MIENTRAS VENCE
AFUERA LA SOMBRA
SUSANA IBÁÑEZ
Mientras vence afuera la sombra
SUSANA IBÁÑEZ
Índice
Portada
Portadilla Mientras vence afuera la sombra SUSANA IBÁÑEZ
Legales Ibáñez, SusanaMientras vence afuera la sombra / Susana Ibáñez. - 1a ed . - Santa Fe : Palabrava, 2021.Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos ; 15)Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-4156-38-91. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.CDD A863 Mientras vence afuera la sombra Susana Ibáñez Editorial Palabrava Diagonal Maturo 786 Santa Fe editorialpalabrava@yahoo.com.ar www.editorialpalabrava.com Colección Rosa de los vientos Directora de colección: Patricia Severín Coeditora: Viviana Rosenzwit Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Melit Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo Santa Fe – www.sugoilab.com Primera edición en formato digital: noviembre de 2021 Versión: 1.0 Digitalización: Proyecto 451 Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN 978-987-4156-38-9
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Ibáñez, SusanaMientras vence afuera la sombra / Susana Ibáñez. - 1a ed . - Santa Fe : Palabrava, 2021.Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos ; 15)Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-4156-38-91. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.CDD A863 |
Mientras vence afuera la sombra Susana Ibáñez
Editorial Palabrava
Diagonal Maturo 786
Santa Fe
editorialpalabrava@yahoo.com.ar
www.editorialpalabrava.com
Colección Rosa de los vientos
Directora de colección: Patricia Severín
Coeditora: Viviana Rosenzwit
Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Melit
Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo
Santa Fe – www.sugoilab.com
Primera edición en formato digital: noviembre de 2021
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN 978-987-4156-38-9
Venimos de los vientos y regresaremos a ellos. La ¿Pero por qué nos pondría esto tristes? Mejor amémonos y trabajemos, y celebremos. No creo en las tristezas de este mundo.
E. M. Forster
Y en el pensamiento luz o fe ahora buscas, mientras vence afuera la sombra
L. Cernuda
Uno
El fiscal Rojas le dio las muletas a Tracia, se sentó en el sillón del consultorio, con esfuerzo subió la pierna operada y acomodó la otra con rapidez, como si no le doliera. Tracia apoyó las muletas en la pared y ocupó el banco frente a sus pies, la mesa de instrumental a un lado y la lupa con luminaria al otro. Rojas hizo cuentas: ya había visitado a la podóloga en tres ocasiones, a razón de una por mes, después estuvo más de dos meses en cama y ahora, en su cuarta visita, se sometería a lo que imaginaba una tortura.
Con la suavidad acostumbrada, Tracia alineó los tobillos sobre el paño descartable y le quitó las medias y las vendas. En la piel se veían rastros de las heridas, que tardaron tanto en cerrar. Se calzó los guantes de látex con un par de chasquidos y se inclinó para observar las uñas. Su cara quedó enmarcada por los pies de Rojas, los dedos pálidos por el frío del aire acondicionado, la mala circulación y las secuelas del ataque.
—¿Le duelen todavía? —preguntó ella.
—Mucho menos que antes, pero me vuelven a doler de solo verlos.
—Agradezca que salió vivo —dijo Tracia. Miraba la mesita de instrumental a su lado como si dudara con qué emprender tamaña tarea.
El fiscal había oído esa frase con frecuencia en las últimas semanas, pero recién ahora que ella la pronunciaba con tal desapasionamiento, como si la dijera diez veces al día, fue consciente de su obviedad: era hora de sentir gratitud por haber sobrevivido y dejar atrás el rencor que lo atenazó cuando, después de operarle la pierna, los médicos le dijeron que harían lo posible por salvarle los pies, que habían resistido a las ruedas de las motos sin fracturas serias pero mostraban heridas en los dedos que tardaban en cerrar. Nunca antes había pensado que la palabra amputación se sumaría a su vocabulario cotidiano.
—Vivo, pero por poco —murmuró.
Se repetía el ritual. Cuando ella comenzaba a trabajar no hablaban por un rato. Rojas tenía tiempo de observar la precisión de las manos enguantadas, la cabeza con una breve inclinación hacia un lado, atenta a los secretos de sus pies, el balance de los rasgos —sobre todo la línea casi recta de las cejas, pero también la de la nariz, y la de la boca, que apretaba de a ratos—, y la piel que, aunque tirante sobre los pómulos, comenzaba a insinuar las líneas de la cuarta década.
A Rojas se le estaban cayendo las uñas y había ido a verla para que las extirpara sin ponerlo en peligro de infección. No permitió que nadie lo hiciera en la clínica. Solo se dejaba tocar los pies por ella. La diabetes había hecho de sus visitas mensuales a ese consultorio —y a todos los que había ido en casi veinte años— no tanto un paliativo o un acto de vanidad como una precaución, y sabía que ella no le provocaría dolor.
Antes de cerrar los ojos para pensar en otra cosa —en las tierras de Tracia y no en el bisturí de Tracia, por ejemplo—, vio que ella empezaba a trabajar. Insensible y torcido hacia adentro, el dedo gordo viraba de un pálido bilioso al gris. De un color marrón claro, engrosada y más larga que lo habitual, la uña se había mantenido en su lugar gracias a una venda, pero ahora se veía desprendida y frágil. Rojas apoyó la nuca en el respaldo y apretó los párpados y los dientes. La destreza de la mujer y la escasa sensibilidad de sus pies hacían que casi no sintiera lo que a otro le habría parecido un martirio.
Imaginaba la región de Tracia, tierra contradictoria de Espartaco y de Tereo, como una extensión de verdes profundos moteada de ruinas, frutales y sembradíos. Reconstruyó parte de lo que había leído sobre la comarca para no sentir el filo del metal en las cutículas, pero al abrir la memoria regresaron el vértigo y el miedo: dos motos se le vienen encima, lo hacen caer en la calle y le aplastan las piernas entre gritos y aceleradas. “Esto es por la piba”, llega a oír que dice uno cuando coletea y estabiliza las ruedas para arremeter contra él otra vez, esta vez para pegarle con lo que, según los testigos, eran tubos de metal. El sol del mediodía santafesino lo encandila y no le deja ver de dónde vienen los golpes. “No te vuelvas a retobar, Rojas”, le grita por sobre el hombro el último en escapar, anónimo en la cueva del casco. Por seguirlo con la vista, no ve el auto que le da el peor golpe. No te vuelvas a retobar, Rojas. Le resultaba difícil olvidar ese final de estruendo: el ruido de los motores al acelerar de pronto, el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto caliente, la amenaza.
Siempre había sentido repulsión por los pies de los otros, pero por los suyos sentía odio. Comenzó a ocultarlos de chico porque la forma de sus dedos le parecía revulsiva y porque las uñas, más gruesas y opacas que las de sus amigos, siempre le quedaban torcidas o se le encarnaban. Le daban tanta vergüenza que, aunque le gustaba pasar las tardes con sus amigos en Regatas, había evitado aprender a nadar mediante el cultivo atento de resfríos catarrales, túrgidas micosis y otitis a repetición. Si no podía simular una enfermedad, se dedicaba a la actuación desesperada de ahogamientos que bien podrían haberse visto como intentos de suicidio. Se negaba a usar ojotas y no se quitaba las medias ni siquiera cuando, de joven, estaba con una mujer. Se disculpaba con ellas, se reían juntos bajo las mantas, prometía compensarlas, pero recién olvidaba su incomodidad si ellas desviaban la atención a partes más armónicas de su cuerpo.
Читать дальше