Susana Ibáñez - Mientras vence afuera la sombra

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El fiscal Rojas reconstruye su vida después de un atentado. Para su recuperación cuenta con el inesperado apoyo de su podóloga Tracia, una mujer hermosa y enigmática que lo ayuda a comprender los casos a los que dedica sus días alejado de la oficina. Santa Fe es una ciudad violenta con crímenes de difícil resolución: un hombre muere en soledad en la casa de la que no salió en cuarenta años, otro desaparece sin dejar rastros, un tercero resulta asesinado a golpes y un cuarto no logra explicar por qué ha seguido a una joven por meses. Rojas solo desea hacer justicia, pero los años le restan fuerzas y se encuentra con más preguntas que respuestas. Será su singular relación con Tracia y la nueva energía de su amor otoñal lo que cambiará su vida rotunda y definitivamente.

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Fue Schillaci quien les comunicó a los medios locales que la agresión que le rompió el fémur a Rojas había sido una represalia por el caso Mounier. En realidad debió haberse llamado caso Lorefice —el muerto era Lorefice—, pero en vez de tomar el nombre de la víctima, tomó el del principal sospechoso, que se había convertido en un personaje fascinante para el público: el acusado sostenía que lo contrató el mismísimo gobernador Higgins para cuidar a su hija Valeria, juraba que no mató a Lorefice y aseguraba que nunca pensó siquiera en acosar a la hija de Higgins y menos aún en abusar de ella, algo de lo que no se lo acusó pero que muchos sospechaban que había estado en sus planes.

Nada concreto ligaba el ataque con ese caso, pero era fácil interpretar las palabras que oyeron los testigos y que todavía se repetían en su memoria como una explicación del ataque y una amenaza. “La piba” con la que Rojas no debía meterse podía ser la hija de Higgins, y ante un gobernador no había que “retobarse”. Ya al frente de la investigación del atentado, Schillaci obtuvo apoyo político, visibilidad, tiempo de aire, pero no hallaba, todavía, a los responsables. ¿Para qué vivir, pensaba, cruzando el insomnio de la clínica durante su internación, si no podía hacerlo en plenitud, si debía compartir esa sobrevida con tipos como Schillaci, que se beneficiaba de desgracias ajenas?

En esa cuarta visita a Tracia, Rojas trataba de sentir gratitud. Por fortuna, ya no veía esa clínica como su última parada antes de la muerte, como la imaginaba durante su convalecencia, sino como un sitio que visitaba para apurar su recuperación. En un intento de escapar de la visión de sus pies amoratados y de los movimientos cautelosos de Tracia, y ante la imposibilidad de evadirse a tierras extrañas —a veces las tierras de Tracia estaban más lejos aún que su imaginación—, para olvidar el ataque repasó los detalles de una historia que Tracia, la Tracia concreta, diminuta y perfumada que se dedicaba a prolongar su posibilidad de caminar, le contó en su segunda visita.

Recordaba esa ocasión en detalle porque la ciudad estaba ese día bajo el asedio de una tormenta oscura y grave, de esas que se mueven despacio sobre la ciudad, empujadas por un aire caliente que parece haber sobrado de malos veranos. La gente caminaba rápido bajo los aleros y miraba al cielo con tristeza e intranquilidad. Tormentas como esa solían despertar el recuerdo monstruoso de las inundaciones que habían ido hundiendo a la ciudad en un desasosiego persistente. Entendía ahora que su amistad con Tracia se fundó en un intercambio inicial de historias extraordinarias. Otras relaciones se construían con el fluir de los años, capeando juntos adversidades y celebrando logros, pero la de ellos se parecía a un pacto, un contrato tácito de discreta e inusual reciprocidad discursiva.

En la fiscalía estaban al tanto de que él hacía una salida mensual de la oficina por motivos personales, para ver al endocrinólogo y a la podóloga. En esa segunda visita tenía turno con Ballesteros a las diez y con ella a las once de la mañana, horario que conservó desde entonces y que le permitió quedarse unos minutos más de la hora prevista para cada paciente. De doce a dos ella almorzaba y atendía solo emergencias, uno de los pedidos de la clínica al alquilarle el consultorio. Si no la reclamaba nadie, Rojas prolongaba la conversación.

