John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Apenas habíamos despejado el terreno situado ante nuestra improvisada muralla cuando volvieron a sonar los cuernos de bosko de los paravaci. Inmediatamente, una nueva oleada de kaiilas con sus jinetes y lanzas se nos echó encima. Así cargaron en cuatro ocasiones, y en cuatro ocasiones pudimos rechazarlos.
Tanto los hombres de Harold como los míos estaban diezmados, y eran muy pocos los que no habían perdido algo de sangre. Según mis estimaciones, solamente sobrevivía una cuarta parte de los que habían cabalgado con nosotros en defensa de los carros y del ganado.
Una vez más, Harold y yo anunciamos que quien quisiera partir era libre de hacerlo.
Una vez más, ningún hombre se movió de su puesto.
—¡Mirad! —gritó un arquero, señalando a la colina en la que formaban los paravaci.
Allí pudimos ver que otros millares estaban formando. Los estandartes de los millares y de los centenares se ponían en posición.
—Es el cuerpo principal de los paravaci —dijo Harold—. Para nosotros será el final.
Miré a derecha e izquierda por encima de la maltrecha y sangrienta barricada de carros, para contemplar lo que quedaba de mis hombres, esos guerreros heridos y casi desfallecidos. Muchos de ellos se habían tendido sobre la barricada o el suelo que quedaba detrás de ésta, e intentaban ganar un momento de respiro. Las mujeres libres, e incluso también algunas esclavas turianas, corrían de un lado a otro para llevar agua fresca y, cuando había necesidad de ello, para vendar las heridas. Algunos tuchuks empezaron a cantar la Canción del Cielo Azul, cuyo estribillo dice que aunque los hombres mueran, siempre quedará el bosko, la hierba y el cielo.
Yo estaba con Harold en una plataforma fijada sobre la caja de un carro al que le habían arrancado la estructura de la bóveda. Estábamos situados justo en medio de la barricada. Ambos estudiábamos lo que ocurría en el campo contrario. En la distancia, veíamos cómo se reunían las kaiilas y sus jinetes, y cómo se movían los estandartes.
—Creo que lo hemos hecho bastante bien —dijo Harold.
—Sí —respondí—, yo también lo creo así.
Oímos que los cuernos de bosko de los paravaci daban alguna orden a los millares allí reunidos.
—Te deseo lo mejor —me dijo Harold.
—Yo también te deseo lo mejor —le sonreí.
Volvimos a oír los cuernos. Lentamente, como si de una enorme guadaña de hombres, animales y armas se tratase, en un frente que se extendía mucho más allá de nuestras líneas, los paravaci empezaron a desplazarse lentamente hacia nosotros. Ganaban en ímpetu y velocidad a cada metro que avanzaban sobre la llanura.
Harold y yo, así como aquellos hombres que habían sobrevivido, permanecíamos en los carros, y observábamos cómo los paravaci bajaban la malla protectora de cascos y cómo levantaban sus lanzas al unísono. Podíamos oír el estruendo de sus kaiilas, cada vez más rápidas, y los chillidos de los animales, y el ruido provocado por el equipo y las armas de los jinetes.
—¡Escucha! —gritó Harold.
Así lo hice, pero solamente me parecía oír el atronador paso de las kaiilas que se precipitaban hacia nosotros. Luego creí distinguir desde algún punto lejano el sonar de algunos cuernos.
—¡Son cuernos! —gritó Harold—. ¡Cuernos de bosko!
—¿Y eso qué más da? —pregunté.
Personalmente, sólo pensaba en cuántos paravaci debían ser.
Miré a los guerreros que se acercaban con las lanzas preparadas. Ahora alcanzaban la velocidad de ataque.
—¡Mira! —gritó Harold señalando con su mano a ambos lados.
El corazón me dio un vuelco. De pronto, emergiendo de las redondeadas crestas de las montañas que nos rodeaban, a derecha e izquierda, como oleadas negras, vi lo que debían ser millares de guerreros sobre sus kaiilas a todo galope.
—¡Mira! —gritó Harold.
—Sí, ya lo veo. Pero, ¿qué más da?
