John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—¡Comed! —les ordenó Kamchak.
En la mesa les habían colocado amplios platos repletos de delicadezas preparadas por las cocinas del Ubar, así como copas largas y finas llenas de vinos turianos y pequeños cuencos de especias y azúcares con cucharas para servirse.
Muchachas de las más altas familias de la ciudad servían las mesas completamente desnudas.
También estaban presentes algunos músicos de la ciudad, que procuraban ofrecer lo mejor de su repertorio, aunque parecían un poco limitados por las circunstancias.
De vez en cuando los tuchuks agarraban a alguna de las muchachas que servían y la arrojaban entre gritos sobre los cojines que abundaban por entre las mesas, lo cual provocaba el regocijo de sus compañeros y de las chicas tuchuks.
—¡Comed! —volvió a ordenar Kamchak.
Los prisioneros turianos obedecieron y empezaron a llevarse comida a la boca.
—¡Bienvenidos seáis, comandantes! —dijo Kamchak volviéndose hacia nosotros e invitándonos a tomar asiento.
—No esperaba verte en Turia —le dije.
—Y creo que los turianos tampoco se lo esperaban —remarcó Harold mientras estiraba el brazo por encima de uno de los miembros del Alto Consejo de Turia para apropiarse de una chuleta de verro azucarada.
Pero Kamchak ya no atendía a nuestra conversación, y miraba con aire ausente hacia la alfombra delante del trono ahora manchada con los líquidos de las bebidas derramadas y por los desperdicios del banquete. No parecía demasiado consciente de lo que ocurría a su alrededor. Aunque ésa debería haber sido una noche de triunfo para él, no parecía contento en absoluto.
—Por lo que veo —dije—, el Ubar de los tuchuks no es feliz.
Kamchak se volvió para mirarme otra vez.
—La ciudad arde —comenté.
—Déjala arder.
—Es tuya, Kamchak.
—No la quiero, no quiero para mí la ciudad de Turia.
—Entonces, ¿qué es lo que buscas? —le pregunté.
—Lo único que quiero es la sangre de Saphrar.
—Así que todo esto —inquirí—, ¿solamente es una venganza por la muerte de Kutaituchik?
—Para vengar a Kutaituchik haría arder mil ciudades.
—Y eso ¿por qué?
—Porque era mi padre —respondió Kamchak antes de volver la cabeza.
Durante la comida, acudieron de vez en cuando los mensajeros para hablar con Kamchak y volver a partir rápidamente. Venían de diversas partes de la ciudad, e incluso de los lejanos carros, que estaban a varias horas de kaiila.
Sirvieron más comida y bebida, e incluso los hombres de Turia allí presentes fueron obligados a punta de quiva a beber grandes cantidades de vino, con lo que algunos empezaron a hablar confusamente, y otros lloraban. Los demás comensales se encontraban cada vez más excitados y alegres, y seguían las melodías bárbaras que los músicos interpretaban. En un momento dado, tres chicas tuchuks entraron en la sala vestidas con sedas. Ambas llevaban fustas en la mano. Arrastraban a una muchacha turiana desnuda, de aspecto miserable. Habían encontrado una larga cuerda para atarle las manos por detrás; después le habían dado con ella varias vueltas en torno a la cintura y la habían anudado convenientemente para poder llevarla a rastras.
—¡Ésta era nuestra ama! —gritó una de las muchachas tuchuks mientras la golpeaba con la fusta.
Al oír esto, las jóvenes tuchuks que se encontraban en las mesas aplaudieron con deleite. Enseguida entraron dos o tres grupos de muchachas tuchuks, cada uno conduciendo por una cuerda a la que hasta hacía unas horas había sido su dueña. Después obligaron a las turianas a peinarles el pelo y a lavarles los pies junto a las mesas, para que desempeñaran las tareas de las esclavas de servicio. Más tarde hicieron que algunas danzaran para los hombres, y finalmente una de las tuchuks señaló a su antigua ama y gritó:
—¿Cuánto se me ofrece por esta esclava?
