Susana Ibáñez - Mientras vence afuera la sombra

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El fiscal Rojas reconstruye su vida después de un atentado. Para su recuperación cuenta con el inesperado apoyo de su podóloga Tracia, una mujer hermosa y enigmática que lo ayuda a comprender los casos a los que dedica sus días alejado de la oficina. Santa Fe es una ciudad violenta con crímenes de difícil resolución: un hombre muere en soledad en la casa de la que no salió en cuarenta años, otro desaparece sin dejar rastros, un tercero resulta asesinado a golpes y un cuarto no logra explicar por qué ha seguido a una joven por meses. Rojas solo desea hacer justicia, pero los años le restan fuerzas y se encuentra con más preguntas que respuestas. Será su singular relación con Tracia y la nueva energía de su amor otoñal lo que cambiará su vida rotunda y definitivamente.

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—Usted dijo que él vivía solo —le dijo a José Luis Ballesteros—. ¿Quién limpiaba la casa? Veo que está todo impecable. No hay ni un papel fuera de lugar, ni una mancha en la pared.

Rojas se preguntaba de dónde saldría ese olor a humedad, si todo parecía estar seco y recién pintado.

—Mientras vivía mamá, ella se encargaba de que Carlos tuviera todo lo necesario, aunque había días que él no le hablaba, y otros que ni siquiera la dejaba entrar a su cuarto. Papá murió hace mucho y ella hace ya siete, no, ocho años. Entonces me empecé a encargar yo. Le hacía una compra quincenal y se la acomodaba en la alacena y en la heladera. Si estaba de buen humor, bajaba él a saludarme, pero las más de las veces, subía yo y le hablaba desde la escalera, para no invadirlo. Al principio le manejaba la cuenta del banco, pagaba su tarjeta de crédito. Después empezó a hacerlo él por banca electrónica, pero yo seguí a cargo de las compras. Le descontaba el monto de su asignación mensual. Me encargaba de administrar el campo y le depositaba un tercio de las ganancias. Me quedaba con dos tercios porque, al fin y al cabo, yo hacía todo el trabajo y él se había quedado con esta casa. Él estuvo de acuerdo con ese arreglo. Cuando mamá murió, empezó a limpiar y a mantener todo en buen estado, por lo menos la parte de adentro de la casa. Era muy habilidoso. Lo único que no cuidaba era el jardín, así que hice cubrir el pasto con piedra y cada tanto mi jardinero se da una vuelta, arranca los yuyos y limpia el frente con una escalera que le dejo preparada.

—¿Qué más hacía usted por él?

La pregunta era torpe, pero de tan inverosímil que le sonaba la historia, a Rojas le costaba interrogar a ese hombre, autor de una narrativa imposible y a la vez capaz de contestar sus preguntas con tono franco y gesto de preocupación.

—Recibía en mi casa las cosas que él compraba por Internet y se las traía. Carlos nunca se asomaba a la puerta y mantenía las persianas bajas. Yo ingresaba el auto a la cochera, descargaba la provista o sus compras de libros o ropa, y me llevaba la basura en el baúl del auto. Me decía que teníamos que simular que yo venía a constatar cómo estaba la casa, no que visitaba a mi hermano.

—Es muy raro esto que me cuenta —murmuró Tracia. Parecía afectada por el relato.

Rojas le confesó que en ese momento no creyó la historia de Ballesteros y que todavía no la creía en su totalidad, a pesar de su aprecio por el médico. Siguió contándole que la maquinaria que había puesto en funcionamiento el juez Rezek se movía rápido: el forense subió la escalera, lo saludó con un gesto y entró al dormitorio donde esperaba el cuerpo.

—¿Cómo supo que había muerto? —le preguntó Rojas a José Luis—. Por lo que me cuenta, pudieron haber pasado días sin que usted se enterara.

—Intercambiábamos mensajes. Todas las noches yo le preguntaba cómo estaba y él me enviaba un ok —José Luis sacó su celular del bolsillo del pantalón, abrió los mensajes y le mostró el intercambio.

—Voy a precisar el celular de su hermano.

Rojas se preguntaba por qué Carlos habría elegido la habitación de sus padres para morir. El juego de dormitorio era Luis XV, con cubiertas de mármol y tallas intrincadas. ¿Habría sido la solemnidad del mobiliario lo que lo decidió por ese lugar? Levantó la persiana para ver mejor la casa de enfrente. El sol la iluminaba a pleno. Por sobre el tapial pudo ver que el césped estaba crecido y que había telas de araña con tierra en ventanas y cornisas. Faltaban un par de tejas y una de las persianas estaba torcida.

—Ella murió hace un mes. La casa debe estar por salir a la venta —dijo Ballesteros a su lado.

