José María Gentil - La historia de Pájaro y el niño que no crecía

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La historia de Pájaro y el niño que no crecía: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Pájaro, un joven auditor en Madrid, da un vuelco de ciento ochenta grados cuando un día regresa a casa y comprueba que su novia lo ha abandonado dejando únicamente una carta de despedida que él no quiere leer. Este suceso coincide con un encuentro casual en una librería con una animosa chica que tiene el pelo de color azul. Llevado por los acontecimientos, decide dejar su vida para encaminarse a un lugar que aún no conoce, en la sierra de Huelva, en busca de un lobo que se le aparece en sueños y que, él cree, posee la clave de su identidad desvanecida. «La historia de Pájaro y el niño que no crecía» es un periplo existencial revestido de un onirismo tangible, denso y próximo que posee el eco inconfundible de los relatos de Haruki Murakami.

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—¿Por qué? —dijo con un tono de decepción.

—Bueno, la historia es lo que no termina de engancharme. A mí me da un poco igual todo eso de los asesinatos y la mafia y cosas así. Los que sí me han encantado son los personajes, aunque me enfadaban un poco.

—¿Te enfadaban?

—Sí, eso de que Livia y Montalbano siempre están medio peleados, y la señora de la limpieza, que no me acuerdo como se llama, pero que cuando llega la novia se va. Ofú, qué estrés, me acababa cabreando —dijo riéndose—. Pero Catarella, ese sí que es un fenómeno.

—Es el mejor. Yo no me puedo parar de reír cuando sale.

—Las ocurrencias son buenas, la verdad. He leído que este Camilleri empezó a publicar muy tarde.

—Sí, la serie del comisario la empezó con casi setenta años. Qué pena. Cuánto más podría haber dado si hubiera empezado antes. Murió con más de noventa, todavía tuvo tiempo de sacar muchos, pero al final sobre todo escribía relatos, y en ellos no profundiza tanto, para mi gusto. Pero es que le debía ser muy difícil, ya estaba ciego.

—¿En serio?

—Sí. Los dictaba a la señora que lo cuidaba.

—Como Borges —dijo ella. A él le sonaba también el nombre, incluso más que el de Bioy Casares, pero tampoco había leído nada suyo que recordase—. Se quedó ciego muy pronto. Él decía que la ceguera progresiva no era una gran tragedia, sino que más bien se parecía a un lento atardecer de verano. —A Pájaro le impactó la comparación—. Al final de su vida tenía que dictar los cuentos a su mujer, y cada vez eran más cortos, a menudo no pasaban de simples reflexiones, pero seguían siendo igualmente buenos, o eso me parece a mí.

No tuvo duda, por detalles de su expresión, por el brillo de sus enormes ojos marrones, que era cierto que se lo parecía. Lula tenía clara la pregunta:

—Bueno, ¿y el tuyo?

—A mí sí que me ha gustado —reconoció él—. A lo mejor me da por leer más de este tío. Ahora te cuento, porque se va a quemar el pato —se rio—, no es que me esté escapando.

Sirvieron la cena afuera, en la mesa de madera de teca que ya estaba en el ático cuando llegaron, desvencijada, y que había restaurado una mañana de domingo de invierno con la ayuda de Lucía. Los platos, cada uno con su muslo y un acompañamiento de patatas y cebollitas, le parecieron dignos de restaurante, y sintió un legítimo orgullo. Sirvió el vino que había traído ella en vasos chatos, porque no tenía copas más apropiadas. Estaba bueno.

—Esto también me gustó de Montalbano —dijo Lula, mirando la cena—. Cómo se pone el tío. Que si salmonetes, que si sepia…, no para.

—Sí. Es una de las identidades de sus novelas, también, lo de la gastronomía.

Comenzaron a comerlo. Él pensó, al primer bocado, algo vanidosamente, que había quedado en su punto, con la piel tostada y la carne jugosa. Ella lo corroboró:

—Oye, esto está buenísimo. Parece que te gusta la cocina, ¿eh? Pero bueno, venga, que además de las felicitaciones, me ibas a contar del que yo te presté. No huyas. —No huía. Posiblemente era inútil huir de ella, pensó.

—Vale, vale, te cuento. Reconozco que me han encantado. Esos argumentos fantásticos estaban muy trabajados, no parece que se les pueda encontrar un «pero». El último fue el que más, el que da nombre a la recopilación, «El Héroe de las Mujeres». Me impresionó un personaje que siempre va apuntando los sueños, pero luego no sabe lo que ha soñado y lo que es verdad.

—Es que los sueños son increíbles —dijo ella—. Creo que fue lo que más disfruté de lo que estudié en la carrera. Por ejemplo, hoy he soñado una cosa rarísima. ¿Quieres que te la cuente?

—Va, cuéntamela.

