Susana Quirós Lagares - La sombra de nosotros

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Hubo un tiempo en el que la ciudad era el lugar ideal para vivir el sueño americano, pero esos días ya han pasado. Ahora, sus calles son un laberinto de crímenes y delitos que han convertido a Elveside en el infierno. La policía investiga la aparición de una persona que murió hace años y que, según los testigos, ha vuelto de entre los muertos para continuar su vida delictiva. Un caso que Juliette no dejará escapar. La joven periodista, diestra en el estudio del comportamiento humano, colabora con los agentes después de haber sufrido un episodio que la ha cambiado para siempre:Alec murió como criminal antes de que ella pudiera demostrar su inocencia. Sin embargo, corren tiempos oscuros en los que nada permanece muerto y el pasado amenaza con volver y hacer pedazos el presente. En una lucha entre lo correcto y los errores, la joven descubrirá que hay cosas más terroríficas que la muerte. Y Juliette tendrá que enfrentarse a todo. A sus miedos. A sus fantasmas. A una verdad para la que no está preparada.

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—¡Un momento! ¿Por esto has ido personalmente a recogerme? —preguntó a Eriol.

—En parte sí —comentó su jefe con una sonrisa—. De lo contrario habrías llegado tarde.

La chica le devolvió la sonrisa y se alejó para agradecer a sus compañeros el detalle de la fiesta sorpresa. Se desplazó hasta la terraza, donde sus padres disfrutaban de las vistas.

—¿Debo pedirte las llaves de vuelta?

Su madre se giró al escucharla.

—¡Hola, pequeña! ¿Cómo has estado? —su padre le había lanzado la pregunta que el resto no se habían atrevido a hacer. Así era Frank Libston, directo y sin tapujos. No se andaba por las ramas cuando algo le importaba. Igual que su hija.

—Ahora mejor, necesitaba un descanso después de…

—Te fuerzas demasiado. Sigo insistiendo en que no necesitas dos trabajos.

—¿Y cuál debería dejar? —Juliette había olvidado la de veces que se había hecho esa misma pregunta.

—Ninguno, por eso eres mi pequeña sabelotodo —dijo orgulloso al abrazarla.

Lo que temía Juliette aún estaba por llegar. Su madre no perdería la oportunidad de bombardearla a base de preguntas: si había conocido a alguien, si su dieta era equilibrada o si pensaba visitarles más a menudo. Pero nada le molestaría esa noche, los echaba de menos. A todos.

Los invitados se marcharon a eso de las diez, pues al día siguiente había que madrugar. Su familia, en cambio, se negó a abandonarla sin haberlo recogido todo.

Ya a solas, salvo por la compañía de su libreta y el ordenador portátil, se dejó hipnotizar por los ruidos nocturnos de la ciudad en la tumbona de la terraza. Repasó los hechos de aquel día de primer contacto tras meses sin trabajar y comenzó a trazar el perfil de la cariñosa viuda, o no tan viuda, Carter.

Las palabras sobre la felicidad y la culpa que la mujer había compartido con ella la hicieron pensar en su pasado más inmediato:

«Solo extrañamos a quienes amamos y a quienes nos hicieron felices», resolvió.

El cansancio y el estrés del día no tardaron en manifestarse.

Un maullido familiar la despertó. Reconoció la llamada de su esquivo gato y se levantó aún aturdida por el sueño. No había ni rastro del felino en la terraza, así que se asomó a la calle, donde el animal pasaba largas temporadas en los callejones cercanos.

Desde las alturas pudo ver cómo Loki, su gato rebelde, trataba de librarse de la compañía de un chico alto y delgado que también se encontraba en aquel callejón. Sin embargo, no fue la actitud del felino o del joven lo que llamó su atención. Había algo en aquel chico que le hacía aparecer y desaparecer a la simple vista.

—Estoy demasiado dormida para esto… —comentó Juliette para sí misma—. Y para bajar a buscarlo.

Pero un lamento más alto de Loki le hizo replantearse la situación.

«Me las pagarás», pensó para su mascota.

Descendió las escaleras del edificio en pijama. Cuando se percató de su vestuario, ya era demasiado tarde para dar media vuelta. Continuó avergonzada ante la posibilidad de cruzarse con algún vecino y murmurando alguna que otra cosa hacia su desobediente gato. Imaginó por un instante que aquel chico del callejón era real, que no había sido todo un juego de luces, sombras y demasiado cansancio. Pero allí no había nadie más que Loki.

Intentó agarrar al gato cuando este se coló entre unos cubos de basura para coger lo que se convertiría en su juguete favorito: un gorro de lana gris.

