—¿Cuál quieres? —y le ofreció los tres. Ella escogió el de Camilleri. Él solo tenía una opción.
—Si te parece una locura, me lo puedes decir. A veces se me ocurren cosas un poco raras —dijo riéndose.
—Está bien. A mí también se me ocurren cosas raras de vez en cuando.
—A ver, cuéntame alguna.
De primeras le costó encontrar una, pero luego se arrancó.
—Pues, verás, un amigo mío estudió medicina. Y recuerdo que en primer curso le contaron que el cuerpo humano tiene doscientos seis huesos. Algunas veces me viene esa conversación a la cabeza, y todavía me pregunto por qué a los médicos les enseñarán eso. ¿Será para que sepan que si le sacan doscientos seis huesos a una persona se queda vacía?
—Me ganas —estableció sin dudar, mientras se partía de risa. Pájaro supo que era cierto, y se sintió un poco ridículo.
—¿Y cuándo hablaremos de los libros?
—Depende. ¿Vives por aquí?
—Sí. Justo enfrente.
—Yo también vivo muy cerca. Si quieres me invitas a cenar en tu casa mañana. Si no te parece demasiado atrevido.
Le pareció demasiado atrevido, pero aunque ella no hubiera estado de acuerdo, tampoco tenía nada que hacer. Y además, de algún modo no sentía que eso fuera una cita ni la conversación estaba teniendo nada de cortejo. En esos términos, tal vez sí se hubiese sentido algo incómodo, porque Lucía solo acababa de irse. Hizo un repaso mental de los ingredientes que tenía para cocinar al día siguiente.
—Acepto. Tenemos todo el día para leer.
—Todo el día para leer —repitió ella.
Los gin-tonics se habían terminado ya. La música del restaurante había ido subiendo de volumen poco a poco y ahora empezaba a llenarse de gente más arreglada que pedía en la barra licores y tímidamente comenzaba a bailar. Pagaron a medias.
Antes de despedirse, todavía Pájaro preguntó:
—Oye, una cosa. ¿Era verdad lo de las respiraciones o te lo inventaste?
Detrás del flequillo azul, sus ojos parpadearon dos veces.
—Claro que era verdad. Aún te quedan, aproximadamente, novecientas sesenta.
Y se dio la vuelta y se alejó por la acera.
El primer sábado de junio, Pájaro se despertó con una sensación de pesadez, ya avanzada la mañana. Había soñado, de nuevo, con un lobo.
Era algo recurrente desde que era un niño, y no era infrecuente que le dejase aquella imagen difusa acompañada siempre de una inexplicable inquietud, algo distinta a la de las pesadillas, quizá menos terrorífica, pero igualmente estremecedora.
Recordaba perfectamente la primera vez. Él paseaba por el campo acompañando a un pastor que recogía a un largo grupo de ovejas. No olvidaba, entre las muchas blancas, la negra que la tradición mantiene en los rebaños para ahuyentar los rayos de las tormentas. Les apremiaba, de algún modo que solo se puede entender en los sueños, la prisa. El sol se ponía por detrás del horizonte e inundaba el paisaje de unos colores que no podrían describirse ni dibujarse. El ganado balaba inquieto. Esa inquietud, intrínsecamente, también estaba en su corazón.
Cuando llegaban a un vallecito, el hombre le mostraba el cadáver de un becerro que se asomaba entre las matas de jara. Las blancas costillas, que ya se apreciaban entre los jirones de carne, se recortaban contra el verde de la hierba. Algunos buitres sobrevolaban la cruda escena y, cada vez que pasaban por encima de su cabeza, su sombra lo cubría todo como si fueran dragones mitológicos.
—Fue el lobo —decía quedamente el pastor señalando el esqueleto—. Hay que correr.
Todo se tornaba ansioso según avanzaban el paso, y a lo lejos, entre las cumbres, oía el primer aullido. Le gritaba algo al pastor, que iba al frente, y que no volvía la cara. Más carreras y más ansiedad. Las ovejas irrumpían a un galope desordenado, y, mientras, él seguía llamando a aquel hombre, en quien desesperadamente quería poner su confianza. De pronto este volvía el rostro y ya no era el mismo; era, de hecho, el propio lobo, con sus colmillos apenas mostrados entre los labios carnosos y los ojos color amarillo que él había visto en las ilustraciones de los libros. No había ovejas; no había encinas; no había cumbres, y entonces despertaba.
