Cuando se sentaron, los dos pidieron cerveza. A él se le hizo extraño verla, tan pequeña, con una jarra de medio litro, pero posiblemente, ya se daba cuenta, nada en ella era muy normal.
El local era mediano, con una docena de mesas con ese falso aspecto descuidado que solían aparentar los restaurantes modernos. Las paredes estaban repletas de portadas de vinilos de los setenta, y los camareros, amabilísimos todos, lucían rastas, pendientes en la nariz y tatuajes. Parecía un uniforme.
—¿Por qué has dicho que no tener nada que hacer es imposible? —preguntó Pájaro—. Yo no tengo nada que hacer.
—Qué va. Piensa en cuando vuelvas a casa, qué harás.
—Pues sacar la compra que hice esta mañana, que aún la tengo en las bolsas. Cierto, y una llamada a mis padres. —Punto número uno de su lista, aún pendiente, recordó—. Pero luego ya está.
—No puede ser. Tendrás que dormir esta noche. ¿O tú no duermes?
—Eso no lo cuento.
—Pues deberías. También tienes que respirar. Si no, te morirías. ¿Sabes que tendrás que respirar aproximadamente cuatro mil ochocientas veces solo antes de acostarte?
Cuatro mil ochocientas veces. ¿Se lo habría inventado?
—Tampoco lo cuento. Se da por hecho.
—Posiblemente uno de los problemas de la gente es que demasiadas cosas se dan por hecho, y entonces ya no se cuentan —respondió con una sonrisa.
Tal vez era cierto. Recordó, de nuevo, las noches yendo a la cama cada cual a su hora, los desayunos separados, las tardes de domingo uno viendo una película y el otro leyendo una novela. Qué diferentes a los uno, dos, tres, diecinueve, veintiséis escalones de la boca de metro de Príncipe de Vergara, a la vespa blanca con matrícula de Sevilla que siempre era una sorpresa, al portero con rasgos aindiados con un ojo de cada color. Demasiadas cosas, tal vez, dadas por sentado. Se le debió notar la expresión melancólica.
— Penny for your thoughts —dijo ella.
—¿Cómo?
—¿No sabes qué significa? Un penique por tus pensamientos. No es que te lo vaya a dar, se dice cuando otra persona se queda embobada. Yo lo aprendí con una canción: « A penny for your thoughts now baby, looks like the weight of the world’s on your shoulders now ».
—Bueno, me acordaba de… No sé cómo llamarla ahora. Lucía, sin más. Es, era, mi novia. Ayer se fue de casa.
—Vaya. Lo siento. —Pareció apagarse ligeramente—. Preferiría no habértelo recordado.
—Pensaba en lo que has dicho. Quizá habíamos dado por hecho demasiadas cosas, y al final no eran verdad, o dejaron de serlo.
—¿Qué dice ella?
—En realidad no lo sé. Dejó una nota, pero no la he leído todavía.
—¿No la has leído? ¿Por qué?
—La dejé en un libro. Pensé que no era el momento, y hoy no he tenido tiempo.
—¿Y has podido aguantar? Yo me volvería loca.
La conversación estaba derivando a un tema triste, pero llegaron las hamburguesas, y ese paréntesis alivió la sensación de que estaban hablando de cosas de las que quizás simplemente no querían hablar. Las dos tenían una pinta magnífica. La de ella era de ingredientes italianos, y además de rúcula, tomate seco y tapenade, se apreciaba la burrata deslizándose por los extremos. La de él añadía a la carne de res un poco de cebolla caramelizada, higo seco y hierbabuena.
—¿Y qué pájaro eres? Alguno tendrás que ser, con ese nombre. No me digas que nunca lo has pensado.
Él recordó: el tucán, el pingüino, el ganso, el pavo real, la milana, el petirrojo, la urraca, el periquito.
—Sí lo he pensado —sonrió—. Pero nunca lo he tenido claro.
—A lo mejor eres un búho. En los cuentos siempre son muy sabios.
—No lo creo. Supongo que me pusieron el apodo al azar. Ahora me siento cómodo con él, pero solo porque me lo han repetido muchas veces. ¿Y Lula que es? ¿Viene de María Luisa?
—¿Por qué? No, es Lula y ya está.
—Suena raro.
