José Luis Gómez Urdáñez - Fernando VI y la España discreta

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Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desconocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer.
El reinado de Fernando VI parece una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Sin embargo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz o la exploración del Orinoco.
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado dando vida a una época poco divulgada de la historia que sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía ofreciendo una serie de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado.
"Su autor no solo analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces."
Carlos Martínez Shaw

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Tras el chasco francés de 1728 y la boda de los príncipes, el clima familiar mejoró durante el «periodo andaluz» para agravarse en cuanto el rey volvió a enfermar. La familia real viajó por varias ciudades andaluzas y el rey parecía más animado; con todo seguía el desorden, la ausencia de horarios, los largos periodos de abulia en la cama, hasta que en 1731 el rey volvió a dar pruebas de haber perdido la razón. «Nada más fácil que encontrar una mañana muerto al rey en la cama», escribía Brancas, el embajador francés. Fernando, por contra, ya con el apoyo de Bárbara, se iba convirtiendo en el centro de atención. Desde que llegó a principios de 1731 el nuevo embajador de Luis XV, el conde de Rottembourg, Isabel sabría que el «cuarto del príncipe» era objetivo primordial de la política francesa en España. Nada le espantó más que saber que Luis XV, por medio del embajador, había asegurado a Fernando que solicitaría su consentimiento a un próximo tratado y le consultaría regularmente.

Isabel empezó a ver más en la princesa que en el príncipe una presumible rivalidad. Medió el riesgo de que su padre Juan V estuviera siendo informado de secretos diplomáticos cuando se estaba a punto de llegar al Pacto de Familia de 1733 y, según los embajadores franceses, el maltrato que recibía Marianina de su suegra; pero pronto fue público que Isabel percibió el buen juicio de Bárbara y el valor que inspiraba a su marido. La presencia de la princesa fue desde 1733 transcendental en las relaciones familiares.

El «dulce» aislamiento de los príncipes

El despertar sevillano de Felipe V en la primavera de 1733, propiciado de nuevo por acontecimientos franceses —la muerte del duque de Anjou el 8 de abril, la ocasión de elevar al trono de Polonia al suegro de Luis XV, Estanislao— acarreó la primera gran crisis familiar a costa de Bárbara y Fernando. Tras los anteriores desprecios, Luis XV solicitaba a Felipe V para un gran pacto. Eufóricos y en medio del mayor desorden, los reyes salieron de Sevilla el 16 de mayo. Fernando, informado por Rotembourg de las negociaciones, esperaba hablar con su padre para «agradecerle que hubiera tomado el único el partido que puede convenir a su monarquía y a su familia», pero Felipe V iba conociendo lo que se había urdido durante sus «vapores» y reaccionaba drásticamente para sorpresa del príncipe.

En cuanto la corte llegó a Aranjuez el 10 de junio de 1733, se comunicó a la casa de los príncipes de Asturias la orden de restricción de su vida pública tanto en el sejour de Aranjuez como luego en la corte. No podrían comer en público, ni visitar iglesias o frecuentar paseos públicos. Su trato se restringía a los embajadores de Portugal y Francia y solo a los altos cortesanos a su servicio. Según Rottembourg, Fernando rompió a llorar, desconcertado, cuando hablaron del castigo paterno. Se difundió que en adelante Fernando se vería privado de ver a su padre, asustado realmente ante las conjuraciones que le contaban, ciertamente exageradas pero que le hicieron reforzar la guarnición de Madrid. Con todo, Rottembourg no podía evitar contradecirse al reconocer que a los seis meses el rey volvía a ver a su hijo, a tomarle la mano y a «mirarlo con ternura».

La «cábala» aprovechó para airear el papel de víctimas de Fernando y Bárbara, iniciando el tópico de la dulce pareja solitaria que se va compenetrando y confortando mutuamente ante la adversidad, lo que pronto fue explotado por la literatura panfletaria. Los célebres coloquiantes Perico y Marica alimentan magistralmente el sentimiento popular en estos versos: «Dentro de palacio / tan solos se encuentran / que no hay quien les sirva / vianda a la mesa; / y así a sí se asisten / y así solos cenan, / solos se desnudan / y solos se acuestan».