Después de aquella primera, había soñado con él muchas otras veces. Era en ocasiones el lobo elegante y estremecedor de las tundras esteparias, que luce el pelaje blanco como capas de armiño de los reyes antiguos, o el delgado y taimado de los bosques meridionales, que caza en manadas cansando a los corzos después de días de persecución, y que solo afrontan en solitario los cazadores valientes con perros bien adiestrados que los levantan de las manchas de los barrancos. O bien el rey de la montaña, que observa desde lo alto el ganado que se recoge en los cercados de los valles y al que solo los irreductibles mastines separan de la inevitable masacre.
Intentaba, de cuando en cuando, acercarse a él. Reconocía, por ciertos elementos comunes (la mano derecha paralizada, el apresurado latido del corazón, que no existe en la vida real, el modo en que una rápida mirada suministra no más información de la necesaria, la ausencia de relevancia en los personajes secundarios), que estaba en un sueño. Y probaba entonces a dominarlo, se decía: «voy a atrapar al lobo». Pero si conseguía llegar hasta él, siempre dificultosamente, al final todo se deshacía y no era más que un perro, o un gato, o más raramente, un hombre al que creía conocer.
Con el tiempo, esos sueños se habían integrado en su vida como se integra el ruido de la lluvia o el timbre del despertador. Aquella mañana, el tercer día de la fase de demolición, lo aceptó como uno más antes de levantarse de la cama y contemplar el sol radiante que entraba por el ventanal de la terraza.
«Otra vez el lobo», se dijo, y luego no pensó más en ello.
Estrenó la tostadora para el desayuno. Las tostadas saltaron algo quemadas y el café necesitó mucha azúcar para no resultar demasiado amargo. Antes de fregar la vajilla, atrapó el libro que le había dado Lula, que reposaba en la mesita de la entrada, y pasó las manos por las cubiertas cargadas de años; años que se mostraban en su estética anticuada y su inusual aspereza.
¿Había sido real ese encuentro? Se enlazaban en su recuerdo imágenes de la chica del pelo azul, las deliciosas hamburguesas, dos o tres comentarios verdaderamente ocurrentes, los gin-tonics de Rives, como los de su época de adolescente, el leopardo cuya sombra era la de un hombre con sombrero.
Sabía, por supuesto, que sí lo había sido. La sonrisa de ella, las cuatro mil ochocientas respiraciones, la sensación de orfandad al entrar de nuevo al piso y encontrarlo falto de las cosas de Lucía no podían olvidarse del todo fácilmente.
Encontró un nuevo mensaje en el teléfono. Era Ignacio. Sin duda sabía del asunto por Salvador. «Sabes que te queremos. Cuando tú veas, fin de semana juntos. Y aquí estoy para hablar si lo necesitas». En su código de cuadrilla, desarrollado durante muchos años, era más que suficiente para sentirse arropado. Pero en cambio aquello le recordó que debía afrontar el punto número uno de la lista.
Su madre contestó al tercer tono. Después de las formalidades más o menos cariñosas, le comunicó la noticia:
—Lucía se ha ido de casa. Creo que para siempre.
Al otro lado se hizo el silencio. Luego vinieron palabras de consuelo, preguntas de aspecto práctico (qué pasaba con el piso, cuándo iba a ir a verlos), y ánimos transmitidos a través de ciertas imágenes y recuerdos familiares. Pero ese silencio, esos tres segundos de no decir nada, a Pájaro no se le olvidarían en mucho tiempo.
Sus padres habían querido mucho a Lucía. Llegó tal vez en el momento justo para quererla. Después de una tragedia que les había golpeado duramente, la agónica muerte de su abuela, madre de su padre, ella, con sus modales tímidos y su lenguaje cuidado, pero a la vez natural, rápidamente les ganó. Ellos no se fijaron, como él, en los ojos azules ni en el pelo rubio que difícilmente conseguía alisar, no vieron por ejemplo que llevaba un piercing en el ombligo ni que la piel de la espalda estaba morena incluso durante el invierno, como si fuese un hechizo. Les bastaron en cambio sus gestos atentos y dos o tres anécdotas que les demostrasen que la relación iba en serio para hacerle un sitio en su corazón. Tal vez cuando se vieran hablarían más del tema, pero Pájaro sabía que, una vez colgado el teléfono, a distancia, las explicaciones se habían terminado.
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