1 ...6 7 8 10 11 12 ...19 En el instante que tardó en contestar, imágenes terribles aparecieron en su mente, escenarios en los que la mujer volvía a ver su casa asaltada o en los que alguno de sus vecinos llamaba para contar que había ocurrido una desgracia. Por un momento sintió la tensión que había dominado sus noches dos años atrás; el pánico por recibir la temida llamada que notificara su pérdida; madrugadas pendiente de la televisión por si las noticias hablaban de él. Con tales pensamientos pronunció asustada el nombre de la mujer, quien respondió más entusiasmada que nunca.
—¡Julie! ¡No te lo vas a creer! —gritó emocionada—. ¡Tenías razón!
—¿Qué? ¿En qué? —preguntó confusa.
—Creo que he encontrado algo importante en el despacho de Robert.
—¿En serio?
—Sí. Estuve pensando en lo que dijiste, eso de que debía haber alguna relación entre las víctimas —las frases se atropellaban unas a otras—. Y revisando sus cosas con Teddy creo que he encontrado algo. Ni siquiera sé si servirá, pero creo que podría ser un comienzo.
—¿Quieres que me pase? Lo comprobaré antes de avisar a Eriol.
—¿No será un problema? Manipular las pruebas, el escenario o algo así.
—Ese escenario no puede estar más alterado, créeme —bromeó. Deseaba saber qué había encontrado Leonor—. Bueno, quizás Eriol se enfade un poco, pero no te preocupes. Estoy acostumbrada a sus broncas. Me visto y voy para allá. Y esta vez no me dejéis colgada en la entrada.
Mientras se ponía unos vaqueros desgastados y un jersey de cuello vuelto, su gato, curioso, la observaba correr de un lado a otro de la habitación.
«Sigue ahí plantado, sin quitarme ojo, como solía hacer Alec…».
Aquel pensamiento la hizo detenerse.
«Espera. Acabo de…», quiso repetir para estar segura.
La revelación la dejó en medio del cuarto con una bota en la mano y la mirada perdida en alguna parte de la cama. Hacía dos años que no pensaba en su nombre; dos años en los que ni siquiera en su mente había sido capaz de referirse a él con esas cuatro letras, una eternidad desde que creyó que jamás volvería a hacerlo de nuevo. Y, sin embargo, ahí estaba: una palabra, dos vocales y dos consonantes, un diminutivo; una montaña rusa de recuerdos. Unas emociones que, cansadas de estar encerradas a cal y canto, habían aprovechado para irrumpir en su vida cuando ella menos lo esperaba.
La importancia de Alec aún continuaba latente.
Un amor a través del tiempo, de las dificultades, de la realidad que ambos se ocultaban, pues ninguno de ellos se mostró en un principio como era en realidad. Corazas a prueba de relaciones desdichadas que no tardaron en caer cuando se percataron de que habían nacido el uno para el otro. Un encuentro que traspasó corazones y almas. Y una pérdida que dejó a Juliette sumida en la oscuridad más desoladora de este mundo.
Alec comenzó siendo un misterio, algo molesto que la perseguía a todas horas. Y más tarde resultó ser una estrella brillante, aunque rodeada de una densa tiniebla. Había crecido en un ambiente pernicioso para cualquier niño y aun así se convirtió en un buen hombre. Juliette llegó a conocer toda la verdad. No lamentaba lo que Alec le había ocultado al principio. Su amor por él iba más allá de vidas secretas. Lo que ella jamás había podido perdonarse fue darse cuenta demasiado tarde. Aquellos recuerdos amenazaban con regresar a sus días y convertirlos en noches eternas.
Por un momento, pensó en cancelar sus planes y acurrucarse en la cama hasta que el dolor pasase o hasta que la rutina volviese a adormecer sus sentidos y acabara invadiéndola por completo. Entonces, su móvil vibró encima de la mesilla. Con movimientos apesadumbrados estiró el brazo para alcanzarlo. Un mensaje:
Su madre. Su siempre oportuna madre había conseguido, sin ser consciente de nada, evitar que volviese a caer en ese oscuro abismo. Y se dio cuenta de que debía moverse. Él no iba a volver, un hecho más que evidente, pero ella seguía ahí para sus familiares y amigos. No podía dejar a Leonor sin respuestas. Muchos habían confiado de nuevo en ella y no pensaba dejarse amedrentar por el pasado, por muy fuerte que este tirara de su cabeza, su ánimo, sus fuerzas… Decidió terminar con las botas y borrar el rastro de la tristeza. Escogió seguir adelante, al menos un día más.