Ese día llegó tarde a su cita con Ballesteros. El tránsito enloquecía por lo inminente de la tormenta, que se anunciaba con ráfagas cargadas de tierra. Era el fin de la sequía. El viento arrancaba de los intersticios de la ciudad granos de arena y piedras mínimas que se estrellaban contra la piel y los vidrios. La gente caminaba con las manos frente a los ojos para protegerse de la metralla de polvo. En las esquinas se arremolinaban papeles desprendidos vaya uno a saber de qué bolsillos. Un rato después, apenas entró al consultorio de Tracia, se largó a llover con estruendo. La encontró inquieta por la tormenta: se movía por el consultorio como un animal perseguido por la tala, ocupada en tareas que parecía dejar siempre inconclusas, daba respingos y se estremecía con cada trueno. Después de unos minutos de preparativos, se sentó en el banco y se tomó un momento antes iniciar el trabajo.

—Aborrezco las tormentas. Mire cómo me tiemblan las manos. —Le mostró los dedos inquietos, suspendidos en el aire—. En un rato se me pasa. ¿Se acuerda de lo que me contó la última vez que vino, doctor?

Rojas asintió, avergonzado por lo indiscreto que había sido al confiarle cómo conoció a Ballesteros.

—¿Sabe que me hizo recordar algo que pasó en mi familia cuando yo era chica?

—¿Qué cosa?

—Una mujer se suicidó en casa de mis abuelos, en las sierras. Una amiga de mi madre. Anoche hablé con mis hermanas y les pregunté si se acordaban. No había pensado en eso en años. La mujer pasó con nosotros una cena de Año Nuevo. No la invitaron, apareció de sorpresa. Nunca supe cómo se llamaba.

Tracia empezó a cubrir la piel reseca de sus pies con algodones húmedos. Había algo raro en esa mujer, le dijo. A los diez años no se comprende por qué una cara se ve así, pero ahora Tracia sabía que si los ojos parecen de vidrio y se desdibujan es porque el sufrimiento ha sido largo. Aquella noche, mientras la familia celebraba en el patio trasero la última noche del año (¿1989? ¿1990?), ella se dedicó a observarla. La mujer no comía. Fumaba en la mesa, algo que en su familia estaba prohibido, pero como el abuelo no le dijo nada, ella la admiró por el cigarrillo transgresor. Era diferente a su madre: no tenía la cintura cuadrada ni pechos grandes, ni usaba delantal; delgada, de dedos largos y uñas cuidadas y sin pintar, llevaba el pelo suelto y, como única joya, aros que parecían aspirinas; estaba bronceada y se había puesto mucho perfume. Tracia no se cansaba de mirarla fumar. Con la mano derecha sostenía el cigarrillo vertical —hizo el gesto poniéndose el alicate entre los dedos— y con la izquierda se llevaba, cada tanto, la copa de vino a los labios. Dijo que la hipnotizaban esas manos, tan bronceadas como los hombros pero con parte de los dedos blanca, como si se hubiera quitado muchos anillos.

Mientras esperaban las doce, la mujer se puso a buscar canciones alegres en la radio. Asomadas a la puerta, las tres hermanas la miraban bailar sola en el comedor. A las doce, los hombres pusieron en marcha el espectáculo que solían montar en el fondo, más allá de la huerta. Se turnaban con los fuegos artificiales mientras el resto de la familia intercambiaba deseos de un buen año. La mujer se acercó a las tres hermanas, se inclinó y las besó con la cara fría. Por muchos años Tracia no pudo olvidar su perfume. Las miró a los ojos a las tres y les dijo, tocándoles las caras con la mano helada: “Les deseo mucha suerte en la vida”. Sonaba solemne, triste. “Suerte en la vida”, repetía. Tracia sintió miedo en ese momento, no sabía si de la vida, de no tener suerte, o de nunca llegar a ser como esa mujer. Lo último que recordaba de esa noche era que la mujer y su madre se fueron por la galería hacia la huerta en sombras, abrazadas por la cintura, con las cabezas juntas.

Tracia se quedó callada un rato. El viento abrió la ventana de un golpe. Cuando se levantó a cerrarla, se cortó la electricidad. Del otro lado de la puerta se oyeron exclamaciones de contrariedad. Ella levantó la persiana para que entrara la luz grisácea del mediodía y encendió un par de velas. El consultorio se llenó primero de olor a fósforo quemado y después de perfume a vainilla.

—No puedo trabajar con tan poca luz —dijo, como para sí. Se quedó frente a la ventana, con la mirada en la calle y en la lluvia, que caía en diagonal. Él tuvo ganas de acompañarla, pero no podía levantarse del sillón con un pie lleno de algodones—. Si encima está sin paraguas, tiene para rato acá. No hay taxis a la vista. Le convido un café.

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