Víctor De la Vega - El islote de los desechos

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Una historia desconocida en la II Guerra Mundial
Durante la II Guerra Mundial se cometieron atrocidades en contra de la humanidad. La historia que tienes entre tus manos está basada en hechos reales. Entre sus páginas encontrarás la lucha por la supervivencia de una familia judía, pero también descubrirás lo que se escondía en el islote de los desechos, lugar donde los alemanes abandonaban a su suerte a las víctimas de los abominables experimentos llevados a cabo por los científicos de Hitler.
Oculto entre la maleza del islote, un espía inglés unirá fuerzas con otros condenados para alcanzar la libertad.

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A lo lejos, en el centro del lago observé un manchón verde, que sin duda se trataba de un islote.

Terminada la conversación de los guardias y el cigarrillo, me entregaron a los del bote, que me sentaron de un empujón instándome a permanecer quieto y sin dar problemas.

—¡Que se divierta, señor Meller! ―me gritaron los anteriores custodios mientras retrocedían para tomar el camino andado con anterioridad, palabras burlescas que sonaron a sentencia y olvido.

Consternado, observé como la lancha despegaba del pequeño muelle en dirección recta al islote. La brisa acarició mi cara y movía mi pelo lacio con una sensación engañosa de armonía y paz en su entorno.

Todo parecía tan tranquilo en aquel lugar, no había bombas, ni granadas, ni ruido de metralletas, ni gente corriendo y gritando, y eso comenzó a preocuparme. En ese momento comprendí que un castigo alemán no podía ser tan benévolo, había algo siniestro en el ambiente, algo que no veía aún, pero lo sentía.

A medida que la lancha se desplazaba por las tranquilas aguas del lago y se acercaba cada vez más a su destino, a lo lejos percibí como el islote se iba agrandando. Visualicé algunas construcciones antiguas, como un refugio abandonado.

Efectivamente, era un edificio viejo y en desuso. A lo lejos me di cuenta de que había personas caminando.

—Si me disculpan un momento, caballeros... —dijo Mathew levantándose de su asiento―. Debo ir al baño, esta vejiga me mata.

Caminando un tanto tambaleante por el alcohol en su sangre y los años que ya le pesaban, se dirigió al fondo del establecimiento para hacer sus necesidades.

—Y bien —preguntó curioso Kwan a Raúl, aprovechando la pausa en el relato―, ¿cuánto tiempo estarás en Londres?

—Lo suficiente ―respondió el español― para arreglar mi situación con Lola.

—Pero ¿es qué las cosas no están bien? ―inquisitivo insistió el coreano.

—Déjalo en paz ―dijo Ethan.

—No, está bien ―replicó Raúl, que se sentía extrañamente cómodo junto a aquellos viejos bonachones―. Lo que pasa es que llevamos dos años de relación y pocas veces nos habíamos separado ―contaba el hombre joven―. Y ahora Lola lleva dos meses aquí y me dice que piensa quedarse porque la editorial le está ofreciendo un buen contrato y un excelente programa de lanzamiento para sus obras.

»Sin embargo, veo que cada día nos estamos distanciando más y más. Al principio hablábamos todos los días y a cada momento, ahora siempre tiene algún pretexto. O está ocupada, o está en entrevista con su editor, o está escribiendo. Al parecer ya estoy en segundo plano, o tal vez ni eso, pero por eso he venido hasta aquí, para aclarar las cosas.

Los hombres se miraron discretamente entre ellos, de inmediato se dieron cuenta de que aquello ya no iba a funcionar.

—Te diré algo... ―dijo Andrew―. No quisiera entrometerme en tus asuntos, muchacho, pero, así como lo cuentas, creo que mejor te vas despidiendo de tu novia.

—Lo tengo asimilado, señores ―respondió el joven―, pero si vine hasta aquí es porque no me gusta dejar las cosas en el aire, me gusta dejar las cosas muy claras y que no haya duda de que no me interesé por sacar esto adelante.

—Haces muy bien, hijo ―respondió Andrew en tono paternal―, y, si hay algo que podamos hacer nosotros, cuenta con nuestra ayuda incondicional.

—Lo tendré en cuenta ―dijo Raúl―. Son ustedes muy agradables.

—Lo que pasa ―habló Kwan― es que no nos conoces bien.

—Habla por ti ―dijo Ethan soltando una carcajada.

—¿Y ya tienes donde quedarte? ―preguntó Andrew.

