Víctor De la Vega - El islote de los desechos

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Una historia desconocida en la II Guerra Mundial
Durante la II Guerra Mundial se cometieron atrocidades en contra de la humanidad. La historia que tienes entre tus manos está basada en hechos reales. Entre sus páginas encontrarás la lucha por la supervivencia de una familia judía, pero también descubrirás lo que se escondía en el islote de los desechos, lugar donde los alemanes abandonaban a su suerte a las víctimas de los abominables experimentos llevados a cabo por los científicos de Hitler.
Oculto entre la maleza del islote, un espía inglés unirá fuerzas con otros condenados para alcanzar la libertad.

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Mathew le contó cómo se forjó esa amistad que los unía y la pérdida reciente de su amigo. Raúl, interesado en la conversación, hacía preguntas cada vez más profundas y bien pensadas. Fue entonces cuando Mathew decidió contarle la parte más difícil de sus vidas.

Todos tomaban whisky, así que pidieron a Olga que les trajera una botella y hielo. Se sirvieron otro trago más esa tarde de verano, donde el bullicio de la gente en el interior del pub reflejaba el ánimo de los ahí presentes: risas escandalosas, conversaciones animadas, miradas de complicidad, etcétera.

Tomaron un trago más y entonces Mathew, presionado por el grupo, comenzó con su relato remontándose muchos años atrás.

—Me casé con Elizabeth un domingo 18 de junio de 1939, en Berlín, justo antes de comenzar la guerra y poco tiempo después de que Eugenio Pacelli se convirtiera en el papa Pío XII. Ella quedó embarazada en julio de 1940. Fue en ese mismo año cuando Mussolini apoyó a Hitler en su invasión a Polonia, ocurrida el 1 de septiembre de 1939, y a Francia, el 14 de junio del año en curso. Para entonces vivíamos en un edificio de apartamentos en Berlín. Yo, como ingeniero mecánico, trabajaba en una empresa metalúrgica, y estaba totalmente en contra de la guerra. No aprobaba los proyectos de Hitler ni sus ideales, no me gustaba el trato que estaba dando al resto de las personas que no eran afines a sus paradigmas de raza.

Todos tomaron sus mejores posiciones para oír con atención aquel relato que ya habían escuchado con antelación, pero siempre salían nuevos detalles que Mathew había omitido por olvido las veces anteriores. Raúl, que sí desconocía la historia, miraba fijamente al viejo, que, respirando hondo, se aprestaba a soltar lo que fuera su experiencia de vida. Mathew continuaba.

Y eso fue lo que me metió en problemas, mis convicciones me costaron más de cuatro años cautivo en un lugar realmente denigrante para cualquier ser humano. Después de pasar la Navidad de 1940 y Año Nuevo de 1941 en un ambiente hostil en la ciudad, ya que algunos sacerdotes católicos eran asesinados por no apoyar con sus sermones dominicales las acciones del Gobierno, el lunes 13 de enero fui enviado a Austria por la compañía para cerrar un negocio que nos dejaría buenas ganancias. Sin embargo, ya no regresé a casa. Se suponía que solo estaría fuera por una semana, pero no fue así.

Elizabeth buscó ayuda por todos lados. Primero acudió a la empresa, mi superior no supo dar explicaciones, tampoco sabía qué había pasado conmigo, según él. Después buscó información en la policía, en los hospitales, recorrió Berlín tratando de encontrar alguna pista sobre mi paradero, le pidió ayuda a un amigo nuestro que estaba alistado en el Ejército para que por favor investigara cualquier cosa que indicara qué me había sucedido, pero nadie le dio información sobre mi situación. Pasaron los días lentos y angustiantes para ella y para mis padres, después las semanas, los meses y finalmente algunos años.

Fue un periodo turbulento y doloroso tanto para ella como para mí, las cosas se desarrollaron de una manera muy inesperada para todos. Sabíamos que el ambiente no era prometedor, pero también era cierto que no estábamos preparados para lo que se nos venía encima.

A finales de marzo de 1941 nació mi hijo. Para entonces la guerra cumplía ya veinte meses, y los yugoslavos se rendían ante los alemanes por el fiero ataque que sufriera su capital, Belgrado. Mi esposa estaba muy preocupada temiendo que el bebé fuera a nacer con problemas debido a tanta angustia, incertidumbre y dolor, pero afortunadamente todo salió bien.

