1 ...7 8 9 11 12 13 ...22 Las primeras letras de los niños son cartas con copias de fórmulas protocolarias, con las que, de paso, se va aprendiendo francés, el idioma en que se escriben los infantes, el rey y la reina y, prácticamente, toda la realeza y la diplomacia europeas. Por supuesto, ya tempranamente, los Borbones españoles se hablan de caza. Así lo hace el niño Fernando, con bastante mejor caligrafía que su hermanastro Carlos, por cierto. «Mon chere frere —escribe con grandes letras—. Vostre belle chasse m’a tant fait de plaisir que si j’y avois eu moi mesme la plus grande part»...
También pescan. Menos Fernando que el segundo Luis, por ejemplo, mucho más aficionado a la vida rústica, a disfrutar de la naturaleza, y el más alborotador y vulgar. La enseñanza de la religión, en manos de confesores personales y de los muchos eclesiásticos de la Casa, y la rutina diaria de la corte que se aprende con la práctica, con la presencia en segundo término en muchos actos, siempre al lado del ayo y de otros cortesanos de su familia —así se llama al personal cortesano a su servicio— conforman la vida diaria del infante. Había pasado el tiempo de los specula princeps del Renacimiento y de los preceptores humanistas.
Como sus hermanos, Fernando vivió con normalidad la pobre formación que proporcionaba esta rutina cortesana. Sus tardías aficiones melómanas, que remotamente recordaban las de Luis XIV, gran aficionado a la ópera, y que solo se manifestaron al lado de Bárbara, no parece que se inculcaran de niño; llegaron cuando espontáneamente el joven acompañaba a los músicos de palacio para compartir con su mujer el «pasto ordinario» que empezó a proporcionar Carlo Broschi, Farinelli (1705-1782), desde que en 1737 llegó a España llamado por Isabel de Farnesio. Bárbara, sin embargo, tenía grandes dotes para la música y una buena formación, cantaba y tocaba muy bien el clave y disfrutó —así se lo hacía saber a su familia en Lisboa— tanto con Farinelli como con su maestro Scarlatti (1685-1757). Fernando llegó a acompañar a su mujer ante las teclas. No hay más destrezas del futuro rey probadas salvo su afición a los relojes, de los que se dice que llegó a entender algo, aunque lo que consta es que daba cuerda a los muchos que llegó a poseer.
El cuarto del infante y el compromiso portugués
El primer acto protocolario relevante en la vida del infante Fernando es el nombramiento de su «cuarto» en 1721. Entre el personal aparecen ya dos personas de enorme influencia en su futuro, Carlos Arizaga, un oscuro cortesano que llegó a ser compensado con el nombramiento de capitán general en 1754, y el conde de Salazar, que moriría en 1736. Todavía cuando Fernando llegó al trono se mantenía la tutela del ayo Arizaga, hombre servicial cuyo oficio rutinario parecía consistir en mantenerle en una dorada ingenuidad, supeditado en todo a los reyes padres, lo que a Bárbara le acabaría resultando insoportable.
La tutela a través de ese primer cuarto infantil se amplió cuando se formó el que le correspondía como Príncipe de Asturias, una vez muerto Luis I. El día 25 de noviembre de 1724 se celebró en San Jerónimo la ceremonia de jura de Fernando como Príncipe de Asturias ante las Cortes convocadas a tal fin y poco después se nombraba al personal de su Casa con el duque de Béjar (1680-1747) a la cabeza. El nuevo mayordomo acompañará a Fernando hasta el trono en 1746; murió al año siguiente, pero su heredero en la casa de Béjar seguiría en la intimidad del rey hasta el lecho de muerte. Como sumiller de corps de la Casa se nombraba al antiguo ayo, el conde de Salazar, y como primer caballerizo a Carlos Arizaga, el que había sido teniente del ayo desde 1721; estaban también el conde de Santisteban (1714-1782), el marqués de los Balbases (1696-1757), que sería su «casamentero» en Lisboa (en 1728 pasaría al servicio de Bárbara), y otros gentileshombres, además de un nuevo confesor, el padre Bermúdez, pues el padre Marín había muerto.
