Frank Pedreno - ARN, El Fruto Prohibido

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El ARN, el hermano menor de la genética, nos ha llevado a reformular la teoría del origen de la vida y ha conseguido desplazar del pedestal al arrogante ADN, produciendo un cambio de paradigma en el campo de las ciencias biomédicas y la evolución de las especies.
A principios de 2020, la pandemia COVID-19 atacó a la humanidad causando millones de muertos. En un alarde tecnológico sin precedentes y en tan solo 12 meses, los científicos crearon vacunas basadas en la tecnología del ARN mensajero y el resultado es espectacular, se están salvando millones de vidas. El ARN ya es parte de nuestro día a día.
¿Pero qué pasaría si el ARN fuese el fruto prohibido del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal?
¿Podemos manipular la genética a nuestro antojo? ¿O tendremos que pagar muy cara la osadía de comer ese fruto?
ARN, El Fruto Prohibido es una novela escrita en tres partes que plantea un enigma de verosimilitud desconcertante, en el que los Homo sapiens ya no están solos. Existe una nueva especie entre nosotros, mucho más inteligente y que sería la responsable del sorprendente desarrollo tecnológico de los últimos 400 años.
Esta primera parte describe un futuro distópico, prácticamente inmediato, en un Boston poblado de personajes entrañables que rescatan la valentía y la amistad, y de otros que son arrastrados por la envidia y el dogmatismo religioso. La vida cotidiana se entrelaza con los descubrimientos genéticos que están cambiando nuestra historia y la novela va convirtiéndose en un thriller que mantiene en todo momento un fuerte contenido científico.
Frank Pedreno acompaña al lector en la comprensión de temas de gran actualidad mientras se desarrolla una trama poliédrica donde intervienen diversos actores del mundo de la religión, la política, las biofarmacéuticas y los grandes institutos de investigación.
Entre todos llevarán al lector a transitar por el peligroso camino que nos conducirá hacia el nuevo paradigma de nuestra evolución.

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Cuando Jimmy se divorció tuvo la brillante idea de volver al barrio de su infancia y pensó en alquilar por $800 al mes un pequeño apartamento en la planta alta de una vieja casa situada en el número 2 de Gore Street, pegada a la estación de Lechmere, la última parada de la línea verde del T. Pensó que $800 al mes era una ganga para los precios de aquella zona. Y además, tenía la ventaja de estar muy cerca de su despacho en el MIT. Tanbién podría ir caminando los martes y jueves a sus clases de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Boston, y así podría disfrutar de un apacible paseo de casi cinco kilómetros por la explanada del río Charles. La caminata de cómo mínimo una hora le mitigaría el dolor que significaba dar clase a los plastificados estudiantes de primer curso de Medicina, como él les llamaba. Aunque la realidad era que el largo paseo le ayudaría a llegar un poco más fresco, porque podría eliminar por la orina el fúnebre cóctel nocturno de pastillas y vino barato que cada noche se obligaba a tomar. Si el lavabo público que había en el trayecto estaba como siempre cerrado, los arbustos de la explanada se lo agradecerían. Así él se lo creía, aunque los servidores públicos de la ley, no, razón por la cual en varias ocasiones fue multado.

Aquel día era martes y, por tanto, sus estudiantes lo estarían esperando. Sin lugar a duda, Jimmy hubiese pactado con cualquiera, incluido el diablo, en quien naturalmente no creía, que le hubiese dado la posibilidad de cambiar de día de la semana. «Estos bicharracos solo piensan en el día que acaben la maldita carrera y puedan conseguir lo que han estado soñando desde que entraron por la puñetera puerta de la universidad, el Mercedes descapotable S Cabrio, por $200.000», se decía mientras caminaba y miraba cómo estaban de desgastadas las puntas de sus viejos zapatos. «Inútiles de mierda, todos, absolutamente todos piensan que al acabar su especialidad médica los espera un obsceno salario y con él, la vida fácil, el lujo, el reconocimiento social, en fin, todo aquello en lo que me meo». Se sentía como un animal en extinción, viviendo dentro de un zoológico gobernado por una especie inadaptada y sociópata. Cuando hablaba en sus aburridas clases de lo que él llamaba vocación médica, implicación en causas justas, el ir siempre a contracorriente, pensar y cuestionar todo, sus estudiantes sonreían y, por respeto, lo dejaban hablar y lo ignoraban. Aunque notaba el sarcasmo en las miradas de todos, cada día, durante el trayecto por la explanada se decía: «Venga vamos tío, adelante, alguno se comprometerá. En estos cinco años no he conseguido que ninguno venga a trabajar conmigo, ¿pero por qué no lo voy a conseguir este año?». Casi mil estudiantes habían pasado por sus manos durante los últimos cinco años. Era muy difícil para Jimmy poder mantener la ilusión viva, pero año tras año lo intentaba, aunque últimamente la desmotivación le estaba ganando la partida.