Con lo cual uno de los hombres, siguiendo la diversión, gritó un precio, que desde luego no subía a más de unos cuantos discotarns de cobre. Las jóvenes tuchuks gritaban de excitación, y empezaron a incitar a los posibles compradores para que pusieran a subasta a sus antiguas dueñas. Así, lanzaron a una bellísima muchacha turiana a los brazos de un tuchuk vestido de cuero por tan sólo siete discotarns de cobre. En medio de todas estas chanzas llegó un mensajero que se dirigió a toda prisa hacia donde se encontraba Kamchak. El Ubar de los tuchuks escuchó impasible lo que le decía, y finalmente se levantó. Señaló a los hombres turianos cautivos y dijo:
—¡Lleváoslos! ¡Que les pongan el Kes y los encadenen! ¡Que empiecen enseguida a trabajar!
Los guardias tuchuks obedecieron y condujeron a Phanius Turmus, a Kamras y a todos los demás. Los comensales observaban a Kamchak, esperando sus indicaciones. Incluso los músicos habían dejado de tocar.
—El festín ha concluido —dijo Kamchak.
Los invitados y las cautivas, arrastradas por aquellos que habían querido apropiarse de ellas, salieron de la estancia.
Kamchak seguía en pie frente al trono de Phanius Turmus, con el manto púrpura del Ubar por encima de un hombro. Contemplaba el desorden de las mesas, las copas caídas, los restos del banquete. Solamente él, Harold y yo continuábamos en aquel gran salón del trono.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Están atacando a los carros y los boskos —respondió.
—¿Quién? —gritó Harold.
—Los paravaci —dijo Kamchak.
23. La batalla de los carros
Kamchak había ordenado que a sus columnas de ataque a la ciudad les siguieran un par de docenas de carros, la mayor parte de ellos destinados a cargar con provisiones. Uno de esos carros, desprovisto de techo, transportaba a los dos tarns que Harold y yo habíamos robado de la azotea del torreón, en la Casa de Saphrar. Los habían traído para nosotros, pues se pensaba que podían resultarnos útiles en el ataque a la ciudad o en el transporte de material o de hombres. Un tarn puede transportar una cuerda con nudos de la que cuelguen de siete a diez hombres, y sin ningún problema.
Harold y yo corrimos por entre esos carros montados en nuestras kaiilas. Detrás de nosotros atronaban los millares, que continuarían su camino hacia el campamento principal, que quedaba a varios ahns de allí. Íbamos a montar en nuestros tarns, Harold para volar en dirección al campamento kassar, y yo hacia los kataii, con la intención de pedirles ayuda. La verdad es que tenía muy pocas esperanzas de que alguno de esos pueblos acudiese en ayuda de los tuchuks. Después de cumplir con esa misión, Harold y yo debíamos reunirnos con nuestros respectivos millares en su camino hacia el campamento tuchuk, para así tomar el mando y hacer lo que en nuestra mano estuviera en defensa de los boskos y de los carros. Entretanto, Kamchak habría formado a sus fuerzas en el interior de la ciudad y se prepararía para la retirada, lo que le permitiría enfrentarse a los paravaci. La muerte de Kutaituchik quedaría sin vengar.
Con gran sorpresa me enteré de que los Ubares de los kassars, los kataii y los paravaci eran respectivamente Conrad, Hakimba y Tolnus, los mismos a los que había conocido junto a Kamchak en las Llanuras de Turia cuando llegué por primera vez a los Pueblos del Carro. Lo que en un principio había tomado por una simple avanzadilla de cuatro jinetes había resultado ser una reunión de Ubares de los Pueblos del Carro. Debí darme cuenta que cuatro jinetes sin graduación de diferentes pueblos nunca habrían cabalgado juntos. Por otra parte, los kassars, como los kataii y los paravaci, son muy precavidos a la hora de revelar quién es su auténtico Ubar, y en eso tampoco se diferencian en nada de los tuchuks. Cada uno de esos pueblos tiene a su propio falso Ubar para proteger al verdadero del peligro de asesinato. Pero Kamchak me había asegurado que Conrad, Hakimba y Tolnus eran los auténticos Ubares de los pueblos.
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