Comencé a recorrer el lugar y me encaminé hacia la parte trasera. Antes de llegar hasta la esquina de la edificación, escuché voces incoherentes y gruñidos, así que me apegué al muro. Con cautela, me asomé al borde y casi me dio un infarto al observar otro grupo de «desechos» más activo.
Como aves carroñeras, unos cuatro individuos y una mujer arrancaban pedazos de carne a un cuerpo tirado al centro de ellos. Parecían una manada de hienas hambrientas. Emitiendo gemidos salvajes, se empujaban unos a otros para conseguir trozos de la presa putrefacta y se llevaban las manos llenas de tejidos y materia a sus bocas ansiosas.
Se aferraban a la vida a costa de violar toda forma de conciencia humana, pero si su mente era animal era gracias a otros seres que actuaron peor que los más salvajes depredadores.
A unos metros detrás de la edificación había una fosa que despedía un humo ya moribundo. Me acerqué para ver como contenía restos humanos calcinados, algunos huesos parciales asomaban en los costados del fuego.
Permanecí allí parado, pegado al muro para no ser descubierto, con los ojos desorbitados por tan miserable cuadro.
Entonces comprendí la bajeza, la parte oscura, la parte más aberrante del ser humano, que en su cobarde afán de progreso llevó a otros a caer en condiciones tan lastimeras como las de este grupo de personas.
Estaba tan concentrado viendo a los caníbales que no me di cuenta de que detrás de mí había un hombre de pie observándome fijamente. Llegó en silencio. Cuando percibí la presencia del individuo, me giré y me dio un susto tan grande que casi pego un brinco.
—Hola, me llamo Mathew ―dije nervioso.
Pero el espectro no respondió en absoluto, se movió con lentitud y siguió su camino, no gesticuló ni un músculo de su cara.
Caminaba con mucha dificultad, su brazo derecho lo tenía mutilado y traía un número tatuado en su hombro, además de una cicatriz desde la altura de la barbilla hasta el ombligo.
«¿Los tendrán drogados? ―pensé―. Tengo que ser fuerte. Dios, dame fuerzas, esto se puede poner peor, tengo que aguantar».
Trataba de darme ánimo porque las energías comenzaban a faltarme.
—¡El rinoceronte, el rinoceronte! ¡Corran todos, corran!
Uno de los hombres que comían del cuerpo tirado se despegó del grupo y comenzó a correr y a gritar despavorido, con las manos en alto y gestos de espanto, pero nadie se movió un centímetro. El hombre pasó justo a mi lado con la cara llena de residuos humanos, mas no se detuvo, corrió hasta perderse en el otro extremo de las ruinas.
Con el aliento desgastado, comprendí que era necesario buscar un lugar para refugiarme antes de que el día terminara. No sabía con exactitud cuánta violencia podría haber en los desechos, y más al ver a algunos consumir carne humana.
Regresé al frente de la edificación y recorrí uno a uno los cuartos. Todos los que vi tenían restos de cadáveres, algunos más estaban ocupados por personas que, ya sin fuerzas, yacían en el suelo como esperando dar esa última bocanada de aire antes de morir, hasta que casi al final encontré uno que solo tenía tierra y basura, pero nada que no pudiera limpiarse, aunque de repente los olores se agudizaban en el ambiente.
Me di a la tarea de limpiar ese cuarto. Salí en busca de algo que me sirviera de herramienta y me quedé parado a la entrada observando con atención cada sección. Clavé la mirada en el bosque que estaba en todo un costado del islote. Me encaminé hasta allá con lentitud, los dolores musculares me acosaban a todo tiempo. Cuando comencé a buscar, encontré entre las ramas caídas y las hojas de los árboles un viejo pedazo de lata metálica que serviría de pala para limpiar el suelo del cuartucho.
