José Luis Gómez Urdáñez - Fernando VI y la España discreta

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Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desconocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer.
El reinado de Fernando VI parece una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Sin embargo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz o la exploración del Orinoco.
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado dando vida a una época poco divulgada de la historia que sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía ofreciendo una serie de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado.
"Su autor no solo analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces."
Carlos Martínez Shaw

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Isabel contra la veleidad de la fortuna

En verano de 1728, tras una de las grandes crisis de Felipe V y nuevos intentos de abdicar, Isabel confesó abiertamente a Fernando sus temores: si Felipe se consumía en San Ildefonso, ella y sus hijos querían vivir bajo el amparo del nuevo rey, un niño de quince años. No podían hacer otra cosa que aceptar lo inevitable: la propia reina tenía que solicitar humildemente el placet de quien, por más bulos que se lanzaran, era evidente que sería el jefe de la Casa y que podía decidir sobre ella absolutamente (como en su día hará), pero incluso sobre sus hijos, sobre cuyo futuro nadie hubiera apostado en esos momentos. El pueblo rumoreaba que la reina estaba encerrando oro en una torre en San Ildefonso y se pregonaba una hiriente sentencia de Alberoni, en parte cumplida, que pronosticaba una Isabel retirada y marginada con un pobre título de marquesa de San Ildefonso como consolación.

Pero si la reina pensó obsesivamente en colocar a sus hijos, no empleó otros métodos que los comunes en la época y los que eran obligados en una madre de una gran casa real. Con sus hijastros, Isabel no llegó a los extremos de un Federico Guillermo de Prusia, el padre del adorado Federico, que le maltrataba bárbaramente y estuvo a punto de ahorcarlo. Luis I murió de causa natural y Fernando no tuvo hijos, y no porque no los deseara, tanto él como Bárbara (como todos sus cortesanos). No es creíble, desde luego, que Isabel eligiera a Bárbara de Braganza teniendo en cuenta «la mala salud de la familia de Portugal, los individuos locos y extraviados que había producido» y que pensara, además, «que el matrimonio no diese el resultado que se deseaba». Estos conocidos textos proceden nada menos que de los hermanos Goncourt, quienes aún añadían: «Se temía que la princesa no tuviese hijos o que los tuviera muy tarde o que tales hijos muriesen; en una palabra, que esta alianza introdujera en la Casa de Francia los vicios de la sangre de la Casa de Portugal». Por si hiciera falta más morbo, el propio duque de Alba, odiado por la reina, difundió luego que Alberoni era el verdadero padre de Carlos III.

Contra los adivinos a posteriori, W. Coxe, mucho más atento a la realidad política, vio en las bodas del Caya una estrategia «cuyo objeto era evidentemente el de separar de las potencias marítimas a un aliado tan importante como Portugal». José de Carvajal (1698-1754) incluso soñó con una nueva unión dinástica. En efecto, el matrimonio fue una pieza de gran interés político, tanto que cuando faltó Bárbara en 1758, Portugal firmó la alianza con los ingleses y, tras la muerte de Fernando VI, el país fue invadido por el ejército de Carlos III al mando del joven conde de Aranda.

Por otra parte, la notoria influencia farnesiana en la política de Felipe V fue impopular como lo ha sido siempre en España la presencia femenina cerca de los tronos; pero hay que reconocer que Isabel llevó el gobierno de la familia y del reino en momentos de grave dejación de funciones del rey, que fueron muchos, y en otros de caos en la corte y constantes riesgos internacionales. El duque de Noailles (1678-1766), el ministro francés que mejor conoció la España de Fernando VI, decía durante el desempeño de su embajada extraordinaria en Madrid en 1746, «me parece que han exagerado el retrato que de ella han hecho». Uno de los más hirientes era divulgado por Luis Guy Guérapin de Vauréal (1688-1760) el célebre obispo de Rennes, embajador en Madrid entre 1741 y 1749, que llegó a insultarla sin freno: era una mujer «sin espíritu, sin juicio, vana sin dignidad, avara, derrochadora sin liberalidad, falsa sin finura, mentirosa más que discreta, violenta sin ánimo, débil sin bondad, cobarde sin prudencia, sin ningún talento, sin gracia». Recientemente, la biografía que ha dedicado a la reina María Ángeles Pérez Samper pone un punto de objetividad sobre su figura.

