Julio Hevia Garrido Lecca - Comer, beber y hablar

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Este libro se instala en el cruce de caminos entre el habla, la comida y la bebida, tal cual operan cotidianamente en los distintos sectores y las más variadas realidades. En la investigación académica peruana no abundan los trabajos en los que se destaque la articulación de las mencionadas prácticas orales; así, en la diversa gama de nociones sobre cultura, la dimensión oral no ha recibido un valor protagónico. El presente texto busca precisamente contribuir a superar esta carencia, para lo cual aborda aspectos como lo oral hablado, lo oral comunicado y lo oral tecnologizado, sin perder de vista el traslado de la oralidad al plano de la escritura o de lo ficcional. En una segunda instancia, se exponen los hallazgos recogidos mediante observaciones de campo, entrevistas semiestructuradas y grupo focales, que posibilitaron el registro de los distintos ceremoniales sociales y los diálogos con personajes que destacan por su habilidad, experiencia o figuración en el terreno de lo culinario o en el divertimento nocturno, sin dejar de lado el imprevisible impacto de la tecnología en la sociedad contemporánea y la referencia al boom gastronómico nacional.

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En un diálogo personal sostenido tiempo atrás, Jorge Deustua me indicaba que la fotografía peruana no había conseguido proponer, salvo honrosísimas excepciones y para sectores muy circunscritos, modelos que operasen, de modo genérico, para la pretendida forja de la anhelada identidad nacional. Quizá resulte ocioso, a propósito de lo comentado, invocar el variopinto paisaje fotográfico con que contamos, o mejor preguntarnos ¿qué tienen en común, en su temática e intencionalidad, la recuperación indigenista que destila la obra del ya citado Martín Chambi, el espectro periodístico y no poco anecdótico que de la escena urbana legó el entrañable Chino Domínguez, y la propuesta más soft y colorida que el más reciente Mario Testino produjo del pujante acontecer que los conos de la capital desprenden?

Todo indica que, si de estereotipos se trata, no es preciso hurgar demasiado. Julio Ramón Ribeyro (2003) sentenció, por ejemplo, que para la visión extranjera el Perú sigue capturado entre incas y militares, entre nativos emplumados y generales con botas (pp. 275-276). Tal vez hoy habría que incluir otras mutaciones de las figuras anteriores, nuevas militancias estampadas cual clichés, como la del terrorista, el burrier o el choro y, mimetizándose o envolviendo a todas las anteriores, la del habitante del mundo chicha.

Como quien parafrasea aquí al novelista Renato Cisneros, diremos que es preciso insistir en aquellas distancias que nos separan, sobre todo a propósito de manifestaciones cuya emergencia cotidiana nos hace minimizarlas o, en su defecto, pretextar unas indignaciones de moda tan pronto escenificadas como rápidamente olvidadas. Desde el drama lastimero que, en clave de vals, invoca la historia de José Antonio hasta la tensión territorial experimentada en las playas de moda con el sonado tema musical “Los patos y las patas”; desde la manipulación televisiva de todos los estereotipos raciales y sociales, antaño inaugurada y perpetrada en el bloque sabatino por Augusto Ferrando, hasta la escena más actualizada en la pantalla hogareña, donde vemos emerger el desencaje citadino de la Paisana Jacinta y el analfabetismo del Negro Mama; o produciéndose y diseminándose vía un sinfín de guiones, comedias y tragedias en fiestas, discotecas y medios de transporte, lo cierto es que, en nuestro terruño, estamos todavía fracturados por unas diferencias paranoicamente convertidas en distantes-distancias que, hace poco, se legitimaban con el recurso a la “buena presencia” o por la autoritaria advertencia que, estampada en algún rincón del establecimiento, le recordaba al lector: “El local se reserva el derecho de admisión”.

Distantes-distancias como la que esgrime el padre de familia de clase acomodada, no pocas veces afectado por el blanqueamiento del caso, cuando sentencia que la Universidad Católica le queda muy lejos como para tener que enviar a sus hijos y que lamentablemente la Universidad de Lima no es la de antes; distantes-distancias como las que colocan, frente a frente, a la rubia argentina del spot , puesta en el altar de lo deseable e inalcanzable, ante la otra rubia, más esforzada, la de la imagen del diario chicha, trastrocando y tiñendo sus raíces, para nivelar, como algún personaje de Almodóvar, la realidad de su apariencia con la autenticidad del empeño que activa. Revelador resulta el que Bruckner (2002) nos haya advertido de un auténtico dilema que la contemporaneidad iconográfica abre: “[…] así, la multitud de rubias falsas nos hace dudar de que existan rubias de verdad, pero nos empuja a buscar a la verdadera rubia falsa” (p. 153).

