmática atracción que su salvaje belleza ejercía sobre él. Pero sobre todo eran aquellos momentos de agresividad repentina seguidos de imperceptibles pero intensísimos soplos de dulzura lo que lo tenían completamente desorientado. Helen fue su primera experiencia con una mujer latinoamericana y el muy infeliz no sabía que, para sobrevivir a ese tipo de relaciones, en la que decenas de intensas y pronunciadas subidas y bajadas de una interminable montaña rusa lo iban a zarandear incesantemente, tendría que haber estado, emocionalmente hablando, muchísimo más fuerte.
La ONG de Helen estaba colaborando con varios países latinoamericanos en un proyecto recientemente creado por Naciones Unidas con el objetivo de explorar la biodiversidad del hemisferio sur para descubrir nuevos medicamentos. El propósito de este proyecto era que los beneficios que conllevaría el desarrollo farmacéutico de los productos descubiertos serían para el país propietario de los recursos naturales. El proyecto Darwin-Lamarck que Jimmy había ideado cuadraba a la perfección con el que Helen había empezado a desarrollar en el mundo real con varios países de Latinoamérica, por lo que los dos rápidamente pudieron unir sus esfuerzos e ilusiones en un objetivo común. En poco tiempo Jimmy empezaría a recibir muestras biológicas procedentes de Argentina con la condición de que, si identificaba algún compuesto que pudiera ser convertido en un nuevo medicamento o algún recurso natural que pudiese ser útil en biomedicina, su explotación comercial debería reportar beneficios para ese país. Y de esta forma, sin apenas llamar la atención de las empresas farmacéuticas del polo científico de Boston y Cambridge, el Proyecto Darwin-Lamarck empezó a ver la luz.
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