Víctor De la Vega - El islote de los desechos

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Una historia desconocida en la II Guerra Mundial
Durante la II Guerra Mundial se cometieron atrocidades en contra de la humanidad. La historia que tienes entre tus manos está basada en hechos reales. Entre sus páginas encontrarás la lucha por la supervivencia de una familia judía, pero también descubrirás lo que se escondía en el islote de los desechos, lugar donde los alemanes abandonaban a su suerte a las víctimas de los abominables experimentos llevados a cabo por los científicos de Hitler.
Oculto entre la maleza del islote, un espía inglés unirá fuerzas con otros condenados para alcanzar la libertad.

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A pesar de los ruegos encarecidos de las familias, nadie hizo nada por detener tan monstruosa acción.

Los que por casualidad pasaban por el lugar se hacían los desentendidos y solo atinaban a mirar para otro lado como si nada pasara.

Después de este acto sádico, algunos soldados arrojaron muebles y otras pertenencias de la familia por la ventana hacia la calle. Al mismo tiempo, cual aves de rapiña, saqueaban toda cosa de valor que encontraban en las viviendas. Burlonamente destruyeron cuanto pudieron. Minutos después arrodillaron a todos los miembros de estas familias en la calle, desnudos totalmente, nueve personas en total: niños, mujeres, hombres y un anciano.

Temblando por el intenso frío a la intemperie y avergonzados por estar en esa condición, fueron obligados a golpes a arrodillarse con las manos detrás de la cabeza, al tiempo que los soldados les gritaban todo tipo de improperios y reclamos por haber desarrollado sus negocios y vidas entre la sociedad alemana, les humillaron de la forma más cruel que encontraron. Después de «divertirse» un poco, como lo gritaban los militares, descargaron sus armas contra estas almas indefensas.

Los cadáveres quedaron expuestos por el resto del día, tirados como animales a mitad del camino, hasta el atardecer, cuando un carretón impulsado por caballos y conducido por dos hombres pasaba levantando todos los cuerpos de los desventurados que habían sido asesinados en esa jornada. Dos hombres con rostro sombrío y mirada helada como la temperatura se daban a esta tarea macabra como si fueran la misma personificación de la muerte.

Pasaron muchos días antes de que Elizabeth pudiera dormir un poco, después de tan terrible espectáculo seguía siendo torturada emocionalmente.

Al punto de la locura lloraba sin cesar por la conducta vergonzosa de sus conciudadanos, la angustia la consumía lentamente, los días le parecían eternos y las noches interminables, la desesperación le carcomía el alma.

Cuando acudía en busca de información acerca de su marido, siempre le decían que su esposo se había unido a un grupo de intelectuales que ayudaban a Hitler como consejeros en estrategias de ataque e invasión. Que él estaba concentrado en un centro de operaciones junto con personas muy importantes, y por tanto ella debía colaborar, junto con las damas de las altas esferas, en delatar a cualquiera que hiciera comentarios negativos contra el Estado.

Por lo menos, para ella fue un gran alivio saber que su esposo estaba vivo, aunque siempre dudó que yo estuviera apoyando una causa que nunca aprobé, pues conocía bien mis ideas y convicciones.

Los oficiales de las SS, al recibir la negativa de ella a cooperar, la acusaron de proteger a los enemigos. Así que un día muy temprano llegaron hasta su apartamento, lo pusieron todo patas arriba y rompieron cuanto pudieron, vociferando toda clase de maldiciones contra ella y mis padres.

Mi padre era un hombre muy nacionalista, pero también era muy humanitario, le dolía el sufrimiento ajeno. Por un lado, apoyaba los planes de Hitler, pero, por otro, le molestaba el trato que estaban recibiendo una gran variedad de personas en diversos países por parte de los ejércitos alemanes.

Mi madre no se inmiscuía en cuestiones políticas ni militares, siempre tomó una postura neutral, pero en las conversaciones familiares sobre el tema muchas veces guardó silencio para no contrariar a su marido y hacía como que lo apoyaba para no entrar en discusiones, era una mujer muy sumisa y temerosa.

Los militares ordenaron a todos sus conocidos que no les brindaran ninguna clase de ayuda, ni siquiera cuando estuviera a punto de parir. Entonces se complicó más la tarea de conseguir alimentos y combustible, les cortaron los suministros básicos.

