Víctor De la Vega - El islote de los desechos

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Una historia desconocida en la II Guerra Mundial
Durante la II Guerra Mundial se cometieron atrocidades en contra de la humanidad. La historia que tienes entre tus manos está basada en hechos reales. Entre sus páginas encontrarás la lucha por la supervivencia de una familia judía, pero también descubrirás lo que se escondía en el islote de los desechos, lugar donde los alemanes abandonaban a su suerte a las víctimas de los abominables experimentos llevados a cabo por los científicos de Hitler.
Oculto entre la maleza del islote, un espía inglés unirá fuerzas con otros condenados para alcanzar la libertad.

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Desde mi posición me puse de pie y con un poco de indecisión grité:

—¡Hola, amigo! ¿Podemos hablar?

El hombre se volvió totalmente sorprendido y sin titubear respondió:

—¡Lárgate de aquí, no eres bienvenido!

Instantáneamente y con rapidez entró a la cueva, mientras yo con mucha cautela me acerqué al refugio.

El hombre regresó empuñando un palo en su mano izquierda y un cuchillo en su mano derecha.

—Te digo que te largues, no quiero golpearte.

—¿Golpearías a un hombre que no se puede defender?

—Si es necesario, lo haré. Lárgate.

—Por favor, escúchame, soy un prisionero más en este lugar, no he hablado con nadie, hay gente enferma por todos lados. Por favor, escúchame.

—¿Cómo sé que no eres un maldito espía de los soldados?

—Escucha, me llamo Mathew. Si fuera espía, no te hubiera hablado. He escuchado la conversación que has tenido con el hombre del bote. Además, observa mi brazo: tengo un número tatuado que me hicieron cuando me tomaron prisionero. Llevo estos molestos grilletes que han hecho sangrar mis manos, yo no estoy aquí por voluntad propia. Soy alemán y por no colaborar con el Gobierno me trajeron a este lugar. Necesito hablar con personas cuerdas, me estoy muriendo de hambre y de frío. Créeme, mira mi cuerpo golpeado, ¿acaso parezco un maldito espía?

—No lo sé, los soldados son capaces de hacer cualquier cosa con tal de engañar a sus víctimas.

—Entonces ―le dije con tono desafiante―, tendrás que matarme, porque descubrí tu escondite y también sé que tienes un contacto que te provee información y probablemente víveres.

—¡Si eso es lo que quieres, entonces lo haré! ―gritó el hombre mientras caminaba decidido hacia mí.

Cuando estuvimos frente a frente, me arrodillé.

—Golpéame con el palo o entiérrame el cuchillo en el corazón, no me defenderé. Si quieres matarme, hazlo, yo no soy un criminal, jamás le he hecho daño a nadie y, si tengo que morir ahora, estoy en tus manos, adelante.

El hombre estaba confundido, y más al ver mi rostro erguido y que hablaba con mucha seguridad.

—¡Si no eres un espía, entonces, ¿quién diablos eres?

—Ya te dije, soy un prisionero más.

—¿Por qué estás aquí?

Me levanté, pero siempre mirando fijamente a los ojos del hombre que tosía nerviosamente y siempre con una actitud agresiva.

Entonces comencé a relatarle desde el principio, cuando fui enviado a Austria y cómo me detuvieron, encarcelaron, golpearon, amenazaron, etcétera, hasta ese mismo momento.

Pasamos un largo rato sentados en el suelo arenoso apoyando las espaldas sobre una roca.

Yo había terminado mi relato cuando se volvió a escuchar en la lejanía el motor de otro bote.

—Corramos a la cueva —dijo el hombre apresurándose a su guarida mientras yo lo seguía con un poco de dificultad—. Quédate ahí ―me dijo apuntando con el dedo a un sector de la cueva mientras él observaba los movimientos del bote que lentamente se movía sobre las aguas. Los soldados hacían su ronda programada―. Casi nos pillan, estos malditos pasan dos veces diarias, excepto los domingos, ese día pasan solo una vez.

—¿Y por qué te escondes si ellos te trajeron aquí? ―pregunté sorprendido.

—Prefiero que piensen que estoy muerto ―respondió sin más comentarios.

—¿Cómo te llamas? ―pregunté.

—Me llamo John, John Horner.

—Bueno, gracias por protegerme, John.

—No te estoy protegiendo a ti, me estoy protegiendo yo.

Sin hacer caso del comentario, le dije:

—¿Tienes alguna herramienta que me pueda librar de estos grilletes?

—No estoy muy seguro de si deba quitártelos.

—Vamos, John, deja de desconfiar. Además, estoy muerto de hambre, ¿por qué no compartes algo de tu alimento conmigo? No te arrepentirás, veo que estás enfermo y necesitas a alguien que te ayude.

—Puedo cuidarme solo, lo he hecho por muchos años, no necesito niñera.

John se encaminó al fondo de la cueva. De detrás de un montón de leña sacó un tarrito de atún, lo abrió y, junto con una pequeña cuchara, me lo ofreció, así como un trozo de pan del que recién recibiera del hombre del bote. Lo tomé con avidez y tragué con desesperación el contenido.

—No comas tan aprisa, te puedes ahogar —dijo John.

Mientras engullía, yo hacía caso omiso de la advertencia, pues hacía ya muchos días que no comía nada.

—Esta noche cocinaré algo rico ―dijo John―, pero no te quitaré los grilletes.

—Gracias de todas formas, agradezco tu gesto al darme de comer.

—¿Te dejaron algo más aparte de esas ropas malolientes que traes encima? ―volvió a preguntar John.

—No, es todo lo que tengo, solo junté unos viejos trozos de madera para protegerme de los enfermos por las noches, algunos están muy trastornados.

—Y todavía no has visto nada ―agregó John―, ya te mostraré quiénes son nuestros vecinos.

—Necesito descansar un poco ―le dije―. ¿Te molestaría si tomo este lugar de la cueva para sentarme un rato?

—No, no me molesta, solo trata de no crear problemas, hace mucho tiempo que estoy solo y no estoy dispuesto a cargar con los problemas de los demás.

—Gracias, John, y no te preocupes, te aseguro que trataré de ayudar lo más que pueda y molestar lo mínimo.

Me recosté en la pared rocosa. Estaba totalmente fatigado, pero ahora me sentía mucho más tranquilo. Tenía alimento, cobijo y un techo para protegerme del clima invernal. Me quedé profundamente dormido en cuestión de segundos, mientras John mantenía su mirada fija al exterior siempre con actitud vigilante.

Yo, como visitante inesperado, yacía tendido en el suelo, agotado por la falta de alimentos y las noches que pasara sin poder dormir. Él tenía que descansar igual, el peligro estaba en el ambiente, sin importar horario, había riesgos en todo momento. Sin pensarlo dos veces, se adentró al fondo de su escondite. Allí, en su rústica cama se acomodó. Dejó el cuchillo al alcance, no quería ninguna sorpresa. En pocos segundos dormía igual que yo.

Al siguiente día, viendo John que yo estaba sufriendo con los grilletes que me impusieran, se compadeció. De sus pertenencias sacó una ganzúa metálica, me llamó para que me acercara y me hizo extender las manos. Con habilidad, abrió las argollas y cayeron al suelo. Por supuesto, yo estaba jubiloso y agradecía sin parar este gesto.

Prometí ayudar en todo lo que hiciera falta para el bienestar de mi protector.

John me ordenó que fuera a pescar, tendrían que intercambiar los peces por insumos con Edwin, que, arriesgándose también, los mantenía con vida.

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