José María Gentil - La historia de Pájaro y el niño que no crecía

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La historia de Pájaro y el niño que no crecía: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida de Pájaro, un joven auditor en Madrid, da un vuelco de ciento ochenta grados cuando un día regresa a casa y comprueba que su novia lo ha abandonado dejando únicamente una carta de despedida que él no quiere leer. Este suceso coincide con un encuentro casual en una librería con una animosa chica que tiene el pelo de color azul. Llevado por los acontecimientos, decide dejar su vida para encaminarse a un lugar que aún no conoce, en la sierra de Huelva, en busca de un lobo que se le aparece en sueños y que, él cree, posee la clave de su identidad desvanecida. «La historia de Pájaro y el niño que no crecía» es un periplo existencial revestido de un onirismo tangible, denso y próximo que posee el eco inconfundible de los relatos de Haruki Murakami.

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Sin pedir permiso, mientras giraba para volver hacia su casa a un ritmo aún más fuerte, llegó a su cabeza Lula. Se acordó de una forma vertiginosamente rápida de una cascada de imágenes: la sonrisa que al principio tapaba el pelo azul en la librería, la burrata cayendo por los lados de la hamburguesa italiana, la cerveza en la terraza mientras se ponía el sol, el ingeniero buscando al tigre, el número indeterminado de respiraciones que había contemplado mientras ella dormía en el sofá, la tumba sobre los corales en una playa del Pacífico.

Solo entonces, y de golpe, se acordó de lo que había soñado la noche anterior. A primera hora no había sido capaz de ponerlo en pie y ahora en cambio lo veía nítidamente. Siguió corriendo mientras lo rememoraba: estaba en una habitación llena de estanterías que, de algún modo, le hacían sentir prisionero. Los libros almacenados estaban en blanco, o con algunas pocas frases carentes de sentido. Quería salir, pero no hallaba cómo. Al fin, tras un estante, daba con una puerta. Al otro lado había una habitación parecida y la sensación se repetía. Otra puerta le llevaba a otra habitación similar. La inquietud se iba incrementando de habitación en habitación, que por supuesto no acababan nunca.

No pudo evitar recordar la frase: «Es al revés, como sientes miedo, tu cerebro crea un lobo». Se preguntó qué debía haber sentido para que su cerebro hubiese creado un laberinto.

Cuando al fin llegó de nuevo a su edificio, se permitió agacharse y jadear un poco. Estaba agotado. Consultó la aplicación: ocho kilómetros y medio, cuarenta y cinco minutos. No estaba mal tras haberse dormido tarde con alguna cerveza, media botella de vino y una copa de Rives en el cuerpo.

Después de ducharse y desayunar (esta vez las tostadas no se le quemaron), abrió el primero de los libros que había comprado para el fin de semana. Había llegado al domingo sin iniciarlos, y se sentía un poco culpable. Comenzó con el de Michael Innes. Solo paró para comer un pequeño bocadillo de jamón york; era de lo poco que tenía en la nevera. A media tarde ya se había terminado la novela. Le pareció una buena historia: una mezcla inteligente de fragmentos y evocaciones de la obra de Shakespeare estaban bien aprovechados para componer una trama de misterio que transcurría durante una representación de Hamlet, tal como le había adelantado la sinopsis de la contraportada.

Aunque nunca había sido aficionado al teatro, en la adolescencia sí había leído Macbeth , y le había encantado. Se había dicho entonces que valdría la pena saber suficiente inglés para leerlo en versión original, porque muchos de los giros únicamente podía comprenderlos a través de las notas del traductor. Nunca logró ese nivel de inglés.

La afición a la lectura le venía de muy pequeño. Su madre era profesora de química en un instituto y su padre médico de familia, y desde siempre los recordaba a ambos con libros en las manos. Cuando en el colegio les mandaban como tareas para el verano lecturas infantiles en colecciones que se clasificaban por colores, él ya leía los clásicos de Verne, Salgari o Stevenson en ediciones íntegras, pues las adaptadas para niños enseguida le aburrían.

No había olvidado, por ejemplo, el día en que su padre llegó con un regalo por su cumpleaños: Robinson Crusoe , en un tomo de tapas azules oscuras.

—Yo lo leí por primera vez más o menos con tu edad —le dijo—. Ya casi no me acuerdo, cuando te lo termines me lo cuentas.

Y así lo hizo. Se lo acabó y luego pasó una tarde charlando con él sobre lo que le había parecido, sentados en una mecedora de madera que aún se mantenía en aquella casa, mientras su madre iba y venía de la cocina al salón y el olor de un bizcocho en el horno se extendía por las habitaciones. Le había impactado sobre todo aquella escena en que el protagonista pasea por la playa de su isla, una isla completamente deshabitada, y encuentra una huella humana en la arena, un símbolo que de pronto le previene del horror de que haya otras personas y de no saber sus intenciones. También él había sentido aquel horror al pensarlo.

