Al mismo tiempo, Guzmán registra otras búsquedas por el presente ilusorio. La de los arqueólogos de sitio y la de los parientes de los desaparecidos durante la dictadura militar de Augusto Pinochet que, al pie del observatorio astronómico, recorren el desierto de Atacama en pos de rastros y huellas del pasado. Tal como señala Irene Depetris Chauvin (2015, párr. 15):
Como en otras expresiones artísticas de los últimos años, el documental de Guzmán propone una “espacialización de la memoria”, una relocalización de su campo de acción, y un rodeo metafórico que potencia el alcance de ese discurso de memoria al hacer posible una ampliación de la comunidad afectada por la pérdida.
Los astrónomos buscan con la vista puesta en el firmamento. Los arqueólogos y los deudos lo hacen mirando hacia abajo y escarbando en la superficie de la tierra. El dispositivo documental pasa de la introspección a la encuesta científica y a la indagación sobre la memoria histórica. Esa historia que no se puede cerrar porque aún está incompleta. O que se repite, pero no como farsa, sino como prolongación del horror: en Chacabuco, donde se habilitó un campo de concentración para presos de la dictadura, existió un siglo antes un campamento minero que confinaba a los trabajadores en lugares que tenían algo de panóptico y de células de reclusión para esclavos.
La puesta en escena traza líneas simétricas y sugiere paradojas. Las búsquedas del infinito y de lo mínimo son paralelas. Los telescopios y toda la parafernalia tecnológica para aguzar la mirada humana resultan inútiles cuando se trata de hallar las evidencias más pequeñas de los crímenes cometidos aquí, en la tierra, sobre el desierto de Atacama. La metáfora puede resultar esquemática y hasta obvia, pero la exposición traza líneas rigurosas y precisas en la descripción de las leyes del tiempo y del espacio, tanto como en el registro de la obstinación de los familiares de los desaparecidos. Las experiencias de lo vivido se encarnan en la materialidad de las cosas, en las capas de pintura que revisten una pared –esos muros en los que se pintaban los lemas políticos de la Unidad Popular que vemos en Salvador Allende (2004)– y que se descascaran al tocarlas, abriendo paso al ejercicio de la evocación. Las metáforas de la memoria se asocian con el tiempo, con la corrosión de la materia y con la noción de fragilidad. Por más persistente que sea ( Chile, la memoria obstinada , 1997, es el título de una de sus películas), la memoria está sujeta a degradación y pérdida. Una tensión representada por Federico Fellini en Roma (1972), al mostrar unos frescos pictóricos del pasado romano desvaneciéndose al contacto con el aire de la modernidad.
Aparece entonces la figura del arquitecto que supo trazar de memoria cada una de las esquinas del campo de concentración en el que estuvo recluido. Imagen que se confronta con el perfil de su esposa, afectada con la enfermedad de Alzheimer. Es como una metáfora de Chile, dice la voz de Guzmán. Caminan juntos el recuerdo y el inevitable olvido. En paralelo, se escarba en lo que algunos sectores de la sociedad chilena prefieren no recordar. Para muchos chilenos somos “una lepra”, dice una mujer que lleva dos décadas buscando los restos de un familiar en el desierto; es decir, tratando de encontrar la aguja en el pajar. Ella, desafía la corrosión.
El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 es figura central y asunto medular en la obra del director de La batalla de Chile, La memoria obstinada y Salvador Allende , entre otros títulos documentales. Su imagen de autor se ha forjado en esa recurrencia. En sus películas previas, el pasado de Chile se busca en los rastros de lo “real”, en las imágenes documentales y periodísticas encontradas. En la memoria de los archivos. Pero también en la intervención, en primera persona, del narrador, como ocurre en Salvador Allende , para graficar la destrucción “del país que yo conocí”, o para combinar diversos métodos documentales, desde la incorporación de títulos de otros realizadores (Walter Heynowski y Gerhard Scheumann) hasta el registro de conversaciones o debates entre militantes de las ortodoxias de entonces.
En Nostalgia de la luz (igual que en El botón de nácar , 2015), como ocurre en las películas de Abbas Kiarostami analizadas por Alain Bergala (2004), Guzmán prefiere indagar por las huellas que están impresas en las configuraciones naturales, en el firmamento, en el suelo endurecido y reseco del desierto, en el fondo del mar. Un científico entrevistado dice que el calcio contenido en los huesos de los desaparecidos que buscan los familiares en el desierto es el mismo que se halla en el material cósmico que existe desde la formación del universo. Ese concepto traza vínculos inesperados entre lo eterno y lo contingente. Como si la tragedia nacional estuviese inscrita sobre el territorio físico y más allá.
Pero esa ampliación del enfoque no modifica la decisión de Guzmán de insertar su propia subjetividad en el dominio del documental. Como en Salvador Allende , la memoria del personaje político se asocia a la experiencia personal, a la búsqueda de la utopía y al fracaso de un proyecto político. Las películas refieren una vivencia íntima, la de Guzmán, pero también la de todos aquellos que compartieron su fervor y sus creencias. Rascaroli (2012, p. 60) señala que el autorretrato cinematográfico recurre a la interpelación directa al espectador. El realizador se dirige a él –como lo hace Guzmán, con su propia voz– para conducirlo a través de ambientes, personajes y situaciones tal como son apreciadas por un punto de vista, pero que resultan reconocibles por otros que compartieron esas experiencias –o similares–, o son capaces de entenderlas. A la manera del diario íntimo, asistimos a una autorrepresentación. En un punto, espectador y autor se encuentran.
Es curioso que el cineasta militante, realizador de La batalla de Chile (1975), uno de los clásicos del documental político latinoamericano, devoto del futuro revolucionario, se detenga a reflexionar sobre el pasado y la perennidad del tiempo. Y sobre las luchas de la memoria, acaso tan persistentes y enconadas como las que se libraban en las calles de las ciudades chilenas antes del 11 de septiembre de 1973. En Nostalgia de la luz , el pasado es percibido como una realidad temporal excluyente y la única perceptible. Acaso las derrotas y las decepciones de la historia ahora tracen el horizonte de un futuro que resulta menos utópico que probable.
Los lazos entre la construcción de la identidad, la cosmología y la tragedia histórica son visibles también en El botón de nácar , que hace las veces de filme complementario de Nostalgia de la luz , o segunda pieza de una trilogía que se completa con La cordillera de los sueños (2019).
Guzmán observa una gota de agua atrapada en un pequeño bloque de cuarzo desde hace miles de años. Es el inicio de una reflexión personal acerca del origen de los océanos, la aparición de las primeras comunidades ligadas a las riquezas del mar y la construcción de sus mitologías allá lejos, en un territorio ubicado en el extremo sur del continente. Pero también es la llamada de atención hacia su extinción progresiva, la liquidación de las comunidades patagónicas y, con ellas, la desaparición de sus ritos, lenguas y visiones del mundo. Pueblos del extremo sur de Chile que estuvieron vinculados, desde siempre, con las riquezas del agua, pero a los que la modernidad da la espalda. Expulsados de sus tierras por colonos interesados en establecer una economía basada en la ganadería, se convierten en nómadas que rememoran los relatos sobre los orígenes de su estirpe.
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