1 ...8 9 10 12 13 14 ...22 Llegó luego el periodo de las prioridades y las disculpas. Madrid ordenaba en julio al embajador que no iniciara la ceremonia de la firma hasta que no se hubiera hecho en Madrid, mientras se solicitaba dispensa al papa por la corta edad de Marianina y las consanguinidades, que no llegó hasta septiembre. Tras varios protocolos previos y algunas quejas insulsas, el domingo 11 de enero de 1728 tuvo lugar la magna ceremonia de presentación en Lisboa y se ratificó el acuerdo de que la boda se celebraría en la ciudad de Badajoz con asistencia de los reyes. También se acordó la dote de la infanta. La novia aportaba medio millón de escudos de oro y cien mil pesos en calidad de arras y otras joyas. En la misma dinámica de ostentación, como desquite de Juan V por la exhibición del marqués de los Balbases en su propia corte, Bárbara acudiría a Badajoz cubierta de oro, perlas y brillantes, y acompañada de una numerosísima corte, de lo más descollante de la nobleza y el clero portugueses —hasta 77 canónigos— y de un número desmesurado de soldados.
La corte de Bárbara en Madrid
El paso siguiente era la formación de la corte de la ya princesa de Asturias. Como en el caso de Fernando, una nueva nube de personal cortesano pasaba a ejercer los tradicionales cargos, en apariencia poco relevantes pero que permitían el contacto personal, confidencial a veces, con la reina: era su «familia». Algunos de los nombramientos eran solo para las jornadas nupciales y la ceremonia, pero otros lo serían ya de por vida. Formaron la primera corte para esperar a la princesa en Badajoz la duquesa de Montellano como camarera mayor (lo había sido de la esposa de Luis I, Luisa Isabel de Orleans), las condesas de Fuensalida y de Montijo y la duquesa de Solferino como damas, varias señoras al cargo de diferentes oficios, el confesor padre Laubrussel, el duque de Gandía como mayordomo, el marqués de los Balbases que sería el encargado de hacer su entrega oficial en las bodas, el marqués de Mejorada y el conde de Valparaíso (1696-1760), primer caballerizo, el hombre fuerte en la corte de la reina, amigo de Ensenada, que luego llegaría a ministro y a secretario particular de Bárbara.
También serían relevantes en el entorno de la reina una mujer de gran personalidad, la marquesa de Aytona, que asistiría en el lecho de muerte a Bárbara y sería llamada a Villaviciosa al del rey, y la marquesa de la Torrecilla, íntima de la reina y de don Zenón de Somodevilla (1702-1781), el apuesto «galant homme», «bien vu a la Cour chez les femmes» que decía el embajador francés La Marck del futuro marqués de la Ensenada.
Terminados los fastos preparatorios de Lisboa, empezó la espera de la ceremonia regia de Badajoz, más que dudosa por la salud de Felipe V, que seguía provocando desazones. Los rumores de abdicación y las viruelas que pasaría Fernando ese año —la enfermedad de la que murió su hermano el rey Luis I— pusieron una nueva nota de incertidumbre. Mientras, el príncipe guardaba el retrato de Bárbara en su habitación sin enseñárselo a nadie y Juan V estaba «gozosísimo de tener ya a su hija princesa de Asturias», según decía el marqués de los Balbases.
Las viruelas que sufrió Fernando en mayo de 1728, con la consiguiente cuarentena, le apartaron más de la vida pública. Una vez repuesto, le recibía su padre el 17 de junio y tenía una conversación con Isabel sobre las dificultades que supondrían a su edad el peso de la corona y los peligros de ser gobernado por un consejo, instrumento de intrigantes que no pertenecían ni a su familia ni a su estirpe francesa. Durante unos meses, las relaciones familiares mejoraron. La crisis parecía resuelta, pero Isabel no podía estar tranquila mientras Felipe V estuviera en riesgo de muerte. Había habido graves calumnias en los pasquines, como una que daba por hecha la partición del Reino entre Carlos y Fernando, y sabía que el influyente cardenal Fleury le había retirado el favor a la espera de un anunciado desenlace que pusiera en el trono a Fernando, con quien ya se había iniciado la política de gestos de Versalles, vía embajada en Madrid.