Esas mismas distancias-distantes también procuran ser, frecuentemente, superadas, minimizadas, resueltas o disueltas entre sectores diversos, de pronto, recíprocamente dispuestos a concretar la vieja alianza de pareja, como en el caso inmejorablemente descrito por el ya citado Thomas Pynchon en su novela Al límite (2015):

Aunque la atracción fue perversa e inmediata, Cornelia y Rocky, según parece, no es que se enamoraran, sino que se sumieron en una folie à deux neoyorquina clásica: ella, fascinada con la idea de casarse y formar parte de una genuina familia inmigrante, esperando encontrar un Alma Mediaterránea, una cocina sin par, el abrazo desinhibido de la vida, incluyendo prácticas sexuales italianas no del todo imaginables; él, por su parte, anhelando la iniciación en los misterios de la Clase Alta, en los secretos del vestir con elegancia, del estilo y la conversación ingeniosa en sociedad, más una reserva ilimitada de dinero heredado lista para utilizarlo como aval de préstamos, sin tener que preocuparse de avisos de acreedores, o al menos no de los que él conocía. (p. 289)

Unas distancias, entonces, de las que no nos podemos tan fácilmente librar; unas distancias, hay que decirlo, que se encontrarían en aparente estado de superación, al menos en las esferas open mind , en las regiones más progresistas, donde no son escasas las denuncias de discriminaciones, la solidaria reacción contra los maltratos y la remarcada sensibilidad que ante tal suerte de ocurrencias destilan las marchas masivas. Luego de llamar la atención sobre la riqueza cultural contenida en manifestaciones cotidianas como el comer, el beber, el andar, el hablar y el callar, y dar cuenta del modo en que ellas han sido recogidas por la investigación académica, Serna y Pons (2013) se preguntan: “¿Significa esto que hemos convenido ya en los contenidos posibles de la cultura?” (p. 25). Teóricamente al menos podríamos suponerlo, aunque quizá el costo, añaden ambos autores, no sea precisamente insignificante: “De algún modo, así es, pero el problema básico, el de la jerarquía de esos contenidos, de esos múltiples contenidos, permanece” (p. 25). Todo ocurre como si aún hubiese una gran disposición para hospedar a un fantasma-jerárquico-todoterreno.

2. Visitando al visitante

Quizá la valoración oscilante que el turista recibe en el Perú sea una espléndida gráfica de aquello que Goffman califica como identidad bifronte, sobre todo si colocamos en su real circunscripción al juego de emblemas y estigmas que, sin querer, tal turista activa. En este país se asume, cual lugar común, que la apariencia aria operaría a favor del visitante: los casos más patéticos de esa inclinación pueden llegar incluso al sometimiento servil o a la vergonzosa pleitesía con que, frecuentemente, se homenajea a tal personaje. En uno de los extremos de la gama, podemos reconocer al gringo itinerante, al turista que por encontrarse de paso solo consigue intercambiar su propio exotismo y su aire paternal con la expectativa y curiosidad nativa; en el otro borde, figura el visitante que acepta el reto, etnográficamente desafiante por así decirlo, de permanecer entre nosotros un tiempo considerable, el agente foráneo que se instala en períodos más prolongados y que, en consecuencia, debe administrar el desconcierto correspondiente que su recepción suscita. Sea como fuere, de un lado al otro, hay una notoria brecha, toda una metamorfosis que va de la amabilidad de los inicios a la cobranza ulterior, de las primeras impresiones al conocimiento trabado, con el tiempo, de ambas partes.

Será acaso que esas dos posiciones, si se quiere prototípicas, en las que instalamos al visitante —una remarcadamente empoderada por la imagen del progreso y la modernidad, postura que tampoco abandona, hay que decirlo, la posibilidad de algún beneficio material para el nativo, lo que provoca tratamientos mercantilmente oportunistas; y otra más fantasmal y desconfiada, que activa alertas ante propósitos desconocidos— no hacen más que reflejar dos regímenes, en el extremo complementarios, a manera de posefectos de un imaginario colonialista que, como el conocido eslogan, no nos abandona. De un lado, la postura pasiva ante una entidad que avasalla sin quererlo, que anonada históricamente y a la que atisbamos en contrapicado; del otro, la reactivación de una muralla contracultural que no es sencillo franquear, el ejercicio de unas estrategias que no son fáciles de decodificar para el otro; lo cierto es que en esa brecha tanto parece caber el hermetismo ante el extraño como unos atisbos de criollismo revanchista. Todo ocurre como si operase entre nosotros el juego postulado por Pitt-Rivers (1979), en el que la hostilidad ante el visitante se presenta primero, para luego propiciar la correspondiente hospitalidad, pero en orden inverso, dando paso primero a la amable hospitalidad, para luego desplegar todos los recursos propiciados por la indiferencia y la desconfianza históricamente acumulada. Es lo que en Brasil llaman, con una inmejorable figura, “cobranza”.

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