Sin remordimientos.
Sin miedo.
Sin Alec.
Una hora y un par de autobuses después, que no hacían más que evidenciar que necesitaba con desesperación arreglar su coche, se encontraba ante la gigantesca verja. Esa vez abierta, y al otro lado la esperaban Steve, el joven guardia de seguridad, y su ya caballero andante, Theodore Carter, dispuesto a ahorrarle el largo paseo hasta el número dieciocho de Carnation Street.
El recorrido en coche, al ritmo de Uptown Girl de Billy Joel, estuvo marcado por dos breves temas de conversación. Juliette intentó sonsacarle información sobre su relación con Leonor y así poder hablar del misterioso descubrimiento. Teddy solo canturreó la canción y también interrogó a la joven sobre su trabajo, sus amores y su vida. Ninguno consiguió demasiado.
Al llegar, Leonor los esperaba en la puerta.
—¡Julie! Disculpa por hacerte venir tan pronto.
—Dime que hay café hecho y no habrá nada que disculpar —respondió con una sonrisa.
—Bueno, señoritas, tengo que dejarlas, o mi pequeño llegará tarde al colegio. —Los ojos del anciano brillaban cuando mencionaba a Sam, su dulce nieto.
—Adiós, Teddy. Gracias —se despidió Juliette.
Leonor no dijo nada. Su mirada hablaba por ella.
En la cocina, ya frente a una taza de café, las mujeres se miraron:
—Adelante, cuéntame —le pidió Juliette.
—Ah, sí. Casi me olvido…
Leonor abandonó la cocina, no sin antes coger los guantes de goma del fregadero.
La anfitriona volvió al instante con los guantes colocados y una bandeja en las manos. Sobre ella, unas fichas de póker, unas cartas y un sobre.
—Encontré esto en la caja que guardé en el desván hace demasiados años —explicó la mujer. Su actitud con los objetos era exagerada para Juliette. Los trataba como si fuesen explosivo plástico.
Sacó el contenido del sobre con los guantes todavía puestos. Una vieja fotografía en la que cinco hombres jugaban a las cartas mientras sonreían a la cámara. Entre ellos, Robert.
—Thomas Clancy —indicó Leonor y deslizó su dedo hacia el hombre de su derecha—. Lucas Márquez. El del otro extremo es Steve Harris.
—Comprendo. Eran vecinos y amigos.
—Sí, pero hay un hecho que los une y no es la timba semanal entre vecinos… Todos están muertos, Julie —la anciana hizo una pausa—. Todos menos…
Entonces algo chasqueó en el cerebro periodístico de Juliette. Todos en esa foto habían muerto, antes o después, asesinados por Eden, salvo uno. Un detalle que convertía esa excepción en un objetivo.
—¡Oh, Dios! ¿Cómo se llama el otro hombre?
Si efectivamente todos estaban relacionados, el último rostro de la foto se encontraba en peligro.
—Eric. Eric Harris. Pero, Juliette, eso no es todo…
La joven, quien se afanaba en realizar aquella llamada con urgencia, se detuvo.
—¿Qué más puedes decirme?
—Dale la vuelta —dijo con tono cansado.
Con curiosidad, giró la fotografía para encontrar una breve inscripción.
Casiopea, 1973 .
Repitió para sí nombre y fecha. De repente, la constelación formada por cinco estrellas en forma de uve doble la abordó, pero no se detuvo ahí su mente. Cinco hombres sonrientes, cinco astros en la noche. Lo siguiente que vio fue una sucesión demencial de noticias. Robos a bancos, asaltos a viviendas, asesinatos, aquel autobús de niños que fue secuestrado para cubrir una huida… Los tenía en sus manos, todos los miembros de aquella banda criminal de nombre cósmico que jamás desveló la identidad del resto de sus componentes. Todos vecinos. Todos amigos. Todos criminales.
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