La locura de Felipe V continuaba igual cuando llegó la gran noticia: Luis XV podía morir a causa de la viruela. Felipe abandonó el lecho inmediatamente y dio pruebas de una enorme energía. La posibilidad del añorado Versalles pasó de largo una vez más, pero Felipe V parecía otro: desde mediados de noviembre cazaba, visitaba Atocha y hablaba más con Fernando. Isabel no desaprovechó la ocasión y recordó el proyectado viaje a Badajoz, que parecía olvidado, y anunció que la corte partía de boda. Fernando iba a recoger a su esposa en medio de una opinión aún más contrariada por el último desdén de un Felipe V que había hecho público otro «au revoir» a las Españas. Las esperanzas puestas en Fernando, español de nacimiento —algunos, por el matrimonio portugués, todavía más ilusionados ante una posible unión ibérica—, renacían.
Badajoz, de boda
Blanco de la artillería portuguesa durante cinco días durante la guerra de Sucesión, la ciudad de Badajoz, pobre y olvidada, fue elegida como punto de encuentro entre las familias de Juan V y Felipe V solo porque era la última población española en el camino más corto entre Lisboa y Madrid. Nadie pensó en su estado deplorable.
Un 19 de septiembre de 1727 el corregidor de Badajoz recibió la real cédula en la que se comunicaba la decisión regia de realizar allí la doble boda entre las casas de Portugal y España, pero habría de pasar más de medio año hasta que la corte mostrara interés de nuevo, así que el concejo se lo tomó con calma. El 28 de mayo de 1728 recibía una real cédula en que se le ordenaba la tala de 1.500 troncos para la construcción de los estrados en los que se situaría la Corte española en el río Caya, una decisión sin duda funesta para los paupérrimos bienes comunales de la ciudad, pero la primera que hacía concebir esperanzas.
Tras la larga espera, la fijación de la fecha se hizo con inusitada precipitación. En Badajoz se conocía el 20 de diciembre de 1728 que la Comitiva Real tenía previsto salir de Madrid el día 7 de enero, la misma noticia que llegaba a Lisboa el 22 de diciembre. Apresuradamente, el concejo pacense aprobaba un humilde programa a base de dos corridas de toros, fuegos artificiales, tres arcos triunfales, luminarias y demás. Los regidores pensaron salir a recibir al rey uniformados «con casaca y calzón de terciopelo negro y chaqué de persiana, pluma y medias de color de perla y sombrero negro», y acordaron un protocolo de recepción, el usual en las visitas reales a las ciudades castellanas, que se basaba en el tradicional respeto monárquico hacia la institución municipal, sus costumbres, fueros y privilegios. Sin embargo, pronto notarían las novedades.
A los cuatro días, el propio marqués de la Paz se encargó de comunicar a los regidores de la ciudad que solo debían esperar al rey y darle un sombrerazo «respecto de que llegando cansados sus Majestades no parece oportuno a la mayor brevedad de su Real recibimiento». Al día siguiente los reyes entraban en la ciudad y nadie los vio hasta el día del besamanos después de las ceremonias. La casa real se alojó en el Palacio Episcopal, a escasos cien metros del templo nupcial. A Fernando y su casa les hospedaron en un palacio de menores dimensiones y a los infantes Carlos y Felipe en otro.
El deslumbrante encuentro en Caya
Pasaron tres días hasta que se celebró en Caya el intercambio. Formadas las tropas a cada lado de la frontera —unos seis mil soldados por cada corte—, los portugueses hicieron avanzar a sus infantes hasta el puente en dirección a la familia real española y otro tanto hicieron los españoles con la infantita María Ana Victoria y con Fernando. En este preciso instante, quienes no conocían a Bárbara, que eran la mayoría, temieron lo peor. La muchacha estaba muy gorda y era de una fealdad extraordinaria. Fernando, un adolescente de 15 años, no puedo ocultar su turbación. Benjamin Keene lo contaba así: «me coloqué ayer de modo que vi perfectamente la entrevista de las dos familias, y observé que la figura de la princesa, aunque cubierta de oro y brillantes no agradó al príncipe de Asturias, que la miraba como si creyese que le habían engañado.»
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