—¡Mira! ¡Mira! —continuaba gritando Harold mientras daba saltos.
Le obedecí, y esta vez lo comprendí, y mi corazón cesó de latir, y lancé un grito, pues a la izquierda, entre los millares que corrían ladera abajo, vi el estandarte del aro amarillo, y a la derecha, entre los millares que se precipitaban hacia el mismo punto, ondeaba el estandarte de la boleadora de tres pesos.
—¡Kataii! —gritó Harold abrazándome—. ¡Kassars!
Permanecí sobre aquella plataforma, confundido, y no sabía si creer lo que mis ojos estaban viendo. Los kataii y los kassars se cerraban como tenazas sobre los flancos desprotegidos de los paravaci, y con la fuerza de su ataque rompían las filas de los sorprendidos guerreros. Y por un momento, incluso el cielo pareció oscurecer cuando miles de flechas surgieron a derecha e izquierda para caer como una lluvia mortífera sobre los sorprendidos, vacilantes y desesperados paravaci.
—¡Deberíamos ayudarles! —remarcó Harold.
—¡Sí, es cierto! —grité.
—Por lo que veo, los korobanos tienen reacciones muy lentas frente a asuntos como éste.
Sin hacer demasiado caso a sus comentarios, me volví hacia mis hombres y grité:
—¡Apartad los carros! ¡A vuestros animales!
Y en un instante las ataduras que unían entre sí a nuestros carros desaparecieron por obra de las quivas, y nuestros centenares de guerreros, el patético remanente de nuestros dos millares, se lanzaron hacia el frente de los paravaci, corriendo con sus kaiilas como si se encontrasen descansados y frescos, y entonando el grito de guerra tuchuk.
Hasta bien entrada la tarde no pude entrevistarme con Hakimba de los kataii ni con Conrad de los kassars. Nos encontramos en el campo de batalla y, como buenos hermanos de armas, nos abrazamos.
—Tenemos nuestros propios carros —dijo Hakimba—, pero también pertenecemos a los Pueblos del Carro.
—Lo mismo ocurre con nosotros —añadió Conrad de los kassars.
—Lo único que lamento es haberle enviado un mensaje a Kamchak —dije yo—. Lo más probable es que ahora ya se haya retirado de Turia para volver hacia los carros.
—No te preocupes —dijo Hakimba—. Hemos enviado jinetes a la ciudad al mismo tiempo que abandonábamos nuestro campamento. Kamchak tenía noticia de nuestros movimientos mucho antes que tú.
—Y de los nuestros también —dijo Conrad—. Le hemos enviado un mensaje informándole de nuestras intenciones.
—No sois malos tipos —dijo Harold—, para tratarse de un kataii y de un kassar, naturalmente. De todos modos, al marcharos, tened cuidado no os llevaréis ningún bosko ni ninguna mujer.
—Tranquilo —dijo Hakimba—. Los paravaci dejaron su campamento más bien desamparado. Habían desplazado todas sus fuerzas aquí.
Me eché a reír.
—Así es —corroboró Conrad—. La mayoría de los boskos de los paravaci están ahora en las manadas de los kataii y de los kassars.
—Supongo que los habrás dividido equitativamente —dijo Hakimba.
—Sí, creo que sí —repuso Conrad—. De todos modos, si no es así, siempre se pueden allanar las diferencias robando unos cuantos boskos.
—Sí, eso es cierto —reconoció Hakimba con una sonrisa que arrugó las cicatrices rojas y amarillas que atravesaban su rostro oscuro.
—Cuando los paravaci que se han escapado de nosotros lleguen a sus carros —dijo Conrad—, creo que se encontrarán con una buena sorpresa.
—¿Y eso? —pregunté.
—Hemos quemado muchos de sus carros... Todos los que hemos podido —explicó Hakimba.
—¿Y qué ha pasado con sus riquezas y sus mujeres? —preguntó Harold.
—Hemos tomado las que nos han gustado, tanto en lo que se refiere a riquezas como a mujeres... En cuanto a las riquezas que no nos gustaban, las hemos quemado, y a las mujeres que no eran de nuestro agrado las hemos desnudado, y allí se han quedado, llorando entre los carros.
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