—Perdona, no creí que fuese tan tarde. Debes de ser la joven Julie. —Se deshizo de los guantes y el delantal antes de ofrecerle la mano—. Leonor Eden.
—Sí, encantada de conocerla. Como Eriol le habrá dicho, colaboro con el Cuerpo de Policía. Elaboro perfiles —se sintió en la obligación de aclarar el motivo de su visita, pero sin profundizar demasiado—. Quieren que hable con usted para cerciorarme de los hechos que denunciaron.
—Por supuesto, estaré encantada de ayudar. ¿Cómo has llegado? Pensaba esperarte, pero ando distraída.
—Lógico —se limitó a susurrar casi para sí misma—. Me ha traído su vecino, el señor Carter.
Leonor se ruborizó al oír aquel nombre y Juliette vio en su rostro a la joven y bella señora Eden, la misma de aquella foto en blanco y negro del día de su boda que ocupó los periódicos hacía años.
—Un gesto muy amable de su parte. Es un buen vecino… —Carraspeó y miró hacia la casa—. ¿Te apetece un té?
Se acomodaron bajo el velador, donde el sonido de las avispas zumbando en un panal cercano relajó el extraño ambiente. El líquido ambarino desprendía vapores que ascendían en espiral por la taza. Mientras, Juliette limpiaba con los dedos las gotas de condensación y preparaba su libreta y bolígrafo. Palabras como «mirada intensa» o «sonrisa agradable», no tardarían en ocupar aquel papel, acompañadas de otros gestos involuntarios que fuese observando cuando empezase la charla.
Le pidió que relatase los acontecimientos de aquella noche y Leonor, con un suspiro hastiado, comenzó a narrar lo ocurrido una vez más.
—Como les dije a tus compañeros, todo pasó el martes de madrugada. Me acosté algo más tarde de lo habitual porque habíamos estado jugando a las cartas en casa de la señora Riley, después de cenar.
—¿Qué cenaron?
Para Juliette, aquella pregunta tenía su importancia, aunque pareciese absurda. No necesitaba oír otra vez la misma historia que Leonor había contado a policías y vecinos. Debía sacarla de la comodidad de su hogar, dejar su zona de confort y colocarla frente a los hechos. Solo así evitaría un cuento más de mirada perdida y voz automática.
—Una ensalada y pollo al horno —respondió—. Lo acompañamos de limonada y, antes de que lo pregunte: no, no tomé ni una gota de alcohol.
—Perfecto. ¿Llevó la limonada el señor Carter? Me ha dicho que la hace con su nieto y está deliciosa.
—Sí, así es.
Desvió la mirada hacia su taza y Juliette apuntó el nombre de Teddy en su cuaderno. Le costó horrores no rodearlo de pequeños corazones.
—¿Sobre qué hora llegó a casa?
—A eso de las ocho. Recogí un poco y me acosté después. Lo recuerdo porque puse el despertador.
«Minuciosa». «Organizada». «Madrugadora». Se unieron al resto de palabras anotadas.
—¿Y entonces? —volvió a preguntarle.
—Entonces me desperté a mitad de la noche. Estaba muy oscuro y algo me sobresaltó. Oí un tintineo y cómo la puerta se abría. —Leonor se detuvo para reprimir un escalofrío.
—Debió de asustarse.
—Mucho, pero pensé que si habían utilizado la llave podía tratarse de alguno de mis vecinos que necesitase algo.
«Confiada», volvió a escribir.
—Espere. ¿La llave? ¿Cómo supo que no la forzaron?
—Porque he pasado décadas escuchando ese sonido. Mi marido, y después mi hijo, solían llegar tarde y yo me percataba de todo. Una mujer tiene el oído afinado para estas cosas. —Le dirigió una sonrisa algo resignada—. Después encontré el viejo llavero de Robert, lo que confirmó mis dudas.
—Bueno, podría haber estado en casa todo el tiempo, ¿no?
—Señorita —la anciana alzó considerablemente la voz—, no estoy tan mayor como para limpiar una casa durante años y no ver unas llaves en la mesita del vestíbulo. Y, como les dije, estaba en la lista de efectos personales que le retiraron en prisión, pero no en los que me devolvieron cuando tuve que enterrarle.
