Frank Pedreno - ARN, El Fruto Prohibido

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El ARN, el hermano menor de la genética, nos ha llevado a reformular la teoría del origen de la vida y ha conseguido desplazar del pedestal al arrogante ADN, produciendo un cambio de paradigma en el campo de las ciencias biomédicas y la evolución de las especies.
A principios de 2020, la pandemia COVID-19 atacó a la humanidad causando millones de muertos. En un alarde tecnológico sin precedentes y en tan solo 12 meses, los científicos crearon vacunas basadas en la tecnología del ARN mensajero y el resultado es espectacular, se están salvando millones de vidas. El ARN ya es parte de nuestro día a día.
¿Pero qué pasaría si el ARN fuese el fruto prohibido del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal?
¿Podemos manipular la genética a nuestro antojo? ¿O tendremos que pagar muy cara la osadía de comer ese fruto?
ARN, El Fruto Prohibido es una novela escrita en tres partes que plantea un enigma de verosimilitud desconcertante, en el que los Homo sapiens ya no están solos. Existe una nueva especie entre nosotros, mucho más inteligente y que sería la responsable del sorprendente desarrollo tecnológico de los últimos 400 años.
Esta primera parte describe un futuro distópico, prácticamente inmediato, en un Boston poblado de personajes entrañables que rescatan la valentía y la amistad, y de otros que son arrastrados por la envidia y el dogmatismo religioso. La vida cotidiana se entrelaza con los descubrimientos genéticos que están cambiando nuestra historia y la novela va convirtiéndose en un thriller que mantiene en todo momento un fuerte contenido científico.
Frank Pedreno acompaña al lector en la comprensión de temas de gran actualidad mientras se desarrolla una trama poliédrica donde intervienen diversos actores del mundo de la religión, la política, las biofarmacéuticas y los grandes institutos de investigación.
Entre todos llevarán al lector a transitar por el peligroso camino que nos conducirá hacia el nuevo paradigma de nuestra evolución.

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ARN, el fruto prohibido

Primera parte

Frank Pedreno

Querida Alisha,

De todas las equivocaciones que he cometido en mi vida, la que más lamento es no haber cumplido la promesa que te hice. No voy a buscar excusas, fui el único culpable de que no pudieras publicar el resultado de tu brillante trabajo. No te pido que me perdones, solo que algún día comprendas por qué pasó.

Este cuento lo he escrito recordando las charlas que tuvimos en aquel pequeño despacho del MIT.

James Andersen, Cambridge, MA, marzo de 2024.

Cueva de Gorham(Gibraltar, Península Ibérica) 28.000 a.e.c.

El miedo y las lágrimas mezcladas con saliva apenas le dejaban respirar y el llanto entrecortado competía con el oscuro silencio de la cueva. Tumbado boca arriba, sentía con fuerza los latidos de su corazón y su atormentada cabeza le hacía, una y otra vez, la misma pregunta, «¿por qué?»

Lentamente, extendió la mano hacia lo que aún quedaba de la cara de Ella para apartar con delicadeza la tierra que ocultaba sus ojos. El profundo dolor se hizo insoportable al ver su desesperada y desnuda mirada, la que expresaba el terrible sufrimiento de sus últimos instantes de vida. Entre el amasijo de huesos, carne desgarrada y vísceras expuestas, pudo identificar la mano de su pequeño, que agarraba con fuerza la flauta de fémur de oso que Ella le había hecho. No podía dejar de llorar al pensar que la tierna carne de su hijito había sido un manjar exquisito para los malditos dientes de sable.

El intenso olor de la masacre se había adueñado de la cueva y fue en ese instante cuando adquirió plena conciencia de que los había perdido para siempre. Un escalofrío le recorrió la espalda y expulsó un grito desgarrador que rompió el amargo silencio. Intentó ponerse de pie para caer de nuevo al suelo de rodillas y postrarse ante ellos, tan solo quería acariciarlos, pero una violenta arcada lo obligó a incorporarse y vomitar. Desesperado, no dejaba de preguntarse cómo habían podido encontrar la entrada de la cueva. Salió a la luz del día desorientado y, tambaleándose, descendió como pudo por el sendero que llevaba hasta la pequeña cala. Al llegar, se desplomó sobre el suelo. Las lágrimas le anegaban los ojos, pero no le impidieron ver el hueso que sobresalía de la arena. Torpemente lo desenterró y vio que era la quijada de un animal muerto hacía mucho tiempo en la que apenas había restos de carne, pero, al ver que tenía un poco de sangre fresca, volvió a sentir el frío por la espalda y el gusto ácido del miedo le quemó la boca. Como pudo, se incorporó y volvió a la cueva sosteniendo con la mano la maldita quijada ensangrentada, mientras tanto, en lo alto del peñasco que dominaba la cala, seis hombres delgados, altos y de larga melena desgreñada, lo observaban en silencio.