—Pues que estaba en una estación de autobús, pero no era una estación moderna, sino que más bien parecía una de esas que aparecen en las películas de época, como de Harry Potter o algo así. Llevaba la maleta porque tenía que montarme en uno, pero de pronto también llevaba un edredón en la otra mano, arrastrándolo por el suelo como si me hubiera olvidado de dejarlo en casa antes de salir. Era un poco embarazoso. Yo lo tiraba a la papelera, disimuladamente, pero, al rato, tenía otro en el bolsillo, superpequeño. También lo abandonaba. Luego iba a comprar el billete, no recuerdo para qué sitio, y me daban un boleto pequeñito, y el cambio en muchas monedas, y también un edredón diminuto, como una miniatura. Entonces me desperté.

—Qué divertido.

—No, qué dices, no lo fue para nada. Era un poco agobiante. ¿Y tú te acuerdas de lo que has soñado hoy?

Pájaro lo sabía perfectamente. Le costó un poco decirlo, porque constató en ese instante que no se lo había contado nunca a nadie, ni siquiera a Lucía. Tampoco en ese momento entendió el porqué. No lo tenía oculto, pero la fuerza de la costumbre lo había convertido de algún modo en un secreto que ahora iba a desvelar.

—Sí me acuerdo. Es un sueño que se me repite desde hace muchos años. Cambian las historias, pero siempre aparece un lobo. Anoche lo soñé otra vez. ¿Crees que significa algo?

—¿Por qué lo iba a creer? ¿Porque sea psicóloga?

Él se vio un poco desarmado por la pregunta; de repente su comentario le pareció una estupidez.

—Sí, lo decía por eso —insistió aun así mientras se llevaba a la boca la última pieza de verdura.

—No creo que los sueños signifiquen nada. Son solo travesuras de nuestra mente. No es que veas un lobo en el sueño y te produzca miedo; no te va pasar nada porque lo encuentres. Es al revés, como sientes miedo, tu cerebro crea un lobo.

Le había dicho esas palabras con una sencillez pasmosa, y de pronto le había dejado intrigado. ¿Era así? ¿Tenía miedo? Trató de buscar ocasiones en que hubiese sentido esa inquietud en la vida real, y recordó algún día en casa en que sus padres no volvían de algún sitio a la hora que solían hacerlo y él se convencía de que habrían tenido un accidente de tráfico, o una vez que tuvo que entrar en quirófano y, aunque la operación no era más que una rutina, algo, el ambiente, tal vez la soledad en la camilla en que el enfermero le llevaba a la sala de anestesia, le hacía anticipar inevitablemente la posibilidad de que quizá fuera a morir en pocas horas. No recordaba esa sensación en muchas ocasiones más. ¿Era eso el lobo? Se preguntó instintivamente cuántas veces aún le quedaría respirar en el resto de su vida. Obviamente, era imposible saberlo. Quiso apartar el pensamiento cambiando de tema:

—¿Los que tú escribes también son así?

—A veces —le respondió ella—. Ya te dije que escribo cuentos muy diferentes. En ocasiones imito a Bioy, otras veces a otros más antiguos, a Henry James, a Oscar Wilde, a Poe, también a los más modernos, a Juan José Millás, por ejemplo, o a Bernardo Atxaga, que me impresionó un montón cuando lo descubrí. Todos me gustan, y cuando escribo como ellos, también encuentro cosas que me gustan, pero al final siento que no es mi propia voz. Es como si los estuviera plagiando. Me da miedo convertirme en recreacionista —dijo con un tono que revelaba cierta ironía.

—¿En qué? —preguntó él, que de pronto se sintió muy limitado intelectualmente a su lado. A algunos de los autores que había citado ni siquiera los conocía. Intentó fijar sus nombres en la memoria para buscar algo más sobre ellos en otro momento.

—Recreacionista —se rio ella—. Una gente bastante curiosa. No me acuerdo de los detalles, pero creo que ocurrió en El Salvador. Un señor ganó un concurso literario con un libro de relatos, y, al parecer, había algunos que eran copias de otros, por ejemplo, ahora me lo voy a inventar para poder contarlo, de «Ligeia», que lo escribió Poe. —Pájaro tampoco lo conocía—. Después ganó también un concurso de teatro, y en la obra algún concursante reconoció, qué se yo, un tercer acto de Shakespeare. El tipo fue condenado, pero tuvo seguidores, que se hicieron llamar recreacionistas. Sonaba todo bastante falso, porque la teoría no fue anterior a los plagios. Primero lo descubrieron y luego la divulgó, para justificarse. Aunque parezca increíble, la cosa creo que no acabó ahí. Unos años después, otro supuesto escritor trató de publicar un libro que se llamaba Recreacionismo recreado , con el mismo cuento de «Ligeia» de Poe, el tercer acto de Shakespeare, etcétera, arguyendo que no era un plagio, sino una especie de homenaje, dado que lo dejaba claro en el prólogo. No llegó a ir a juicio porque ninguna editorial se lo aceptó.

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