Víctor De la Vega - El islote de los desechos

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Una historia desconocida en la II Guerra Mundial
Durante la II Guerra Mundial se cometieron atrocidades en contra de la humanidad. La historia que tienes entre tus manos está basada en hechos reales. Entre sus páginas encontrarás la lucha por la supervivencia de una familia judía, pero también descubrirás lo que se escondía en el islote de los desechos, lugar donde los alemanes abandonaban a su suerte a las víctimas de los abominables experimentos llevados a cabo por los científicos de Hitler.
Oculto entre la maleza del islote, un espía inglés unirá fuerzas con otros condenados para alcanzar la libertad.

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—¿Acaso no se da cuenta de los problemas que nos ha causado por mantenerse con su terquedad? Si no quiere perder a su familia y pretende volver a verlos, tiene que firmar estos documentos.

Me percaté de que era el contrato para introducir el armamento desde el país vecino utilizando los servicios de la empresa para la que trabajaba. Lo observé con detenimiento, miré al oficial y le dije:

—¿Por qué se empeñan en utilizarme a mí? ¿Por qué no lo hace el dueño o envía a otra persona si hay gente con puestos de mayor responsabilidad que el mío? Además, ustedes como Gobierno tienen todos los medios para traer esa mercancía hasta acá y sin trabas. Lo siento, oficial, no firmaré, no quiero ser parte de esto, no quiero llevar en mi conciencia la muerte de miles de personas por el resto de mi vida. Aunque solo sea una firma, no lo haré.

—Piénselo o su familia sufrirá las consecuencias.

Yo conocía la crueldad de la milicia alemana, sabía que no me dejarían en paz. Al final de cuentas, de todas formas mi familia ya estaba sufriendo, si firmaba o no, sería acosado constantemente.

—Quiero hablar con mi jefe.

—Eso ya no es posible, usted no está en condiciones de negociar nada. O firma, o lo encerramos —respondió el oficial, que ahora me daba la espalda de pie frente a la ventana y mirando al exterior.

Yo sabía muy bien que si no firmaba me iban a hacer desaparecer. Además tenía la preocupación de mi esposa, que ya para entonces contaba con seis meses de embarazo y su parto sería un riesgo al saber que su esposo estaba desaparecido. No muy convencido, tomé la pluma que estaba al lado de los documentos y firmé. Dejé la estilográfica en su lugar.

―Ya está ―dije resignado.

El militar no se giró para mirarme, permaneció de pie sin dirigirme la palabra.

—¡Guardia! —gritó el oficial. Un uniformado asomó rápidamente por la ajada puerta de madera de la vieja casona―. ¡Que venga el doctor!

Presentándose en la sala minutos después y con un saludo reverente, se paró frente a su superior un hombre con lentes redondos y flacucho que portaba una carpeta.

—Quiero, doctor, que extienda un certificado de deficiencia mental a nombre de Mathew Meller, al instante.

—¿Qué significa esto? —pregunté confundido―. Acabo de firmar los documentos, usted prometió que me dejaría en libertad si yo accedía a eso y lo acabo de hacer.

El hombre tomó los papeles y los guardó en el cajón de su escritorio mientras su rostro reflejaba una sonrisa malévola y cobarde.

—Eso significa —contestó el hombre con cierto placer― que será enviado a un lugar especial, ya que no me permiten matarle ahora, pero ya veremos más tarde.

Mientras, el médico nerviosamente llenaba un formulario. Lo firmó, estampó un sello y lo entregó al oficial. Acto seguido, salió de la sala sin pronunciar una sola palabra.

—¡Guardias! ―volvió a llamar el hombre, y dio instrucciones―: Por la mañana lo lleváis con los desechos y lo dejáis allí.

A pesar de los reclamos, no logré nada. Me condujeron a empujones hasta una celda.

«Los desechos ―pensé―. ¿Me irán a matar? ¡No! Él dijo que no podía hacerlo ahora. Bueno, que Dios se acuerde de mí».

Antes de encerrarme de nuevo, me llevaron a otro cuarto donde me pusieron dos grilletes en las manos, además de tatuarme un número en el brazo izquierdo.

De allí me devolvieron al cuarto que serviría de calabozo por esa noche, no había cama, todas mis pertenencias me fueron incautadas por los oficiales, no había baño. Estaba oscureciendo, tenía un gran vacío en el estómago, comencé a darme cuenta de que tenía hambre. Mis pensamientos viajaron hasta Berlín.