—Pero… —fue todo lo que pudo decir Juliette al ver la prenda que llevaba el supuesto chico desvanecedor del callejón.

Ella miró a su alrededor con Loki ya en su regazo. Nada le causó más alarma que la luz tintineante de la única farola de aquel oscuro rincón. Y decidió volver a casa.

En la esquina, una figura maldijo al contemplar a Juliette con una de sus pocas pertenencias. A punto estuvo de exigir que se la devolviese, pero entonces el parpadeo de la luz iluminó el rostro de ella un instante. Suficiente para reconocerla.

—No puede ser —susurró.

Se esforzó en guardar en su mente cada detalle de aquella chica en pijama que había bajado a por su gato. Se pasó la mano por el oscuro pelo y dio por perdido su gorro favorito antes de volver con sus compañeros.

3

Loki era un compañero de piso decente. Por lo general, desaparecía en cuanto desayunaban, lo que dejaba a su dueña tiempo suficiente para dedicarse a escribir sus columnas diarias para el periódico. A la hora del almuerzo volvía a aparecer para que la joven no comiese sola y juntos veían con atención las noticias locales en busca de inspiración. Sin embargo, su momento favorito era por la tarde, cuando la humana solía ir de paseo y su amigo felino la acompañaba a una distancia prudente. Por las noches, los dos insomnes por naturaleza se acurrucaban en la cama de la habitación de Juliette.

No tardaron en acomodarse a una agradable y tranquila rutina, salpicada de esporádicas riñas, en la que la joven acababa con los brazos marcados de arañazos y un felino despreocupado que buscaba hueco en su regazo.

Las semanas fueron dando paso a un ventoso y frío mes de octubre. El episodio del callejón continuaba latente en las noches de Juliette. Se sentía torpe. Le daba la sensación de que había algo que no alcanzó a ver en su momento. Cuando pasaba por el lugar solía ralentizar el paso para observar una vez más. Pero allí no había nada. Siempre podía contárselo a Eriol. Quizás alguna cámara cercana captase algo. Aunque la idea de acudir a él con la historia de un tipo que se desvanecía a los pies de su edificio le costaría un nuevo retiro obligatorio, y volver al trabajo le había sentado genial. Además, el caso Eden estaba en su momento álgido, pues hubo otros avistamientos del sospechoso y una víctima más. Seguían desconociendo las identidades de sus acompañantes, pero hacía unos días una cámara de tráfico había fotografiado a Robert al volante de un Volvo. Era cuestión de tiempo que la policía acabara encontrando el vehículo a través de su matrícula.

Por su parte, Juliette continuaba rascando la superficie de un caso cada día más profundo. Analizaba y se entrevistaba con los implicados, sobre todo con Leonor. La amistad entre ellas ya era más que evidente. Tanto como para que la anciana le contase las historias no dichas de su vida y la joven incluyera su matrimonio en los artículos del periódico:

[…] Es curioso cómo, cuando perdemos a alguien, todo parece acabarse. Como si una parte de nosotros mismos también muriese. ¿Compartimos con la gente lo que somos? ¿O estamos formados de las opiniones de otros? Quizás por eso no volvemos a ser los mismos, porque ese fragmento que creó la persona que amamos ya no está, y seguirá faltando hasta que alguien decida ocuparlo. Es lo que veo cuando miro a los ojos de Laia. Es tan fuerte que parece una roca, pero si te fijas bien, no es más que el junco que se adhiere a la tierra. El junco que el viento mece y el río intenta arrastrar, pero aún se sostiene. Y, sin embargo, cuando veo fotografías de hace años, no puedo dejar de apreciar las diferencias entre ambas. ¿Cómo era cuando conservaba la pieza que Bill creó para ella con esmero? El fragmento que moldeó con cariño y recuerdos ahora no está. Y, aun así, ella es tan cálida…

Laia era Leonor, y por supuesto Bill era Robert. Su nueva amiga la llamó nerviosa en cuanto leyó su columna aquel domingo. Le había confesado que lloró mientras lo hacía y que no se lo perdonaría nunca. Juliette temió que Leonor se sintiera ofendida y perder así los testimonios de la mujer, aunque nada más lejos de la realidad. A aquella reprimenda le siguió una carcajada y palabras cariñosas. Poco a poco sus textos pasaron de tristes a melancólicos, y cada semana recuperaban parte de esa chispa que siempre los había caracterizado, lo que la animó a escribir sobre otros casos, la torpeza de ciertos delincuentes o teorías macabras sobre crímenes no resueltos. Esperaba volver a ser la Juliette de siempre, extraña pero feliz, reconciliada con el mundo. Lo que no esperó fue la llamada a la hora del alba, ni el nombre que brillaba en su teléfono: Leonor.

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