—¿Raro? ¿Y me lo dice alguien que se llama Pájaro? —Ambos se rieron por primera vez. Las cosas habían pasado de ser extrañas a naturales, sin que él hubiera podido explicar por qué.
—¿A qué te dedicas?
—A ver, he estudiado psicología. Cuando acabé estuve viviendo en Copenhague, y luego en Edimburgo; no tenía ganas de trabajar en serio, ponía copas en los bares o servía comida rápida. Cuando juntaba algún dinero, me iba a recorrer algún país del mundo. Luego me cansé un poco, y volví. Publico artículos en algunas revistas, y también escribo cuentos, aunque no los ha leído aún nadie.
Pájaro había quemado las etapas clásicas de lo estándar: vivir con sus padres, estudiar Administración de Empresas, buscar un trabajo de auditor en la capital, mudarse con unos compañeros de piso, encontrar pareja, vivir juntos. La vida de ella le pareció en ese momento de un exotismo que le despertó una cierta melancolía, una sensación de tiempo perdido. A la vez, su mentalidad cuadriculada no pudo dejar de plantearse cómo pagaría aquella chica las facturas.
—Vaya, pareces muy valiente.
—¿Valiente? ¿Por qué?
—Pues porque has tomado muchas decisiones poco convencionales. Yo soy auditor.
—¿Auditor? ¿Y qué es eso? ¿Eres de los que va por Madrid con el traje y el portátil al hombro?
—Justo.
—A mí eso me parece muy aburrido —dijo riendo, y demostrando que lo del pudor no iba con ella. Pájaro no dudó ni un momento que fuese cierto—. ¿Y en qué consiste?
—Pues analizamos las cuentas de las empresas, básicamente para asegurarnos de que reflejan su imagen fiel. Es un concepto técnico, pero, en fin, lo que queremos saber es si son verdad. Si me dicen que tienen cien mil euros, pues yo certifico que es verdad. Vamos, mi jefe certifica que es verdad. Ni siquiera mi jefe. El jefe de mi jefe. Mi superjefe.
—Pero ¿por qué mienten?
—Bueno, no siempre mienten. Pero a veces pueden falsear un poco las cosas, para quedar mejor frente a los inversores, o frente a los bancos.
—¿Y en eso se tarda mucho? —preguntó ella, incrédula. Él dio la batalla por perdida.
—Pues la verdad es que es complejo. Dependiendo del cliente, podemos ser cientos de personas durante todo el año —y sonrió igualmente. De repente su trabajo le pareció una estupidez, y pensó que las cervezas, que habían ido cayendo de dos en dos, estaban haciendo más efecto de lo esperado.
—A mí se me hace raro que los auditores lean novelas.
—¿Vais a querer postre? —interrumpió el camarero.
Lula lo miró a los ojos:
—¿Quieres una copa, Pájaro?
—Vale, un gin-tonic. De Rives.
—¿De Rives? Venga, yo otro.
¿Por qué de esa ginebra y no otra? Quizá porque la capital era muy grande, y aprisionaba, y a veces uno hacía ciertas cosas porque las hacía cuando era más joven y estaba más cerca de su origen, y luego las seguía haciendo sin más, para sentirse conectado a unas raíces que a veces se dudaba que existiesen todavía. En aquel momento se fijó a través del ventanal en que, afuera, la noche ya había caído del todo.
—¿Y qué cuentos escribes tú? —se interesó él. Le hubiera gustado pedirle que se los enseñara algún día, pero en ese momento le dio vergüenza.
—De muchos temas. Aún no tengo un estilo definido. Pero en el futuro me gustaría ser escritora. Ahora solo estoy ensayando, imito a los autores que me interesan para encontrar mi propio camino. ¿A ti qué cuentos te gustan?
—Pues los de misterio —respondió dando un sorbo a su copa.
—Pero eso es muy amplio. Yo a veces escribo cuentos de misterio, pero creo que son los más difíciles. En realidad, cuando uno escribe un cuento, no es bueno tenerlo todo muy perfilado. Basta una cierta idea de a dónde quieres llegar, y el resto puedes dejarlo a la inspiración. Pero esto no vale para los cuentos de misterio. Necesitas el plano antes de empezar, y si no lo haces así, después las piezas no encajan. ¿Hacemos una cosa? ¿Por qué no te llevas mi libro y yo uno de los tuyos? Después podemos contarnos lo que nos han parecido.
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