La indignación que sentía al pensar en sus estudiantes le impedía respirar con normalidad mientras pensaba en voz alta y buscaba un arbusto para vaciar el contenido tóxico de su vejiga. Pero, perfectamente adiestrado por sus antecedentes delictivos, miró a su alrededor para comprobar que no había ningún policía o servidor público del parque, estaba a final de mes y apenas tenía dinero para pagar la comida, por lo que debía ser un poco más cuidadoso con las multas por orinar donde no debía. Buscó un árbol que estuviese lo suficientemente escondido y pudiese camuflar adecuadamente su gran envergadura. A su metro noventa de altura y sus anchos hombros se le unía una desordenada cabellera rubia que le cubría todo el cuello hasta los hombros y le daba un aspecto de autentico vikingo, si no hubiese sido por un evidente mal gusto para el vestir y combinar los colores, todos hubiesen coincidido en que era un Adonis. Pero el cuerpo de Jimmy era como un acordeón, sometido a continuos cambios de volumen por culpa de sus idas y venidas con el peso ideal. El aspecto que tenía aquella mañana era francamente lamentable, no se le ocurrió mejor idea que ponerse lo primero que encontró en su destartalado armario, los pantalones eran de una talla del todo inapropiada para el momento en el que se encontraba, pues había empezado una dieta que empezaba a ponerse de moda por aquel entonces y que se basaba en ayunar al menos doce horas al día y eso, además de adelgazar, le fue muy bien para equilibrar los gastos de su maltrecha economía doméstica. Definitivamente la dieta fue muy eficaz y en solo tres meses había perdido más de doce kilogramos. Para que no se le cayesen los pantalones tuvo que ajustar con fuerza el cinturón hasta el último agujero, pero aquel cinturón era demasiado grande por lo que buscó entre los muchos que tenía, otro que se adecuará mejor a las circunstancias metabólicas del momento. Debido a lo apretado que tenía que llevar el cinturón, el pantalón formaba unas desagradables bolsas que le daban un aspecto realmente deplorable. Todo hubiese sido subsanable si hubiera vestido una camisa y una chaqueta apropiada, pero lejos de ello, no se le ocurrió mejor idea que la de combinar aquellos desgraciados pantalones con una camisa de cuadros tipo leñador y un viejo abrigo de color azul que sin lugar a duda hubiesen sido una delicia para cualquier vagabundo de la ciudad.

Al poco rato, casi en el borde del rio, divisó un árbol que estaba escondido por una espesa maleza de arbustos y helechos que podría serle útil para sus necesidades. La amargura de sus pensamientos y, sobre todo, la cantidad de vino barato que su organismo estaba transformado en orina desde hacía varias horas, le impidieron ver como a sus espaldas un grupo de patos estaba dirigiéndose hacia el río. El primer ejemplar, un macho de cabeza verde con grandes manchas marrones, iba marcando el camino. Detrás, iban cinco pequeñas crías en una línea casi perfecta y la formación acababa con una orgullosa hembra amarronada controlando la prole. Pasaron por detrás de Jimmy mostrando su desprecio por el desvergonzado meón. Sin hacer apenas ruido, fueron entrando en el río para alejarse lentamente en busca de los rayos del sol. Como siempre, el desengaño y la desmoralización le pasaban factura a Jimmy, y lo que era peor, le impedían disfrutar de los bellos instantes que, de tanto en tanto, le ofrecía la vida.

A mediados de julio del 2003 la Universidad de Massachusetts organizó un simposio internacional dentro del Programa de Sustentabilidad y Conversación sobre la Biodiversidad. De entre las conferencias, una que destacaba por lo polémica sería impartida por el Dr. James Andersen del MIT. El título de la conferencia era claramente provocativo: El expolio de la biodiversidad por las biofarmacéuticas y sus implicaciones económico-sanitarias en las sociedades del hemisferio sur . El grado de antipatía por parte de las empresas biofarmacéuticas del área de Boston y Cambridge fue patente y ejercieron toda la presión que pudieron para que el controvertido doctor no diese aquella conferencia. Sin embargo, todas las organizaciones ecologistas de Boston y Cambridge estaban fascinadas y expectantes por lo que representaba que un prestigioso investigador del MIT se atreviese a hablar con tal nivel de sinceridad, que pusiera en jaque a las poderosas biofarmacéuticas. Esto fue lo que le pasó a Helen, una antropóloga argentina de treinta y cinco años que trabajaba en Nueva York para una organización no gubernamental implicada en programas para el desarrollo sostenible de América Latina y que, al ver el título de la conferencia, no se lo pensó dos veces, cogió el tren y se fue a Boston. Aquel día en el auditorio de la Universidad de Massachusetts, la «petisa, morocha y rebelde» Helen, como la llamaban sus amigos por su pequeña estatura de apenas metro cincuenta y seis, su hermosa cabellera negra y su carácter intrépido, quedó fascinada al ver por primera vez a ese doctor con aspecto despistado, mal vestido y de verbo apasionado que no tenía ningún problema en decir verdades como templos aunque la audiencia fuese claramente hostil a su mensaje.

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