La mirada de aquella mujer la obligó a excusarse.
—Perdón, no la interrumpo más.
—No se disculpe, no es culpa suya. Está siendo una semana horrible. No debería mostrar mi enfado contigo, Julie.
«Impulsiva». «Fuerte». «Educada». Garabateó.
—Bajé a comprobar de quién se trataba y vi una luz en el antiguo despacho de mi marido. Lo siguiente fue una sombra y después los ruidos de alguien desesperado lanzando todo por el suelo. Entonces fui a la cocina y llamé a la policía, pero no pude esperar y entré.
—¿Entró?
Le impresionó lo racional y fría que había sido ante aquella situación.
—Debe entender que ese sitio ha sido un santuario desde que él murió. En cuanto la policía me devolvió todo lo que habían requisado para la investigación, lo ordené como siempre lo había tenido. Solo invado su despacho un par de veces al mes para limpiar el polvo acumulado. No iba a permitir que nadie lo destruyese. Los recuerdos son una cosa preciosa, ¿sabe, Julie? Tener esa habitación intacta me hacía sentir acompañada, como si él fuese a aparecer por la puerta y darme un abrazo.
«Más que algo precioso, son peligrosos», pensó Juliette.
Admiraba el temple de la señora Eden porque ella, por su bienestar psicológico, tuvo que encerrar sus recuerdos en una caja de cartón, escondida bajo objetos perdidos en las profundidades de su cama. Los recuerdos, pensó, podían arrebatártelo todo e incluso hacer que te perdieras a ti mismo.
—No esperaba que algo así pasara —continuó la mujer—, pero ahí estaba él. Cuando abrí la puerta se asustó, me miró y sonrió. No había cambiado nada desde la última vez que lo vi, y por un momento pensé que se trataba de un sueño. Me preguntó por su caja. Yo no sabía a qué se refería. Intenté calmarlo, pero no dejaba de lanzar cosas, nervioso. Aquel no era el hombre del que me enamoré, estaba desquiciado. Me acusó de haberle robado la dichosa caja. Solo se me ocurrió decirle que quizá la policía se la llevó como tantas otras cosas suyas. Entonces, un claxon sonó fuera, mientras oía gritos y sonido de cristales en alguna casa cercana. Me dio un beso en la frente y desapareció. Unos minutos después, Teddy tocó en la puerta para ver si todo iba bien. Estaba preocupado, habían entrado en casa de los Clancy y los Márquez y habían herido a los hombres. La policía llegó una hora después… Poco podía hacerse ya por ellos.
—¿Solo usted vio a aquel hombre? —inquirió Juliette.
Leonor era una buena narradora. Su voz calmada y su descripción detallada la habían sumergido por completo en la historia.
—No, Teddy lo vio huir. Lo reconoció por las fotos de mi salón. Y las viudas también afirman haberle visto. Parece ser que mi casa fue su última parada en el vecindario.
—Pero dice que oyó cristales y gritos…
—Sí, Diane Clancy me ha contado que uno de los compinches entró a robar en su casa y salió como alma que lleva el diablo por la ventana.
—¿Y sobre las víctimas? ¿Algo que pueda relacionarlas? Las casas estaban alejadas entre sí.
Juliette se apresuró a sacar la copia del resumen del caso.
—Eran buenos amigos. Thomas Clancy y Lucas Márquez solían venir a casa a jugar al póker con Robert…
—¡Entonces, sí hay relación! —La asesora saltó sobre su silla. Al menos tenía algo.
—Sí, supongo que sí. ¿Eso quiere decir que me crees? —susurró esperanzada. Juliette era la primera persona que no la había mirado con desconfianza. Se sintió culpable por hacer pedazos sus ilusiones.
—Creo que era alguien que se parecía a su marido.
—¡Sé que era mi marido! ¿Acaso no reconocerías a tu chico? ¿O a tus padres?
—Yo —carraspeó— quiero creerla. Sinceramente quiero hacerlo, pero necesito que me dé algo más. Si se acuerda de algo, lo que sea…
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