Susana Ibáñez - Mientras vence afuera la sombra

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El fiscal Rojas reconstruye su vida después de un atentado. Para su recuperación cuenta con el inesperado apoyo de su podóloga Tracia, una mujer hermosa y enigmática que lo ayuda a comprender los casos a los que dedica sus días alejado de la oficina. Santa Fe es una ciudad violenta con crímenes de difícil resolución: un hombre muere en soledad en la casa de la que no salió en cuarenta años, otro desaparece sin dejar rastros, un tercero resulta asesinado a golpes y un cuarto no logra explicar por qué ha seguido a una joven por meses. Rojas solo desea hacer justicia, pero los años le restan fuerzas y se encuentra con más preguntas que respuestas. Será su singular relación con Tracia y la nueva energía de su amor otoñal lo que cambiará su vida rotunda y definitivamente.

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—¿Podemos subir, doctor Ballesteros? —preguntó desde el pie de la escalera—. El forense debe estar por llegar.

No esperó respuesta y subió. Se encontró en un hall de distribución cuadrado con cuatro puertas, dos a la izquierda y dos a la derecha, todas entornadas. Buscó el interruptor y encendió la luz. Las paredes estaban forradas de madera oscura y la iluminación era tenebrosa de tan tenue. En la pared del fondo colgaba un espejo que intentó atraparlo, pero giró la cara a tiempo. Pensó un momento y empujó la puerta donde supuso que estaría el cuerpo.

Tracia había terminado de dar el turno que le pedían por teléfono y esperaba atenta en su banqueta que él retomara el relato. Rojas cerró la revista que simulaba leer. Le contó que Carlos Ballesteros parecía haber muerto tendido de espaldas sobre el cubrecamas, vestido como para salir, hasta con zapatos. No parecía ser su cuarto. Esa habitación había caducado cuarenta años atrás. El piso de madera brilloso de cera, las paredes pintadas de blanco, óleos con marcos de madera tallada, cortinas de tul, parecía el dormitorio de mis padres, le dijo.

No le contó a Tracia lo que pensó en ese momento; se le ocurrió que debería retomar contacto con una mujer con la que había salido alguna vez, una decoradora de interiores que era capaz de describir a las personas por sus casas. Nunca logró que le dijera qué veía en él a partir del análisis de su dormitorio, pero ella lo dejó a las pocas semanas de todas formas, así que no pensaría nada bueno. Mirando ese cuarto, ella podría haber hecho un perfil de los padres de los Ballesteros. ¿Por qué pensó en los padres y no en el muerto? Abrió un placard y vio una colección de abrigos pasados de moda que no parecían haberse repuesto de un bombardeo de naftalina y humedad.

—Ya me había olvidado de la cara de mi hermano así, tranquilo —dijo Ballesteros, de pie junto a la cabecera—. En los últimos meses lo veía poco, y encima, estaba siempre de mal humor.

— Este no es su cuarto, ¿no? —preguntó Rojas.

— No, él dormía al lado. ¿Cómo se dio cuenta?

Tampoco le contó a Tracia que el tono de admiración de Ballesteros le devolvió el buen ánimo que el fervor del oficial y el recuerdo de aquella novia habían disuelto.

—Entré en esta habitación porque es la primera que mira a la calle lateral. Me equivoqué, porque la de él es la segunda puerta, dice usted. Los dos cuartos dan a la casa de los Agudo, así que si no estaba en el primero, estaría en el siguiente.

En el segundo dormitorio, Rojas encontró los objetos que hablaban de Carlos, el resto de sus restos. No le pareció necesario contarle a Tracia que en ese momento identificó otra cosa que lo incomodaba de ese lugar: los ruidos allí eran diferentes a los que acostumbraba a escuchar en su casa, tal vez porque los materiales eran de otra época. Había telas espesas, alfombras, almohadones bordados. Sin duda, un caso para su decoradora.

Carlos había puesto la cama junto a la ventana de modo que quien se acostara podía mirar por debajo de la persiana. Desde la casa de los Agudo, la persiana, descascarada y polvorienta, parecería del todo baja, pero en realidad quedaba suficiente espacio para observar sin ser visto. Rojas se acostó para comprobar su hipótesis, pero se incorporó con una disculpa cuando vio que José Luis Ballesteros lo miraba con reprobación. En el placard encontraron ropa deportiva de talla demasiado grande para Carlos.