Para ella no fue fácil vivir en una ciudad donde se respiraba odio, discriminación, peleas, abusos, asesinatos y violaciones en contra de judíos, gitanos, testigos de Jehová y otras personas que eran ya consideradas como indeseables para la sociedad alemana de aquellos días. La mentalidad de la mayoría de los ciudadanos era apoyar al régimen nazi. Con razón o sin ella, esperaban que Hitler cumpliera su promesa de convertir al país en el mejor del mundo.

También hay que decir que hubo muchos clérigos que lo apoyaron. Dadas las circunstancias del país, con cientos de miles de soldados luchando por su patria, era obligación asistir a la iglesia si querías mantener la paz con tu familia y vecinos, pues allí se hacían largas plegarias por ellos y se bendecían sus armas, ya que los consideraban sus héroes.

Era tu obligación moral y patriótica apoyarlos sin reservas; si no, te veían como un traidor. Las consecuencias de esto eran que te despojaban de todo lo que poseías y podían aniquilar a tu familia completa. Elizabeth tuvo que seguirles el juego para proteger a nuestro hijo, ya que no había muchas opciones.

Bueno, el jueves 16 de enero de 1941 salí de las oficinas centrales de la empresa Metal Works de Viena con rumbo al hotel. Recogería mi equipaje y saldría hacia el aeropuerto para regresar a casa, sin embargo, a la mitad del trayecto fui interceptado por un vehículo. Cuatro sujetos con uniforme militar y con actitud procaz me trasladaron hasta su cuartel. No me explicaron absolutamente nada, me encerraron en una oficina por un buen rato hasta que llegara su jefe, quien me aclararía lo que estaba pasando. Después de unas dos horas de espera, llegó un alto mando militar y me insultó sin saber yo qué estaba pasando. Con un poco de temor, me atreví a preguntar qué era lo que había hecho. El tipo me informó de que yo estaba siendo detenido por órdenes del Gobierno alemán, porque me negué a tramitar la transferencia de armamento austriaco hacia mi país utilizando el nombre de la empresa para la cual trabajaba. Me dijo que mis jefes habían dado la autorización para hacer este movimiento. El problema fue que a mí no me informaron de nada. De todas maneras, le dije que yo no iba a colaborar con ellos en esta acción, que la empresa podía mandar a otra persona para hacer los trámites, yo no quería involucrarme de ninguna forma en el asesinato de personas. Eso bastó para que me trasladaran hasta la frontera con Alemania en calidad de traidor. Allí me entregaron a una patrulla alemana custodiada por dos motociclistas que me introdujeron en mi país de nueva cuenta para llevarme hasta lo que servía de cuartel para ellos.

Los custodios no solo me lanzaron miradas de desprecio, sino que aprovecharon para insultarme y conducirme a empujones, además de descargar algunos golpes en mi cuerpo y cara.

Tan pronto como subí al auto me forzaron a tomar un par de píldoras que me hicieron perder el conocimiento. No supe por cuánto tiempo estuvimos viajando sino hasta varios días después, cuando escuché por casualidad una charla donde mencionaron que me drogaron para no ocasionar problemas en el trayecto de unas siete horas.

Me desperté tirado en una habitación oscura, sin ventilación ni ventanas para ver el exterior. Ya me habían despojado de mis pertenencias personales, no tenía conmigo el viejo reloj que heredara de mi padre ni tampoco mi billetera con mis documentos. Pasaron algunas horas y llegó un guardia a por mí. Cuando salí de ese cuarto oscuro y frío mi cuerpo estaba adolorido por los golpes recibidos. Me di cuenta de que estaba en lo que era un cuartel improvisado. Se trataba de una vieja casa particular, sin muebles en sus habitaciones y espacios. Al fondo, en el cuarto más grande, al centro de este, un oficial sentado en su silla y con los pies estirados sobre el escritorio fumaba una pipa y miraba como distraído por la ventana lateral.

—Así que usted es Mathew Meller, ¿no? —preguntó con sarcasmo.

—Sí, señor, soy yo —contesté con tranquilidad.

Como tenía mis convicciones bien arraigadas, no le temía. Tal vez el oficial percibió mi actitud y por eso se enfureció, dando un puñetazo sobre la mesa.

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