José María Lorenzo Espinosa - EUROPA. Historia de un problema

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El presente texto es un intento de ofrecer una síntesis de hechos, ideas y propuestas sobre la historia de Europa. Entre la enorme maraña de tratados, ensayos y documentación oficial existente, pretende ser un manual de primeros auxilios. Imprescindible para quien quiera conocer alguno de los principales problemas, que tienen los europeos, para llegar a ser una unión política.Unos problemas históricos y estructurales, que recientemente se han visto agravados. No solo con la salida negociada de Gran Bretaña (Brexit), cuyas consecuencias totales no podemos conocer aún. Sino también, y al mismo tiempo, con un problema sanitario de carácter mundial como es la pandemia Covid-19. Esta nueva «peste», que recuerda a las peores históricas sufridas por nuestro continente, no solo afecta a los europeos. Pero dada la actual división de intereses entre ellos, podía llegar en un futuro no lejano a cuestionar el actual paradigma de unión comunitaria.

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Desde esta posición idealista, movilizadora y optimista, se sigue sosteniendo la teoría de los ingredientes geopolíticos y del desarrollo de una civilización semejante. O, como hemos dicho, acompasada a lo largo de los siglos. Los pueblos europeos, con sus diferencias y afinidades, con su pasado común o diverso, han vivido “encerrados” en esta península euroasiática, sometidos durante siglos a las mismas presiones exteriores. Han experimentado las mismas influencias, evoluciones y procesos culturales, sociales, económicos o políticos. De este modo, habrían alcanzado una misma visión de las cosas y una misma respuesta de conjunto. ¿Estaríamos entonces en una misma civilización, desarrollada en una misma casa? La casa común, de la que hablaba Gorbachov durante la perestroika (1986), extendida desde los Urales al Atlántico.

Las mismas fases y ciclos, las mismas constantes históricas, similares transformaciones socioeconómicas y políticas, corrientes culturales parecidas, etc., habrían cruzado el continente, con algunas variantes o adaptaciones al medio nacional o regional. Si esto fuera así, los pueblos europeos habrían experimentado y protagonizado una misma Historia, en lo sustancial. Debemos hablar, por lo mismo, de una intrahistoria pendiente de desvelar. Una especie de subconsciente colectivo que, como un sustrato común, daría identidad y contenido no siempre explícito, a la idea que tenemos de “lo europeo”.

Europa habría llegado al siglo XXI, como producto de una misma civilización, una misma actitud ante la vida y una forma parecida de Historia. Aunque esto pueda parecer hoy, una idealización excesivamente optimista, hay una cosa cierta: tras las guerras mundiales, del siglo XX, que más que a nadie afectaron a los europeos, hubo una reacción a este sustrato idealista. Con el fin de estructurar esta identidad “inconsciente”, de forma que se evitaran los enfrentamientos del pasado. Dándole una forma práctica en un marco y proyecto de unidad o utopía confederal.

En este programa de salvación, las diferencias más aparentes o notorias, como los idiomas, la fragmentación geopolítica, las religiones, costumbres, leyes, etc., eran superestructurales. Siendo, en todo caso factores secundarios y elementos aparentes, que no deberían de impedir empresas colectivas, hechos históricos y económicos comunes, etc. De ahí que, en el análisis de los factores históricos de una supuesta unidad europea, deberíamos comprobar a fondo si, entre tanta diversidad, es más lo que nos une a los europeos, que lo que nos separa.

COLONOS y MERCADOS

La palabra ‘colono’ viene del latín ‘colonus’. Designa quien vive en una colonia y también al labrador que cultiva un terreno. En el siglo XI, el 90% de la población europea no vivía en ciudades. Vivía y trabajaba en el campo, de forma muy dispersa. Los europeos, por tanto, han sido históricamente un pueblo labrador. Durante siglos, su supervivencia dependía de la agricultura, la ganadería, la pesca o los pastos comunales.

Esto significa que, después de la descomposición del imperio romano a partir del siglo IV, la ruralización y el declive urbano habían convertido a los europeos en campesinos. La mayor parte de ellos eran siervos feudales. Muy pocas ciudades llegaban a los 10.000 habitantes censados y una gran parte del continente estaba ocupado por tierra deshabitada, bosques, pantanos, páramos, etc.

Sin embargo, solo tres siglos después, los burgos y otros pequeños asentamientos urbanos, se habían multiplicado y poblado. Las fronteras interiores estaban profundamente alteradas, debido a la colonización agrícola. Es decir, a las roturaciones y desecaciones de nuevos territorios. Ya en el siglo XIV, el urbanismo se había recuperado y extendido, de forma definitiva. Se habían desarrollado mercados de corto y medio alcance. Y se pudo abrir una época mercantil floreciente, que dio paso a la sociedad del Renacimiento.