«¿Cómo estarán Elizabeth y mis padres?», reflexionaba bajo las sombras y el frío de la soledad.

Acurrucado en una esquina del cuarto helado y con el cansancio a mis espaldas, decidí dormir para olvidar un poco las ganas de probar bocado. Bajo aquellas circunstancias cualquier cosa podía pasar, pero era optimista y esperaba volver a ver a mi familia pronto.

Entre pensamientos y reflexiones me quedé dormido, pero al cabo de poco rato desperté por las bajas temperaturas que calaban hasta los huesos. Me apretujé contra la esquina del cuarto lo mejor que pude para calentarme, pero era imposible no sentir frío bajo esas condiciones, solo llevaba encima una ligera chaqueta que no me habían quitado. Haciendo grandes esfuerzos, logré coger el sueño nuevamente.

Así, despertando a cada rato, pasó la noche, siempre tratando de acomodarme para que mi cuerpo se calentara. No había ruidos en el exterior, no sabía la ubicación exacta, muchas cosas me estaban ya desconcertando.

La mañana llegó sin que me diera cuenta, el guardia abrió la puerta bruscamente.

Observé sobresaltado como el guardia me propinaba un puntapié en una pierna para que me levantara. Lo hice con la mente un poco confundida y, sin dar tiempo a que reaccionara, a empujones me subieron a un coche. Sin decir una sola palabra emprendieron la marcha con rumbo desconocido.

Estaba sentado en el asiento trasero del vehículo, los dolores musculares me atormentaban por la posición tan incómoda en la que pasé toda la noche y los golpes recibidos que me habían marcado la piel.

La mañana era gélida, los guardias echaban vapor blanco por sus bocas como si fueran toros bravos de corral. Todo estaba cubierto de mucha neblina y había poca visibilidad en el camino solitario por el que viajábamos, recordaba a una película de terror.

Al paso de dos o tres horas, la temperatura fue mejorando, el sol calentó un poco y en el costado derecho se dejaban ver pequeñas colinas con grandes y preciosos árboles. Pasamos por una humilde aldea, pero no detuvieron la marcha, las personas del lugar parecían despreocupadas de lo que ocurría a su alrededor. Un reducido mercado en la calle principal: quesos, pan, carne... Pareciera un poblado de otra época.

Entonces me di cuenta de que me sería muy difícil volver a ver a mi familia, los métodos de tortura de los soldados eran ya conocidos por mí. Fijé la vista en los alimentos del mercadillo, volví a sentir hambre, pero ese era el menor de los problemas ahora.

Un mar de ideas pasaban por mi mente, deducía mil cosas, pero al final las conclusiones no me parecían tan lógicas y solo me resignaba a mi suerte.

Retomaron el camino rural. Después de un rato, de entre la espesura del bosque se visualizó una gran finca, vieja pero bien construida, un amplio portón de hierro y dos guardias al interior custodiando el acceso. Cuando vieron el vehículo oficial se apresuraron a dejar la entrada libre abriendo de par en par la antigua verja.

Me bajaron bruscamente y nos dirigimos al interior del recinto. Escuché con atención, y sin derecho a replicar, como estos soldados presentaban con todo detalle el informe al oficial en turno sobre la situación y mi negativa a colaborar con el Gobierno.

El oficial a cargo me miró con la vista llena de odio e hizo una mueca de desagrado. Con los documentos en mano que recibiera de sus subalternos, se acercó con paso firme hasta donde yo estaba, me miró fijamente y, sin decir nada, descargó una violenta bofetada sobre mi rostro ocasionando una masiva hemorragia desde la nariz. No pude hacer gran cosa, trataba de limpiarme con las manos, pero no me era fácil por los grilletes de hierro que impedían la movilidad. Erguido y en silencio, observé al oficial con firmeza retándolo con la mirada. El hombre ordenó que me trasladaran inmediatamente a la zona de reclusión.

Sin demora, me tomaron dos nuevos guardias y emprendieron el viaje por otro camino rural sombreado por los árboles apostados a lo largo del sendero.

Pocos kilómetros más adelante, se topaban de frente con un gran lago. Llegaron directo a un embarcadero, donde los esperaba una pequeña lancha de motor. Me bajaron como era ya su costumbre, a empujones e insultos, mientras hacían bromas a costa de mi persona. Intercambiaron palabras con los guardias de la embarcación y se fumaron un cigarrillo mientras yo esperaba de pie a un lado.

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