Fernando, un heredero rodeado de infantes
El infante Fernando y la madrastra Isabel de Farnesio
La numerosa prole Borbón
Once hijos tuvo Felipe V en sus dos matrimonios, a los efectos dinásticos ocho, a causa de los tres que murieron en la infancia —dos de María Luisa Gabriela de Saboya, fallecida en 1714 al poco de dar a luz a Fernando el 23 de septiembre de 1713, y uno de Isabel de Farnesio (1692-1766), la segunda esposa—. Ocho «piezas» para colocar en el tablero de las monarquías y principados europeos —demasiadas— y, ante todo, para asegurar la sucesión dinástica en España. Sorprendentemente, todos ciñeron corona y varios la transmitieron a sus descendientes. La excepción fue el infante don Luis, a quien su madre, Isabel de Farnesio, la gran artífice del futuro de la dinastía, consiguió nada menos que el capelo y el arzobispado de Toledo cuando el infante tenía 7 años de edad: mitra y riquezas, ya que no tendría un trono.
Era imposible imaginar este rotundo éxito Borbón-Parma cuando la Farnesio llegó a España en 1714; sus retoños, cuando los hubiera, tenían por delante nada menos que a tres hijos de la Saboyana y además el rey no prometía alargarse en el trono a causa de su enfermedad. En efecto, Luis, el primogénito, llegó a reinar en 1724 y, aunque brevemente —del 10 de enero al 31 de agosto—, su temprana muerte convertía a nuestro Fernando en príncipe de Asturias.
El infante Fernando, huérfano de madre y con solo dos hermanos que le duraron poco —a uno lo vería morir cuando él tenía seis años y al otro cuando contaba once— empezó desde el primer día a sentir la inmensa soledad que arrastró de por vida. La madrastra, Isabel de Farnesio, la parmesana, demostró desde el primer momento que era una mujer enérgica, resuelta, con clara decisión de mandar y con una ambición política que no desmerecía a la que demostró como madre afanosa por colocar a sus hijos. Los historiadores han coincidido en señalar las diferencias que la madre estableció de inmediato entre hijos e hijastros, especialmente en lo que toca a Fernando, un niño introvertido y triste que creció en el entorno de las celebraciones de los bautizos de sus muchos hermanastros y de los funerales de sus jovencísimos hermanos. Pero, como veremos, se abusó ya entonces de los efectos políticos de los lazos afectivos naturales.
Isabel de Farnesio empezó a traer hijos al mundo, a uno por año, con una regularidad que denota la ya tópica constancia matrimonial de Felipe V y un cumplimiento de los plazos naturales asombroso por parte de la reina. El primer Borbón Farnesio fue Carlos, el que sería VII de Napoles y III de España; nació el 20 de enero de 1716; al año siguiente, también en enero, nacía Francisco, el único que moriría de niño; al siguiente —asimismo en enero, el 31—, María Ana Victoria, Marianina; al siguiente —en febrero, el 10, un leve retraso de unos días—, Felipe, «Pippo», el que sería príncipe de Parma.
Los siguientes se dilataron un poco más: María Teresa (junio de 1726), don Luis (julio de 1727) y María Antonia Fernanda (noviembre de 1729). Esta última nació ya en Sevilla, cuando Felipe V atravesaba una de sus crisis y la corte había decidido instalarse en Andalucía tras la breve estancia en Badajoz con motivo de los festejos nupciales de los infantes Fernando con Bárbara y Marianina con el príncipe del Brasil, las bodas portuguesas. Tres hijos habían muerto ya. Fernando había perdido a su querido Luis, el hermano mayor. Pronto vendrían las despedidas de sus hermanastros que partían a la guerra de Italia y las extravagantes melancolías de su padre, algunas, graves afecciones que hicieron presagiar su muerte próxima.
El infante huérfano y la madrastra dominante
La madrastra fue acumulando antipatías desde el principio. Al despachar con lo puesto a la princesa de los Ursinos el día de Navidad de 1714, nada más verla en Jadraque, Isabel de Farnesio se había granjeado la hostilidad francesa, lo que pronto trascendió a todas las cortes europeas. La propia princesa, que había desempeñado el papel de aya de los infantes del primer matrimonio, se empleó a fondo en construir y airear desde Versalles la primera imagen negativa de Isabel que contenía ya el primer estigma de madrastra que nunca abandonó a la reina segundona.