Estos procesos tuvieron su precedente, en el siglo XII, en un movimiento iniciado en regiones como Flandes o Normandía. Se trataba de un fenómeno económico crucial para el crecimiento de Europa: las roturaciones. Una transformación de las fuerzas productivas, que supuso la mejora agrícola de una parte importante de Europa. Y de una envergadura que no se conocía desde los tiempos neolíticos. De este modo, un continente medio selvático se convirtió en la zona más alterada por la acción humana que, aún hoy, existe en el planeta.

Esta empresa común, a veces colectiva a veces individual, estuvo precedida de una expansión demográfica también sin precedentes. Convirtiéndose en una irreflexiva explotación territorial, que convirtió la agricultura feudal en un sistema extensivo y expoliador del territorio. Se conservaron algunas importantes regiones boscosas, pero fue incalculable la extensión de nuevas tierras roturadas, que sirvieron al incremento demográfico y al sostenimiento del feudalismo, varios siglos más allá de su primer impulso.

Aunque las primeras iniciativas de roturación correspondieron a los señoríos seglares, pronto los monasterios y obispados asumieron este trabajo, encomendándolo a sus siervos. Con carácter más sistemático y organizado. Muchas veces era una cuantiosa tarea, realizada por los campesinos del entorno monacal, en pago de los tributos eclesiásticos. Otras eran los propios monjes quienes dedicaban parte de su ocio a drenar, talar o laborar las tierras del feudo. Entre todos consiguieron llevar a cabo una gigantesca labor de transformación productiva, en las tierras hasta entonces yermas o baldías. En todo caso semiabandonadas.

Muchas de las zonas recuperadas sirvieron después de vínculo, para apuntalar el sistema de servidumbre. Eran encomendadas a los campesinos, liberados del trabajo esclavo, por los señores feudales. Después de arrebatárselas a sus enemigos. A cambio, este régimen de servidumbre, obligaba a trabajar las tierras del feudo. O al pago de ciertas rentas y tributos vitalicios. En este escenario, señores, reyes y obispos feudales robaban, mataban y expoliaban violentamente a los campesinos y a sus familias. Aplicando leyes y costumbres abusivas y empleando la fuerza de las armas o de las leyes, gracias a la autoridad concedida o bendecida por papas, obispos, etc. La enseñanza religiosa y la coacción supersticiosa, servían como cobertura espiritual a la acción criminal de un feudalismo, que se mantenía como obra de Dios. En una sociedad estática y jerarquizada, de modo hereditario, religioso y providencial. Repitiéndose a si misma, durante siglos.

En otras ocasiones, la Iglesia aprovechaba donaciones o concesiones señoriales sobre el territorio, donde establecía su jurisdicción feudal, después de haber transformado económicamente el entorno. Generalmente, alrededor de abadías, monasterios, catedrales, iglesias, etc., se organizaron importantes centros de producción agrícola y a veces, artesanal. De modo, que muchas veces las conocidas como fundaciones monacales no eran en realidad lugares de retiro y oración, sino colonizaciones y explotaciones agrícolas, encubiertas por los rezos y los altares.

Con el tiempo, estas ocupaciones permitidas y sostenidas por la autoridad feudal, a partir de una zona cero, sirvieron para consolidar las grandes propiedades eclesiásticas contemporáneas. Primero fueron los benedictinos, luego los cistercienses y posteriormente también los nobles y segundones, quienes recibieron estas encomiendas colonizadoras. Reflejadas en permisos o fueros, para ocupar tierras de nadie, recién conquistadas. Pronto aseguradas con una fortificación o castillo, también con iglesias-fortalezas, como asentamiento de autoridad. Que servían para atraer nuevos colonos.

Dentro de este movimiento, la colonización del Este europeo sirvió para sostener posteriormente la presión de los pueblos eslavos, sobre Centroeuropa. En el sur, como se sabe por el ejemplo de la península Ibérica, se utilizaron para asegurar el territorio reconquistado a los árabes. Manteniendo sin retroceso las llamadas fronteras cristianas, hasta la expulsión definitiva del islam, a finales del siglo XV. En ambos casos, la influencia de estas transformaciones se extiende hasta el siglo XVI. Suponiendo, además de lo dicho, la mejora y extensión de los métodos agrícolas, el desarrollo de la actividad comercial y un importante, aunque lento, crecimiento poblacional. Con la creación de formas de trabajo artesanal y sus correspondientes intercambios comerciales.

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