Pájaro, más allá de su nombre, había tenido una infancia y adolescencia muy normal. Nunca fue el más popular del colegio ni tampoco uno de los marginados. No había sido un matón, pero jamás había ayudado a los que recibieron burlas de los compañeros, y alguna vez, por no quedar en evidencia, también había participado sin que le hubiese supuesto ningún remordimiento. Había sido siempre uno más; probó el alcohol más o menos a la vez que los demás, suspendía muy de cuando en cuando las matemáticas, lo besó una chica (una chica de la que había olvidado, curiosamente, todo excepto el número de teléfono, que nunca se atrevió a marcar) a la edad en que eso era lo normal, tuvo su primera experiencia sexual el mismo verano que sus amigos Ignacio y Salvador.

Recordaba aquello de forma feliz. De alguna forma, la mudanza a Madrid desde su Sevilla natal le había robado de golpe todas esas cosas, y su reacción había sido introducirlas en una vitrina donde contemplarlas con un cariño a veces hasta desmedido. Nunca había entendido por qué Lucía hablaba tan poco de su vida anterior, como si no tuviera raíces, como si no echara de menos el pasado.

Para él era como una herida, ciertamente una herida pequeña, ciertamente una herida cicatrizada, pero que al fin y al cabo existía, y su marca siempre iba a existir. Pájaro, lo sabía, en realidad estaba lleno de heridas del pasado.

Pensó que a Lula no le había contado nada de aquello. De hecho, ella tampoco había formulado muchas referencias al respecto, más allá de sus viajes después de acabar la carrera. En realidad, conocía muy poco de aquella chica; no sabía dónde vivía, ni si era de la ciudad o venía de otro sitio, ni cómo era su familia. Sintió que unos amigos no deberían ignorar esos asuntos, pero al mismo tiempo no supo calificar si ellos eran unos amigos o qué eran exactamente. Desde luego no eran lo que normalmente se denomina más que amigos, no había habido ninguna intención sexual, o eso había percibido él, salvo quizá ese momento en que de pronto le pareció que era guapa. Pero solo había sido un momento. Y sin embargo, al mismo tiempo, no pudo evitar preguntarse cómo hubiera sido besarla entonces.

No era infrecuente que, a medida que avanzaba la tarde del domingo, las ocupaciones del trabajo fueran llenando su cabeza como si conquistaran un territorio que, únicamente durante unas cuarenta y ocho horas, había sido libre. Casi sin darse cuenta comenzó a diseñar la hoja de cálculo que debía tener acabada a media mañana para recuperar lo que había dejado atrasado el viernes que había mentido para no ir a la oficina. Se lo debía a Luis, que no había querido indagar más sobre su falsa enfermedad y siempre se había portado con él como un buen jefe y compañero. Pero, por lo demás, sentía que simplemente no quería hacerlo. Entendió que en realidad no le gustaba ser auditor, y de entenderlo a odiarlo solo hubo unos cuantos pensamientos. Pensó que si continuaba así acabaría por odiarse a sí mismo.

Antes de hacer la cena empezó el libro de Montalbano. Tan hecho ya a los personajes, era en cierto modo una forma de reencontrarse con viejos amigos. Las ocurrencias de Catarella no tardaron en arrancarle una carcajada. Se recostó en el sofá y así estuvo tres horas seguidas. Solo al cerrarlo se percató de que en la última página había un papel. Era probablemente algo que Lula había utilizado como marcador y que se le había olvidado allí. Al sacarlo se dio cuenta de que era una fotografía.

Por el aspecto gastado parecía que tenía muchos años. El tono sepia predominaba haciendo que los colores tuvieran un aire melancólico. Al pie del tronco de un árbol grande había cuatro figuras humanas. Parecía una familia: el padre, con un bigote abundante, ponía el brazo izquierdo sobre los hombros de la mujer, abrazándola en un gesto que se veía de cariño. Ella era muy guapa, con una cara aniñada de rasgos finos y esbeltos, y el pelo castaño recogido con una diadema azul de flores. Los dos se reían. La mujer tenía un bebé en los brazos, que tenía cara de sorprendido. Agarrada al pantalón de pana de su padre estaba una niña de no más de cinco o seis años con unos ojos marrones que ya eran muy grandes, y la pequeña cicatriz, entonces más visible, junto al labio. Miraba fijamente a la cámara como con miedo. Por detrás, reconoció la letra ordenadita y esmerada con que le había dejado el teléfono y el agradecimiento. Estaba escrito: «El último día».

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