—Sí ―respondió nuevamente Raúl―. Lola pasará por mí y me quedaré en su apartamento. Quedamos de vernos aquí, así que la conocerán cuando llegue.

—Muy bien ―dijo Kwan―, será un placer. Y, por favor, tutéanos.

—¿Me he perdido algo? ―dijo Mathew al acercarse a la mesa.

—Un poco ―dijo Andrew―. Estábamos hablando con nuestro joven amigo de su novia.

—Pero no es nada importante ―dijo Raúl―. Mejor sigue contando esa historia tan interesante, me gusta saber de primera persona lo que ocurrió en aquellos días tan terribles de nuestra historia.

—Muy bien ―dijo Mathew complacido―, pero primero brindemos nuevamente por nuestro encuentro.

Se sirvieron otro trago, levantaron sus vasos y brindaron por la amistad.

El bullicio del lugar no amainaba, persistía el buen ambiente en el lugar mientras Mathew continuaba con su historia.

CAPÍTULO 2

Domingo, 19 enero de 1941

El bote empezó a disminuir la velocidad se acercó lentamente hasta un - фото 2

El bote empezó a disminuir la velocidad, se acercó lentamente hasta un destartalado muelle de madera podrida que apenas se mantenía a flote. Allí me ordenó uno de los guardias que bajara rápidamente.

―¡Bienvenido a casa! ―dijo el otro soldado.

Cuando puse el pie en el muelle y mientras trataba de estabilizarme, sentí un fuerte empujón que me hizo trastabillar. Perdiendo el equilibrio, fui a caer en las heladas aguas del lago. Los guardias soltaron a reír burlonamente mientras aceleraban el motor de golpe para retirarse del lugar.

Yo esperaba que los guardias bajaran conmigo, pero no lo hicieron. Ante mi mirada desconcertante se alejaron sin decir nada más.

Con las manos inhabilitadas por los grilletes y empapado de agua, empecé a caminar cuesta arriba por el terreno empinado. Esperaba ver a más guardias, pero nadie se me acercó. Seguí caminando, mas no hubo comitiva de recibimiento.

Percibí un olor nauseabundo, comprendí que aquella aparente tranquilidad estaba rodeada de muerte. No era médico, jamás había sentido algo tan repugnante, pero me di cuenta de inmediato de que había cadáveres en algún lugar.

Cuando finalmente alcancé la explanada del islote, observé restos humanos a los dos costados, en estado muy avanzado de descomposición. Con gesto repulsivo, inclusive vi a los gusanos moverse en los cuerpos que yacían en el suelo.

Más allá de este macabro espectáculo y cerca de la edificación, lentamente se movían otras personas, pero parecían zombis, nadie hablaba. Me acerqué caminando cada vez más despacio, mi fortaleza se derrumbó como edificio dinamitado. Al verlos de cerca, exclamé:

—¡No, Dios, por favor, no, esto debe ser una pesadilla!

Las personas habían sido alteradas aterradoramente, con rostros desfigurados y miembros mutilados. En sus maltrechos cuerpos se exhibían cirugías mal tratadas, algunos presentaban hasta la falta del cuero cabelludo. Parecían seres sacados de los lugares más terroríficos del imaginario humano, inventos de una mente enferma y diabólica.

Me di cuenta de que a nadie le importó mi presencia. Unos iban, otros venían, todos con la mirada fija en algo y nada a la vez, la mayoría con ropas sucias y malolientes, algunos hombres con barba sucia y descuidada, mujeres con rasgos de desnutrición tan avanzada que un viento las podría arrastrar muy lejos.

Pero nadie se fijó en mí, nadie me habló. Otros más permanecían sentados apoyados en las paredes de la larga construcción, tan débiles que solo en poco tiempo morirían, ya no había fuerzas para levantarse. Y ¿para qué? Nada los podría salvar ya de su irremediable deceso.

En ese momento olvidé por completo el dolor de mi cuerpo. Lo que estaba viendo no fue nada agradable a mis ojos, a mis sentidos, la condición de las personas ahí era lastimera. Aquel islote que en la lejanía parecía tan tranquilo era en realidad el mismo infierno.

La construcción tenía cuartuchos viejos uno al lado del otro, y con una sola entrada cada cuarto, pero sin puerta que los protegiera. Yo estaba de frente a ellos, conté uno a uno, terminé en el número 18. Era tan vieja la construcción que tras de ella se levantaba un montón de tierra y en este algún que otro árbol se erguía sobre el techo de las ruinas. Era como si el suelo se la quisiera tragar.

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