Pero, la historia ha hecho más caso de las versiones maniqueas y ha difuminado las dotes políticas de Isabel de Farnesio para estereotiparla como una buena casamentera y una mala madrastra. Ha presentado la vuelta al trono de Felipe V y los enredos matrimoniales de los años veinte como un intento personal de cerrarle el camino del trono a Fernando, mientras los rotundos éxitos nupciales de su hijos se atribuyen sin más a una estrategia calculada; sin embargo, el infante Fernando tenía once años cuando murió Luis I y solo hacía otros tantos que se había cerrado una guerra de Sucesión con una paz considerada inadmisible a causa de la cual la inestabilidad en Europa era extrema.

Las estrategias políticas y los matrimonios regios

La reina Isabel debía pensar en las cortes europeas para asegurar el futuro de la dinastía, exactamente igual que hacía el resto de Europa. Con una prole tan nutrida, las estrategias matrimoniales empezaron incluso antes del reinado de Luis I y, contra lo esperado, con una intensa dedicación del rey Felipe V, pues, a pesar de lo que se ha divulgado, el rey pensó seriamente en asegurar a sus primeros hijos. El primer intento data de 1721 aunque no prosperó. Se trataba de lograr una triple boda, significativamente política, pues Luis y Fernando casarían con dos archiduquesas y la infantita María Ana Victoria, Marianina, con Luis XV.

La infanta española, una niña de cuatro añitos, fue enviada a Versalles en enero de 1722, de donde fue devuelta a los tres años al haber sido reemplazada por María Leszcynska; los reyes, humillados, hacían lo mismo con las princesas de Orleans, mademoiselle de Beaujolais, propuesta para casar con el infante Carlos, y la esposa del ya difunto Luis I, Luisa Isabel de Orleans, a las que ponían en la frontera acompañadas del embajador. Se llegó a pensar en el matrimonio de Marianina con el zar, pero la idea fue pronto abandonada. Cuando en septiembre de 1725 se divulgó el tratado secreto de Viena, firmado el 15 de abril, y se anunció que los infantes Carlos y Felipe se casarían con las dos archiduquesas, Europa se preparaba para la guerra. Francia había sido humillada con la reversión de alianzas.

Poco después llegó la oferta de bodas al rey de Portugal, una nueva maniobra política efecto de aquel cambio de alianzas entre amigos y enemigos que había conmocionado a Europa. En las conversaciones secretas de Viena salía mal parado Fernando pues quedaba relegado; ahora era su turno, al acceder Juan V al compromiso del príncipe de Asturias con su hija Bárbara. La política matrimonial era, en definitiva, una pieza más de la política exterior, aunque la boda portuguesa acrecentó los juicios negativos contra la «casamentera», de la que se decía que esta vez no había apuntado tan alto como lo haría para buscar esposas para sus verdaderos hijos. El papel de víctima de una madrastra dominante que acompañaba desde el primer día a Fernando incluirá desde ahora a Bárbara, una niña de quince años.

De infante a Príncipe de Asturias

El niño Fernando en la corte

Hay información rutinaria sobre la niñez de Fernando, pero no reviste interés salvo para ilustrar, con una más, las escenas típicas de la corte española del XVIII: robustas nodrizas de procedencia norteña, dueñas de honor, ceremonias bautismales, actos de presentación, primeras mercedes regias a niños recién destetados, primeras letras... La abundante documentación del Archivo del Palacio Real permite reconstruir su alimentación, su vestido, las decisiones del médico sobre la lactancia, los gastos de crianza, detalles que, desde luego, obligan a aceptar que un rígido protocolo dirige todo en la corte y que lo que llamaríamos educación de príncipes es más bien un asunto trivial al que los reyes dedican poca atención.

Los maestros enseñan muy poco del mundo, son hombres de corte, es decir, de un mundo aparte en el que cuenta sobre todo la imitación de gestos, de actos rígidamente pautados. El arte cortesano por excelencia, la conversación, se aprende oyendo y callando mucho; el mundo se vislumbra a través de las noticias que los embajadores hacen llegar, vía ministro de Estado, a la real familia, a cuyos miembros se destinan siempre las primeras líneas sobre la salud de las lejanas familias regias —casi todas con algún miembro emparentado—, los primeros chismes sobre los compromisos matrimoniales y los nacimientos.

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