Era natural que el siguiente acto, tan pautado como los anteriores, fuera la elección de una esposa para el príncipe. Cuando se llevaba con normalidad, el asunto suponía la discreta movilización de embajadores y la apertura de un largo proceso de selección de candidatas. Pero, en el caso de Fernando, los hechos se precipitaron a causa de la reciente reversión de alianzas. España tenía que abordar de nuevo las siempre difíciles negociaciones con Portugal y solicitaba «alguna alianza que la afirme y radique más por medio de algunos casamientos». Así lo comunicaba Grimaldi, secretario de Estado de Felipe V al embajador español en Lisboa, el marqués de Capiciolatro, en carta de 12 de abril de 1725, quien, contento con su misión, enviaba buenas noticias sobre la candidata portuguesa.
Como era presumible, el embajador mencionaba su «buena índole, inclinación y costumbres», pero no podía ocultar que la novia elegida para Fernando «ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirman haber dicho su padre que solo sentía hubiese de salir del reino cosa tan fea». Empezaba el calvario de Bárbara. Cuando el embajador pidió un retrato de la joven —«quisiera antes de adelantarse la materia tuviesen nuestros Amos un retrato fiel», escribía previsor—, se encontró con que la princesa estaba sometida a toda clase de remedios para «igualar los hoyos de la cara y divertir el humor que destila por los ojos». No se le permitía mostrarse en público, menos ser retratada. En estas, la corte portuguesa envío un retrato de los novios a Madrid. Capiciolatro, que no estaba dispuesto a pasar por tonto, se apresuró a informar que los retratos «los vio persona de mi satisfacción, quien me asegura que el de la señora infanta no está nada semejante». Desde Madrid se le pidió un retrato fiel, pero Capiciolatro nunca lo consiguió.
En Lisboa las bodas se publicaron por todo lo alto el 10 de octubre de 1725, pero en Madrid, donde se difundió el compromiso el 2 de octubre, las celebraciones no pasaron del marco oficial. La impresión de que la boda de Fernando era el fruto de un arreglo apresurado de la humillada Farnesio, dispuesta ante todo a reparar el desdoro de su hija Marianina y vengarse de Luis XV, mermó la habitual alegría popular ante este tipo de celebraciones regias. Antes al contrario, un amplio sector de la opinión empezó a considerar a Fernando un juguete en manos de la reina y a mostrar por el joven príncipe una mezcla de sentimientos de lástima y de admiración que el pueblo de Madrid le mantendría siempre. El ayo Salazar intervino más tarde ante los confesores de los reyes pretextando escrúpulos contra la boda por la poca edad de Fernando; como todos los cortesanos afectos al príncipe, creía que la boda era desproporcionada y que un futuro rey podía aspirar a mejor partido.
Durante un tiempo, el asunto fue arrinconado a causa de numerosos sobresaltos políticos que mantuvieron a la corte española en tensión hasta 1727. El asunto Ripperdá, la caída de Grimaldi y, en general, la situación internacional, potencialmente bélica, además de los problemas de familia derivados de las malas relaciones con Francia, mantuvo a los reyes en permanente agitación. Al fin, la salud mental de Felipe V resultaría agravada, mientras Isabel atravesó una de las peores épocas de su reinado, constantemente preocupada por los deseos de abdicar del rey y por su estado de salud, siempre cercano a la demencia irreversible. Por el lado portugués, Juan V resistía las presiones a favor de diferentes alianzas y mantenía la neutralidad dilatando negociaciones, contento por un matrimonio que realmente creía ventajoso.
En esa situación se activó la preparación de la boda. El marqués de los Balbases, nombrado embajador extraordinario y con el «poder» de Fernando para representarle en la boda, salía hacia Lisboa a fines de marzo de 1727, mientras Juan V nombraba para tal fin al marqués de Abrantes. Iba a empezar la carrera de demostraciones de orgullo de las dos cortes ibéricas que acabaría en rivalidades ridículas a orillas del Caya casi dos años después. Desde que el numeroso cortejo del marqués de los Balbases entró en Lisboa desplegando un lujo artificioso y desmedido, la corte de Juan V se vio obligada a hacer lo mismo. Fue muy comentado que hubo que ampliar los arcos de acceso al palacio por los que no cabía la lujosa carroza del embajador español; para colmo, este decía que los portugueses «viven embebidos en el ceremonial».
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