—Llegó a usar XXL porque se hizo muy sedentario y se entretenía comiendo —relató su hermano—. Empezó a adelgazar por la enfermedad y me encargó ropa nueva. No me dijo qué le pasaba. Y si yo insistía, peor era, más se retraía. Sólo conseguí que dijera que le quedaba suficiente tiempo, pero nunca entendí bien para qué. Le juro que hice todo lo posible para que consultara a otro médico, viendo que en mí no confiaba, pero nunca me hizo caso.

José Luis siguió hablando sobre el límite de sus responsabilidades ante un adulto en pleno uso de sus facultades que rehusaba tratamiento, pero Rojas ya no lo escuchaba. No iba a acusarlo de abandono de persona. Se detuvo frente a un mueble de estantes amplios donde se alineaban las computadoras que Carlos usó durante sus años de reclusión, y calculó que ese era el único que se había incorporado a la casa en cuarenta años. Su hijo Ariel se habría sentido feliz con esa colección: ante las miradas de asombro del oficial y de José Luis, identificó todos los modelos en voz alta, empezando por las de arriba, una Apple II y una Texas Instruments. Esperaba encontrar una Commodore, pero no había ninguna. De la TI Carlos había saltado a una IBM y luego a una Macintosh. No era fiel a una marca. El segundo estante exhibía una Compaq Desktop, una Macintosh portable, una IBM ThinkPad, una iMac. En el centro del estante más bajo y ancho, que hacía las veces de escritorio y donde Carlos en apariencia trabajaba, había una MacBook Air y un iPad. Imaginó que el muerto, después de lustrar los ceniceritos de bronce de planta baja y de cumplir con otras tareas de mantenimiento, se instalaría por largo rato frente a esa computadora. Tal vez al iPad lo usaba para leer en la cama, como le habían contado que se hacía ahora.

—Tengo un hijo programador —les explicó al oficial y a José Luis Ballesteros—. Mis amigos hablan de fútbol con sus hijos para ver si la conversación lleva a un tema trascendente, pero yo tuve que aprender sobre esto. De programación nunca entendí nada, pero aprendí los modelos y qué avance trajo cada uno.

—Carlos sabía mucho de computación. Cuando se encerró dejó la abogacía y se dedicó a leer y a aprender sobre eso.

—¿Y sus libros?

—Acá enfrente, donde dormía yo de soltero.

El tercer dormitorio conservaba lo que Carlos había leído todos esos años. Ballesteros le comentó al oficial que pensaba donar todo a una biblioteca, porque en su familia a nadie le gustaba leer. Frente a los libros se alineaban, además, algunos recuerdos: una Polaroid, un walkman Sony, una caja transparente con cassettes, un yo-yo de Coca-Cola, un cubo Rubik en su caja, dos cronómetros. Una capa de polvo delgada y uniforme, como si quien limpiaba cada rincón una vez por semana hiciera ya dos que no pasaba por ahí, enmascaraba las superficies.

—¿Y qué otras cosas hacía, aparte de leer y aprender computación? —preguntó el oficial.

—Miraba televisión. Ya no quedan televisores en la casa porque me los hizo regalar. Dijo que a alguien le podían servir. Miraba sólo por la computadora, que yo sepa.

Rojas pensó que la película favorita de Carlos estaba en la ventana, no en la pantalla de la Mac Air. Le extrañó tanto orden. Los hikikomori suelen acumular objetos y vivir en la suciedad, pero no era ese el caso. Tal vez Carlos se había deshecho de papeles y fotos cuando se dio cuenta de que llegaba el final, se había ido desprendiendo de las cosas de a poco, o bien podía ser que su heredero hubiera limpiado antes de llamar a la policía.

Tracia lo interrumpió para preguntarle qué era un hikikomori .

—Personas que hacen como él, se aíslan del mundo y se comunican a través de la computadora, o ni eso. Suelen ser acumuladores compulsivos. Cada vez aparecen más, sobre todo en Japón. Se salen del sistema y siguen a cargo de los padres aún siendo adultos, hasta que se quedan sin familiares y se los descubre cuando salen a pedir atención médica o recursos para comer.

Volvieron al hall de distribución y se quedaron conversando allí. Los paneles de madera y las luces difusas lo hacían el mejor lugar para hablar del muerto. No le contó a Tracia que se ubicó de espaldas al espejo por precaución. Sonó el timbre y el oficial les hizo señas de que bajaba a abrir.

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