Comparó el contenido de las aplicaciones de mensajería de los celulares de los dos hermanos y comprobó que los intercambios coincidían, aunque el hermano sobreviviente, con acceso a los dos dispositivos, bien podía haber eliminado mensajes en ambos. Aprovechó a mirar la galería de fotos del celular del muerto. Estaba vacía. No notó que había más gente en el cuarto hasta que levantó la vista de los teléfonos y vio que acomodaban el cuerpo de Carlos en la camilla para trasladarlo a la morgue judicial. La voz de Ballesteros lo trajo de vuelta a la conversación:

—¿Empieza a creer lo que le cuento, doctor?

Le dijo que le creía, aunque no era así. Esta vez no temió desobedecer a Schillaci y apoyó al juez en su pedido de autopsia. El forense dictaminó muerte natural. El hombre había estado enfermo por años y tenía que haber sufrido dolores tremendos. Unos días después de que se enterró a Carlos con la discreción que había pedido su hermano, recibió en la fiscalía una caja chata y liviana. Era la Mac Air con una nota de José Luis. Le agradecía que hubiera mantenido el nombre de la familia fuera de los medios y le decía que la computadora tenía contraseña y que de todas formas no la quería, que se la regalaba a su hijo, que seguro podría abrir los archivos usando la libreta que también le mandaba. En la caja encontró un cuadernito con anotaciones que sólo Ariel sería capaz de entender. Rojas le confió a Tracia que no sabía si podía aceptar algo tan costoso pero, después de todo, el regalo no estaba dirigido a él y no había cuentas pendientes con Ballesteros, así que llevó la computadora a su casa.

Un par de golpes discretos en la puerta indicaron la llegada del próximo paciente.

—Y después de eso averigüé dónde atendía José Luis y cambié de endocrinólogo —resumió Rojas mientras caminaba hacia la puerta—. Aunque no le creí todo lo que me contó, si hemos de depender de alguien es mejor que esa persona nos deba un favor, ¿no le parece?

—Es muy buen médico —dijo ella al despedirlo.

Lo era. Ballesteros le explicó por qué era tan difícil para él contener su diabetes: su cuerpo reaccionaba al sufrimiento con desequilibrios mínimos pero trascendentes para su estado general, lo debilitaba al negarse a producir los jugos que construían un cuerpo sano. Le confirmó que no había cura para él y que su bienestar dependía de controlar sus niveles de glucosa y de reducir riesgos a los vasos sanguíneos. Debía dejar de fumar, algo que hizo de inmediato, y de beber alcohol, tema sobre el que seguía trabajando. Le dijo que corría el riesgo de un ataque al corazón, de quedar ciego, de que algunos órganos se resintieran con el paso del tiempo. Debía temer a las infecciones, llevar una vida equilibrada, evitar los disgustos. Ballesteros le redujo algunas cosas a números simples. Le dijo, por ejemplo, que tenía el doble de chances de morir que una persona sin la enfermedad. El gusto de Ballesteros por las explicaciones directas hizo que, una vez cerrado el caso de la muerte de Carlos, Rojas se sintiera a gusto en la conversación que iniciaron.

De regreso a casa después de aquella primera visita a Tracia, sintió los pies nuevos, jóvenes. Aunque a su criterio siempre serían despreciables, ahora no se veían tan maltrechos. En la plaza, los jóvenes celebraban la primavera en lo que más parecía una tarde de invierno. Él apretaba en el bolsillo del saco el rectangulito de papel con la promesa de un segundo encuentro con ella. Esa noche, antes de apagar la luz, en la libreta azul que tenía junto al despertador —no se acostumbraba al reloj del celular— escribió dos líneas: una serie de números —la fecha, la temperatura máxima del día y su nivel de glucemia, que se tomaba con un pinchazo en el dedo— y un sucinto comentario laudatorio sobre su nueva podóloga.

Dos

Rojas se permitió llorar sin ruido y sin mirarse los pies mientras Tracia le desprendía las uñas levantadas. No hablaban, él para no hacer audible el sollozo y ella, imaginaba él, para dejarlo lagrimear tranquilo. Lo invadía una sensación de agobio: hartazgo del caso Mounier, uno de los más complejos de los últimos años y, se pensaba, la razón del atentado, cansancio por las consecuencias de la operación y por la manera poco razonable en que había procedido Rafael Schillaci, el jefe de la fiscalía, en la investigación del ataque. Como bien había dicho Tracia, debía sentir gratitud por estar vivo, pero hoy no sabía si valía la pena transitar una vida también habitada por personas como las que debía cruzarse a diario. Entre esas personas se encontraba Schillaci.

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