Era natural que la llegada de los hijos Borbón-Farnesio despertara comentarios en la propia corte sobre la situación de los de la esposa anterior, los hijastros a los que Isabel de Farnesio no mostraba cariño y a los que siempre vio como obstáculos a sus planes. Luego, el «partido español», el sector de la opinión que encontró su legitimación en la posible ilegalidad de la vuelta al trono de Felipe V tras el breve reinado de Luis I, incrementó la corriente de difamación contra la reina a la que ya la impopularidad la seguiría de por vida.
Las tintas se cargaron sobre su imagen de madrastra e incluso, en círculos restringidos, se acusó al médico par-mesano Cervi de haber envenenado al joven rey Luis I. Como era innegable que Felipe V mostró mucho cariño a su hijo Luis, se decía que Isabel tenía celos y hacía todo lo que podía desde San Ildefonso para perjudicarle. Cuando murió Luis I, Fernando, un niño de once años, aparecería como el lastimoso niño enfermizo, tímido y falto de cariño, que acababa de perder al único hermano. Según M. Danvila, que cita a Louville, Luis le habría dicho a Fernando «nosotros nos entenderemos siempre bien, hermano mío, y será preciso que estemos unidos contra Carlos y doce más que vayan viniendo». El historiador Pedro Voltes atribuye la frase a su autor, Saint Agnan, mientras los interlocutores son Felipe y Luis, que contaban con nueve y cinco años, una edad como para sospechar de la falsedad de estas informaciones aventuradas. Por contra, los hijos de Isabel, Carlos —Carlet— y Felipe —Pippo— son presentados habitualmente como niños felices, siempre jugando juntos, pero entre ellos.
M. Danvila, que llamó «exceso de amor» a las reacciones de Isabel y que juzgó como injusto el trato histórico de su comportamiento con los huérfanos, contribuyó, sin embargo, a que la natural propensión de madre apareciera, por encima de cualquier consideración, como artera maldad de madrastra; y, remedando a la mayoría de los contemporáneos, caracterizó de inmoral la trayectoria política de la reina Isabel de Farnesio. Pero, la propia documentación que manejó sobre las costumbres de la corte pudo ayudarle a suavizar sus juicios. Los infantes eran cuidados en sus primeros años por varias nodrizas y un nutrido personal femenino sin mucha intervención de la reina y menos del rey; luego, se les encargaba a un ayo, cada uno el suyo normalmente, y en el octavo año, se les formaba cuarto —«se le quitó del poder de las mujeres», dice Danvila de Fernando— y se les ampliaba el personal que les tutelaba.
Todos los niños seguían las lecciones morales del cardenal Giudice y luego, tras su exoneración, las del duque de Populi, que les caía muy antipático; todos compartían los juegos y los ejercicios caballerescos, especialmente el aprendizaje de la caza y de la pesca, para lo que tenían sirvientes, guardias, maestro armero, ballesteros y ojeadores a su servicio, pero también practicaban la equitación, la esgrima o algunos pasos de danza y principios de música. No comían con los reyes ni compartían sus habitaciones. Desde niños se acostumbraban, también ellos, a ver a los soberanos inaccesibles, cercanos a la divinidad.
Isabel ya fue aconsejada por Alberoni sobre el riesgo que corría su popularidad a causa de los rumores sobre el trato que deparaba a los huérfanos, pero, las cortes no eran, precisamente, casitas de parejita feliz y dos niños. Si Isabel de Farnesio pudo llegar a producir en su entorno la sensación de que adoraba a sus hijos, mucho a Carlet pero más a Pippo, es ya cuando los embajadores se refieren a hombres inteligentes, sensibles, guapos, de afable conversación, no a bebés. En efecto, son sus hijos, pero entre un Felipe de Parma, el más alegre y divertido, frívolo y sensible, inclinado al arte —recuérdese su obra ilustrada en Parma— y la imagen de un Fernando apocado, taciturno, fingido y entregado a su mujer, además de fea y obesa, políticamente poco fiable por las veleidades políticas portuguesas, no es anormal que una mujer mandona, activa, gozadora y de mundo como fue la Farnesio mirara a sus verdaderos hijos con pasión y lamentara la distinta suerte que les esperaba. Ella misma podía recordar su oscura juventud en Parma y pensar que unas viruelas le habían devuelto el trono. De estas cosas —del «ver mudar la rueda de la fortuna»— se hablaba a diario en las cortes europeas y, frecuentemente, con la melancolía que producía la imprevisibilidad de la vida, la salud y la muerte.
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