Pertinente es señalar que allí donde ciertas fuerzas y líneas de fuga tienden a des-territorializarse, a des-marcarse, a des-aparecer y re-aparecer, el poder procurará, de una u otra forma, re-territorializarlas, re-conquistarlas, recuperarlas, domesticarlas: otras tantas modalidades de acercarlas al fogón de la norma, al calor del hogar, a los familiarismos de una representación siempre reconocible (Deleuze y Guattari, 1988, pp. 306-332). Tal proceso, sin embargo, no es unívoco; así, el encumbramiento actual de los celebrados emprendedores peruanos tanto da cuenta del oportunismo con el que la educación superior ve en ellos un nicho al que atiborrar de ofertas de capacitación, como despierta entre las esferas pensantes severas dudas sobre la autenticidad del cuerpo social al que aquellos emprendedores pretenden acceder y que van, inadvertidamente, a alimentar: no es vano que se destaquen las supuestas alienaciones que atraparían al sujeto exitoso de origen humilde, vía su apremiante enriquecimiento y la presunta mercantilización que a ese estilo de existencia adhiere. Degregori, por ejemplo, sostuvo alguna vez que de ser el sujeto un productor de cultura, en otras épocas, hoy se veía obligado a constituirse en un consumidor de ella (Pazos, 2012, p. 140).
En todo caso, se puede postular, como alguna vez lo hicimos (Hevia, 2002, p. 13), que de tal pugna entre fuerzas desterritorializantes y poderes reterritorializadores no resulta demasiado esclarecedor notar quién toma ventaja o quién declina en tal lid, pues, valgan verdades, no hay un final distinguible ni un ganador histórico definitivo o, para decirlo con la frase de un amigo nuestro, desde cierta perspectiva “todos tienen la razón”. Ha sugerido Nietzsche, y Simmel después de él, que la riqueza de dichos acontecimientos, entendidos como luchas, no radica en la individualización de sus protagonistas o en lo que hay de personalizado en sus correspondientes proyectos, sino en las variantes que la propia lucha revela, en la dinámica inherente a tal tensión.
En los términos de Laplantine y Nouss (2007), todo mestizaje estaría doblemente atenazado en su captura analítica, pues su entendimiento y comprensión siempre va a verse afectado por el sueño unitarista de la paridad. De un lado, en clave etnocéntrica, se aspira a otorgarle a cada cual su lugar correspondiente, soslayando la aplastante realidad que las jerarquías ejercen y pretendiendo validar así la existencia de unos casilleros política y culturalmente separados; en el otro extremo, se percibe un énfasis abierto e indiscriminado que suele auspiciar, a propósito de la dispersión de singularidades, toda suerte de relativismos a fin de neutralizar la potencia que anida en lo transversal. Para graficarlo mejor, de un lado, el archipiélago de los programas unitaristas que todo lo conectan subterráneamente y, del otro, la atomización de los casos concretos que intenta validar su desconexión e irreductibilidad (Laplantine y Nouss, 2007, pp. 320-326).
Colocando sobre el tapete la idea de una sociedad holística, Neira (2005) nos facilita otros alcances para comprender mejor aquellos desfases históricos y disparidades materiales que los poderes del país entienden como preocupantes y califican de insolubles en medio de una modernidad que, luego del acceso al orden republicano en el Perú, debiera focalizarse en el plano preferentemente político (pp. 187-194). Volviendo a la óptica de Laplantine y Nouss (2007), podría postularse que no hay manera de cerrar la temática identitaria en definitiva, pues las potencias que se dan cita en su misma configuración —la multiplicidad de factores que en ella convergen— son, en más de un sentido, irreconciliables: “Por un lado, la fragmentación diferencialista de lo heterogéneo; por el otro, la fusión totalizadora de lo homogéneo” (p. 320). Coincidencia nada casual con una de las advertencias que se dirigen a la teoría poscolonial; Spivak (2011) ha dicho, por ejemplo, que en medio de la variedad de casos tratados, es preciso no suponer a priori que unos pueden representar a otros y tampoco postular anticipadamente la radical discontinuidad entre unos y otros.
En vez de referirse al mestizaje propiamente dicho, sabemos que un autor de especial renombre en Latinoamérica, como es Néstor García Canclini, optó por trazar un retrato de la denominada cultura híbrida, cuyos más claros indicadores localizó en México (1990). El autor mostraba cuánto y cómo ese proceso era la natural consecuencia de un darle la espalda a los patrones estéticos, ergo , normativos, del poder central, recreando otras alternativas, si se quiere periféricas, si se quiere paralelas, respecto al mercado de Occidente. Para decirlo por enésima vez, se trata de identificar modos de hablar, modos de pensar, modos de vestirse, modos de vincularse: así uno estaría tentado de apelar a los llamados capitales simbólicos de Bourdieu, si no fuera por el hecho de que, en la visión de García Canclini, prima la mutación en vez del ajuste a los principios instituidos, cuando no un cierto juego negador de aquellas jerarquías en las que tanto insistió Bourdieu y, a propósito de cuyo énfasis, el estudioso argentino prefirió remarcar sus propias referencias. Como bien recuerda Protzel (2006), García Canclini sugirió, muy puntualmente, respecto al proyecto correctivo de Bourdieu: “Hay que recordar a Marx por sus olvidos” (p. 144). En conclusión, si colocamos en primer plano la dialéctica de los enclasamientos y los desclasamientos, entidades nucleares en la teoría de Bourdieu, y tomáramos prestada la clave terminológica de Negri (1994) para calificar los aportes del connotado sociólogo francés, habría un Bourdieu demasiado preocupado por la estabilidad ya estructurada y jerarquizada del orden social, por oposición a un García Canclini prioritariamente interesado en las potencias constituyentes y estructurantes de los poderes menores, aquellas que se invisibilizan hoy para mejor sorprender mañana a sus oponentes.
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