RELATOS CORTOS QUE PARECEN HISTORIAS
MARÍA TERESA GARCÍA ESCUDERO
RELATOS CORTOS QUE PARECEN HISTORIAS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2020
RELATOS CORTOS QUE PARECEN HISTORIAS
© María Teresa García Escudero
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2020.
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ISBN: 978-84-18230-77-6
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
MARÍA TERESA GARCÍA ESCUDERO
RELATOS CORTOS QUE PARECEN HISTORIAS
Desde mi escuela de párvulos me atraía la estantería llena de libritos hasta el extremo de terminar todo el trabajo rápidamente porque doña Carmen, mi maestra, me mandaba al rinconcito a leer. Después, en casa de mi abuela, siempre me encontraban en la habitación de mi tío, que también tenía muchos libros. Era tanta mi afición a la buena lectura que me parecía que abusaba y, cuando oía a mamá, escondía el libro debajo de la almohada y no porque a ella le pareciera mal, al contrario, sino porque a mí misma me parecía demasiado. Muchos años después, siendo maestra en Garafía, me leí uno por uno todos los libros de la biblioteca escolar, así que no me he aburrido nunca, aunque viviera en pueblos pequeños y lejos del mundanal ruido.
En lo personal se me daba bien escribir, no en vano estuve escribiéndole a mi novio (que quedó en La Palma) a diario durante tres años; pero mi gusto por la escritura empezó después, cuando era maestra y lo utilicé como recurso educativo. Cuando estudiábamos un tema, siempre buscaba una forma distinta y bonita de expresar la enseñanza: a veces en forma de poema, unos versitos para recordar ortografía y los mil trucos que recordábamos de otra forma.
Hace unos años quise «aprender» con un profesor asistiendo a talleres y seminarios, pero no me llenaban: a mí me gusta expresarme de forma natural, sin florituras y sin darles vuelta a las ideas. No lo puedo remediar, soy maestra y hablo y escribo para que se me entienda con claridad. Así me gusta y, como escribo por mi propio placer, a quien le parezca simple, pues que no lo lea; yo soy feliz de este modo.
Os voy a recopilar unos cuantos relatos: unos de la realidad, otros de fantasía; pero todos, en su momento, los escribí con ilusión y bastantes andan por ahí publicados en recopilaciones de relatos premiados en concursos. Mi objetivo es que no queden olvidados en alguna carpeta o bolso antiguo, que los lean mis personas queridas si les apetece; si no, es igual: con solo escribirlos estoy volviendo a disfrutar.
Mi vida ha sido siempre la escuela. A los tres años, mi abuelo, en un viaje que hizo a Alicante, me regaló una maletita: era un cabás (así se llamaban entonces los estuches con broche para ir a la escuela) de madera lacada azul claro. En el interior había una pizarra, un pizarrín blando, un trozo de tela para borrar y la cartilla primera de Rayas. Me escapé escalera abajo y entré en la escuela que había frente a casa. Recuerdo las risas de las niñas cuando me vieron llegar; miré a la maestra como pidiendo permiso, sin atreverme a entrar. Ella me cogió en brazos, me sentó a su lado y, mientras me buscaban por todo el pueblo, yo estaba tan feliz viviendo la primera aventura de mi vida. Mucha gracia tuve que hacerle a doña Margarita porque me llevó a casa, habló con mamá (estuvieron charlando un rato) y yo seguí asistiendo a la escuela. Para llevarme a casa, mandaba a una chica de las mayores, que se disputaban el encargo. Yo estaba encantada. Recuerdo que me llamaba a la mesa a leer y la nariz me llegaba al borde del cajón donde guardaba los lápices, y que algún que otro caramelo me daba por saberme la lección. Desde entonces, mi vida ha sido, y es, la escuela.
Para mí fue tan importante el cariño de la maestra y de las niñas en aquella temprana edad que ya desde entonces siempre quise ser maestra, la mejor profesión del mundo. En aquel tiempo (bueno, años después) era muy raro que las chicas estudiaran, al menos en los pueblos; ni soñar que podríamos ir a un instituto y menos a un colegio en la capital. Nos preparaban los maestros y maravillosamente, por cierto. Nos examinábamos libres y en un solo examen nos jugábamos el trabajo de todo el curso, así que nos sabíamos el libro de cabo a rabo. No me importaban las dificultades, incluso un curso (cuarto de Bachiller) lo estudié yo sola porque el maestro no me pudo dar clases ese año. No me rendí: pedí los libros a mi padre, estudié con ahínco y aprobé. Fue un orgullo para mí. Continué mis estudios y al fin fui maestra. Cumplí el deseo que acariciaba desde mi infancia.
Estas vivencias marcaron mi línea de conducta. Mis alumnos encontraron en mí a la persona siempre dispuesta a escucharlos, a defenderlos contra viento y marea, que lo mismo los reprendía cuando era necesario que los consolaba y abrazaba cuando lo necesitaban. He sido un poco madre, un poco confidente, un poco abuela y siempre maestra. He llevado a la clase mis vivencias, mis viajes, mis poemas y todo lo que pudiera instruirles y educarles de forma amena.
Hace unos años que ya no estoy. Me fui con la satisfacción de haberles dado lo mejor de mi vida y haber recibido de ellos la alegría y el mirar las cosas con sus ojos nuevos. Ha sido un intercambio que me ha mantenido la ilusión por la vida y me ha dejado un grato recuerdo. Mi agradecimiento a las familias y a todos los compañeros, de los que he recibido siempre el apoyo y el cariño necesarios para seguir adelante. Por donde quiera que voy, encuentro alumnos, ya mayores, madres y alguna que otra vez oigo: «¡Maestra…!». ¡Mis niños, queridos niños! ¡Qué alegría en sus caritas al encontrarnos de nuevo! Para ellos seré siempre la maestra, porque maestra se es, aunque no estés en la escuela, y yo lo seguiré siendo hasta el día que me muera. Os quiero.
LA PUERTA DEL CONOCIMIENTO
Desde muy pequeña me han fascinado los libros. Desde los tres años, me asomaba al balcón y miraba con desconsuelo a las niñas que iban al colegio que había frente a casa hasta que un día cogí la maleta, bajé las escaleras, salí de casa y me fui detrás de ellas. La maestra me acogió y me aceptó en la clase sin tener en cuenta mi edad: no tenía nada que ver que yo fuera tan pequeña para sacar de mí todo el potencial que tenía escondido.
Recuerdo mi primer libro de lecturas después de la cartilla Rayas: se llamaba Leedme, niñas , de Federico Torres; aunque yo lo llamaba El patito . Fue el que me abrió la puerta, el que despertó mi gusto por la lectura; la lectura como distracción, como placer y como la mejor forma de ocupar mi tiempo. Como enseguida terminaba, la maestra me decía que fuese a la librería (no había biblioteca) y cogiese lo que más me gustase, y añadía: «Para que seas maestra». No hacía falta, porque yo ya lo tenía decidido. Y así, siempre con los libros, fui pasando mi infancia sin aburrirme jamás.
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