La situación no podía ser peor, la familia llegó a estar en condición de fugitivos en su propio país.

Fue gracias a las buenas amistades que tenía mi padre como pudieron salir adelante, ya que a costa de su propia vida le suministraban clandestinamente alimentos y medicamentos que de vez en cuando eran necesarios.

Dadas las condiciones de extrema presión y la carencia continua de productos básicos, mi madre enfermó y su decadencia física se aceleró. Como siempre, tanto Elizabeth como mi padre hicieron todos los esfuerzos posibles por ayudar en su recuperación, consiguieron todos los medicamentos recomendados por el doctor que les atendía, pero nada de lo que hicieron funcionó, fue tan grave su debilidad que murió en pocas semanas.

Fue un entierro miserable. Con el dolor de la pérdida sobre sus espaldas, mi padre tuvo que fabricar él mismo un ataúd con pedazos de madera que recolectó en diferentes lugares, incluso tuvo que desarmar un mueble familiar para terminarlo. Después lo llevó con mucha dificultad hasta el cementerio, pues los soldados prohibieron a todos que les ayudaran por considerarlo un traidor.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, lo subió sobre un viejo carretón que tuvo que reparar, ya que también estaba inutilizable. Llegando hasta el lugar, se dio a la tarea de cavar el hoyo para la sepultura. Solo Elizabeth y él estuvieron allí, soportando sobre sus maltrechos cuerpos la fría llovizna que hacía más pesado el lamentable ambiente.

De pie al lado de la tumba, abrazados como dos huérfanos en medio del desierto, derramaron lágrimas de dolor, de ansiedad, renegando muy en su interior por estar viviendo situaciones tan lastimosas.

Los dos lloraron de impotencia y coraje, la realidad que les tocó vivir les hizo repudiar un sistema que estaba destruyendo las vidas de millones de personas.

—Es tarde ―dijo Lola interrumpiendo el relato―. Debo revisar un material para mañana y no tengo mucho tiempo. Además, he de hablar con Raúl sobre nosotros. Si nos disculpáis, me gustaría retirarme.

Los hombres quedaron sorprendidos por lo repentino del comentario, pero respetaron las palabras de la chica.

—Está bien ―dijo Mathew―, tal vez en otra ocasión podáis escuchar la historia.

—Si queréis, nos vemos aquí mañana ―dijo Raúl incorporándose―. Yo estaré algunos días y me encantará escuchar más.

—No se diga más ―dijo Kwan, quien no paró de tocar la pierna de Lola con el consentimiento de ella―. Aquí estaremos a las siete como cada día. Será un placer esperaros y pasar un buen rato.

—Vamos por mi equipaje ―dijo Raúl a su novia―, lo dejé encargado en un hotel aquí cerca por si debiera quedarme ahí.

—Bien, vamos ―respondió ella.

Los cuatro caballeros se pusieron de pie para despedir a la pareja, que agradeciendo todo se encaminaron a la salida.

—No les doy ni tres días juntos ―dijo sarcástico Kwan sonriendo con malicia.

—No digas eso ―replicó Andrew―. Hacen una bonita pareja.

—Hagamos una apuesta ―retó Kwan a sus amigos―: si ellos aguantan más de tres días como pareja, yo pago la cuenta de nuestro consumo por una semana; pero, si no lo hacen, cada uno de vosotros pagaréis una semana de consumo. ¿Os parece?

—No sé por qué haces esto ―dijo Ethan―, pero yo acepto la apuesta.

—Aceptamos ―dijeron los otros.

Kwan sabía de qué hablaba, y por su experiencia dedujo con certeza que Lola estaba en Londres para sacar partido no solo de la editorial, sino también de su editor, que, deslumbrado por el físico de la chica, la apoyaría a cambio de tener su cuerpo, cosa muy probable a juicio del coreano, dados los momentos en que la estuvo acariciando sin que ella se inmutara. Tenía una buena carta y estaba seguro de que ganaría la apuesta.

Apostaba porque intuía que ella no dejaría pasar esa oportunidad para llegar hasta donde quisiera, no dejaría que su novio interfiriera en sus planes, aunque eso supusiera hacerlo sufrir. En su opinión, ella tenía todo para ganar una buena posición en el mundo literario; y era egoísta, porque utilizaría cualquier cosa para triunfar, se dejaría la piel, su propia alma, no estaba dispuesta a fracasar en ese momento.

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