La firma del Pacto de Familia el 7 de noviembre de 1733 suponía la legitimación de la política mediterránea de los Borbones y la coronación exitosa de la embajada de Rottembourg, pero sobre todo contribuía a despejar el camino al trono del príncipe de Asturias al alejar a sus hermanastros encaminados a los tronos italianos. Todas las instrucciones a los embajadores franceses seguirán dedicando atención a Fernando, no menor que la que otorgan a la prudencia con que han de acercársele para no despertar la ira de Isabel. El propio Rottembourg marcó la pauta. Sus relaciones amistosas con los príncipes hubieron de modificarse entre julio y la firma del Pacto en noviembre, su objetivo diplomático principal. Una vez conseguido y ya llamado a Francia, Rottembourg retrasaría su marcha a la espera de la mejoría del príncipe que padecía entonces de una fístula. Lo hizo aparecer como una atención personal que Fernando agradeció, pero, en realidad, el embajador quería conocer, como todo el mundo, los pormenores de la enfermedad que ya era centro de rumores y previsiones en las cortes europeas.

Mr. Petit, el médico de Luis XV enviado al efecto, se permitió escudriñar en los antecedentes familiares del príncipe para hacer lúgubres pronósticos. A juzgar por lo que transmitió Rottembourg, el médico reparó en la «composición» de la sangre de Fernando, «corrompida por los humores fríos por los que murió su madre», y pronosticó que el humor se expandiría y que la salud de Fernando sería «equívoca». En carta de 24 de marzo de 1734, el embajador resumía a Chauvelin el «triste pronóstico». Sin embargo, Fernando se recuperó. Tras comprobarlo, el mejor amigo francés de los príncipes salía para Francia.

La compleja política del Pacto de Familia reproduciría tensiones con Portugal, es decir, de nuevo con Bárbara. Los consuegros ibéricos no habían congeniado nunca; sus relaciones estaban dificultadas por motivos políticos, pero, como era habitual, preferían recurrir a afrentas personales como justificaciones de su particular desdén. Estaba por medio el problema colonial y la alianza inglesa, pero se aireaba que Bárbara se quejaba de su infelicidad en la corte ante su padre Juan V, mientras desde Madrid eran las quejas de Marianina trasmitidas a su madre, Isabel, las que producían las tensiones.

En ese ambiente, un altercado de poca monta en la embajada portuguesa en Madrid, en febrero de 1735, encendió la chispa de la crisis diplomática. Los embajadores fueron llamados a sus cortes y Juan V anunciaba que pondría 20.000 soldados portugueses en Madrid, a lo que contestaba Felipe V amenazando con un bombardeo del palacio real de Lisboa. El nuevo embajador francés, Vaulgrenant, que debió reírse lo suyo, escribía el 16 de marzo a Chauvelin que cuando Patiño le dijo al rey que su propia hija habitaba en el palacio este respondió «pues la haré salir antes».

Sin embargo, ni Holanda ni Inglaterra se tomaban esto a risa. Miraban al Brasil y a la flota mercante que arribaría a Lisboa, a la que corrieron a ofrecer protección frente a una posible acción española. Por otra parte, la guerra en Italia, que consumía los recursos de la Hacienda, y un Patiño responsable volvieron las cosas a su curso. Pero, los príncipes eran apartados de nuevo y el embajador portugués Cabral de Belmonte expulsado, dejando en evidencia a Bárbara. La siembra de rumores que hablaban de precipitar la llegada al trono de los príncipes era una simple disculpa de Juan V con vistas a conseguir el apoyo de Inglaterra —a la vez que negociaba con Francia—, pero solo contribuían a incrementar el rechazo de su hija en la corte.

No habría reacciones por parte de Fernando, pero estos sucesos «familiares» y el conocimiento de que Francia firmaba los preliminares de Viena (octubre de 1735) a espaldas de España contribuyeron a agriar su idea de la diplomacia y a afianzar en su personalidad el desdén por las intrigas políticas. También, como el propio Vaulgrenant intuía, Fernando empezaba a desconfiar de Francia (en adelante tendría nuevos motivos para hacerlo). Al poco, morían el ayo Salazar (9 de septiembre de 1736) y Patiño (3 de noviembre de 1736). Se restablecieron las negociaciones con Portugal (mayo de 1737) y se enviaron embajadores a Lisboa y Madrid. Las dos cortes se reconciliaban y Fernando se preparaba para celebrar su mayoría de edad, su veinticinco cumpleaños. Llegaban años más felices, bodas y fiestas. En la primavera de 1737 había llegado a la corte Farinelli.

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