***

Seis años habían pasado desde que decidieron huir juntos hacia las lejanas tierras del sur para buscar un lugar donde vivir. Aunque ninguno de los dos lo sabía con certeza, cuando huyeron, Ella debía tener unos trece años y El , no más de quince. El viaje duró muchas lunas hasta que encontraron el que sería su hogar, una pequeña cueva con la entrada apenas visible en un abrupto acantilado, desde el cual se divisaba una gran extensión de agua que jamás habían visto antes, el mar. Entre los matorrales que ocultaban la entrada, se abría un sendero angosto que se bifurcaba hacia adentro de los espesos pastizales. Hacia el norte, una pronunciada cuesta llevaba a la cima de un peñasco de piedra caliza, rodeado a medias por una pequeña llanura que debió haber sido verde, pero que ahora estaba cubierta de una fina capa de hielo. Hacia el sur, un suave desnivel conducía a una pequeña cala de arena blanca y aguas cristalinas, repleta de moluscos y crustáceos que les garantizarían el sustento.

Cuando llegó el primer verano, Ella estaba embarazada y, aunque lo ignoraba, se había convertido en el último miembro de su especie, porque los dos machos con los que había convivido desde su nacimiento habían sido, por fin, cazados y sacrificados por los salvajes depredadores.

Aún era oscuro cuando El estaba preparando los utensilios para salir a cazar, pero aquel aciago día, rompiendo la costumbre, Ella y su pequeño no lo acompañarían. Al salir el sol subió a lo alto del peñasco donde permaneció inmóvil y en silencio hasta divisar alguna presa que cazar. Al cabo de poco tiempo vio una manada de jabalíes en la que el ultimo ejemplar apenas podía seguir el ritmo rápido del grupo. Emitió un gruñido de satisfacción y decidió emprender la persecución. A medida que avanzaba, el gran peñasco iba empequeñeciéndose, pero no se preocupó porque sabía que Ella cuidaría de su pequeño camuflando perfectamente la cueva para que ningún depredador los encontrarse. Pero se equivocó.

Arcy-sur-Cure

(Francia) 28 000 a.e.c.

Aquel invierno estaba siendo muy duro. Las lenguas de hielo cubrían por completo lo que habían sido verdes praderas, y la falta de alimentos era cada vez más acuciante. A pesar de las adversas condiciones meteorológicas, de los reiterados ataques de los grandes depredadores y de la carencia de alimentos, los de su especie siempre habían resultado vencedores en la lucha por la supervivencia. Las razones de este éxito se basaban en sus portentosas cualidades físicas que, durante cientos de miles de años, les habían permitido adaptarse a los distintos medios en los que tuvieron que habitar. Tenían todos la nariz grande y achatada y un gran olfato que les permitía percibir a distancia el olor de cualquier depredador. La poderosa mandíbula desprovista de mentón había resultado ser una herramienta muy eficaz para inmovilizar a sus presas y los grandes dientes aumentaban su notable capacidad defensiva. El aspecto ceñudo del entrecejo prominente mejoraba sin duda la visión focalizada y el cuerpo achaparrado, con anchas caderas y robustas piernas, los hacía torpes para la carrera, pero, por el contrario, los dotaba de gran resistencia para la marcha en las largas distancias. Por lo demás, todos hacían de todo y no existían entre ellos funciones asignadas para los machos o para las hembras, así había sido desde el origen y así debía continuar siéndolo por siempre.

Hacía un tiempo que habían empezado a sentirse amenazados por un peligro del que intentaban huir por cualquier medio. Un nuevo adversario se había instalado en el valle, al pie de las grandes montañas, y los acechaba cada vez más de cerca. Cuando los depredadores llegaron por primera vez solían traer comida, abalorios y extraños utensilios, y siempre venían en grupos formados por varios machos que aprovechaban para copular con las hembras de la manada. La madre de Ella fue forzada en varias ocasiones por varios de ellos ante la ingenua mirada de los machos de su grupo, hasta quedar preñada. Ella era una cría nacida de esas aviesas y cada vez más frecuentes visitas.

Cuando nació, aunque tenía rasgos físicos similares a los del resto de las hembras de su grupo, se hizo evidente que algo era diferente. Su nariz seguía siendo grande pero no estaba achatada y su entrecejo no era ceñudo. Su cabello, sin embargo, era rojizo como el de todos, y su tez era clara y pecosa, con abultados mofletes. Tenía, sin lugar a duda, un aire muy especial. Como todas las hembras de la manada, era de cuerpo robusto, pechos voluminosos y vientre abultado que solía decorar con pigmentos negros obtenidos de plantas que solo ella conocía. Sin embargo, lo que de verdad la hacía sentirse especial y diferente, era su pequeño mentón, casi insignificante, pero para ella muy hermoso. El resto de las hembras no lo tenía.

Al cabo de poco tiempo los depredadores dejaron de venir con comida o regalos sino con armas y empezaron a cazar sin piedad a los de su grupo para después sacrificarlos en extraños rituales. Todas las estrategias de defensa que les habían sido tan útiles durante milenios no les sirvieron de nada ante estos nuevos y feroces adversarios.

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