Junté pedazos de madera vieja, palos gruesos y delgados para proteger la entrada en caso de que algún intruso quisiera acceder sin permiso. Me moví rápido, limpié lo mejor que pude. Encontré pedazos de alambre oxidado que sirvieron para armar una puerta provisional con la que resguardarme del frío y otros elementos nocturnos. Para mi fortuna, no había ningún cuerpo tan cerca de mi lugar que incomodara, los olores se sentían dependiendo de la dirección del viento.
Con las fuerzas al límite, me desplomé en el suelo, soportando los molestos grilletes que me empezaban a causar dolor en las muñecas. No alcanzaba a comprender todavía qué estaba pasando a mi alrededor.
Apoyado en el muro, comencé a dormitar. Por segundos perdía el conocimiento y al abrir los ojos imaginaba un mal sueño la realidad, pero pronto entendía mi error.
Volvía a dormitar, despertaba, volvía a dormitar, despertaba, el tiempo pasaba tan tan tan lento.
De reojo y con extrema curiosidad, observé a mis nuevos compañeros. Lo mismo: caminaban, venían, iban, como robots esqueléticos controlados invisiblemente por un amo malvado.
Apoyado al lado de la entrada, fui sacado de mi cavilación por una mujer que, con ropas tan desgastadas que su cuerpo maltrecho mostraba por completo su deteriorada fisonomía, salió riendo a carcajadas, risas que sonaban con tal energía que cualquier cómico las envidiaría en su presentación.
Pero reía sin motivo aparente. De pronto se giró al verme.
—¡Ahí está! ―Corrió gritando a donde yo estaba.
Me asusté al ver aquel rostro con expresiones incomprensibles.
Para mi alivio, la mujer pasó de largo y paró unos metros después de mí, hablando incoherencias, pero en perfecto alemán, igual que el hombre del rinoceronte.
Hablaba con un ser imaginario, tanto era así que regresó llorando y dando gritos de lamento del mismo sitio de donde salió.
«Los desechos, eso es ―pensé―, los desechos de sus experimentos. Eso es lo que hay aquí. Por eso el oficial pidió un certificado para mí de deficiencia mental, me enviaron al vertedero humano».
En el crepúsculo, me di cuenta de que me enfrentaría a una noche muy cruel, una noche muy fría. La temperatura comenzó a descender rápidamente. Estaba preocupado por la falta de alimentos y las infecciones que pudiera contraer en el lugar. Fue entonces cuando escuché el motor de la lancha que hacía ronda por el islote. Alcancé a ver a los dos uniformados que observaban con atención al pasar lentamente por allí.
El bote dio dos vueltas alrededor muy despacio y después desapareció tal como llegara. Comencé entonces a preparar los palos y otras maderas que me servirían de barricada de protección en caso de que algún desecho representara alguna amenaza en aquel olvidado lugar.
Por la falta de alimentos y por el esfuerzo realizado al armar la improvisada puerta, mi cuerpo sudoroso daba prueba de que mis fuerzas estaban terminando. También sentía el viento frío que recorría mi rostro y movía mi pelo liso caprichosamente.
Cayó la noche y como pude me acomodé en un rincón del lastimoso refugio. Poco a poco los huesos se me fueron enfriando y dieron paso a dolores agudos en las muñecas, que estaban ya sangrando por el roce y el esfuerzo de tanto movimiento que hiciera durante el día. Aun así sostenía en las manos un palo como protección, que no dudaría en usar en caso necesario.
El viento húmedo y helado empezó a filtrarse por entre las rendijas, así que busqué otro rincón más conveniente para esquivar el frío todo lo posible. Me acomodé, pero sin quitar la vista de la entrada, sabía que algunos personajes seguían caminando afuera, oía sus pasos, los gruñidos de otros, como si nunca durmieran. Y así, poco a poco me venció el cansancio, hasta que me quedé profundamente dormido. Yo estaba tan aislado en el sueño, como los demás lo estaban de la realidad que vivían, que de pronto tuve la sensación de estar en algún teatro de Berlín, deleitándome con una hermosa melodía interpretada por una voz femenina extraordinaria.
Читать дальше