John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Volvió a asentir.

—Pues bien, tú diles que Harold el tuchuk ya te ha hecho su esclava, ¿de acuerdo?

Nuevo asentimiento.

—Eso será poco sincero por tu parte, pero es comprensible porque corren malos tiempos.

Las lágrimas resbalaban por el rostro de la chica.

—Así podrás irte a casa, y allí tendrás que encerrarte en la bodega. Pero ahora todavía no —dijo Harold al ver que en el exterior continuaban irrumpiendo los jinetes—. Será mejor que esperes un poco.

Ella asintió, y Harold le desabrochó el velo y la tomó en sus brazos, aprovechando el rato.

Yo seguía sentado con las piernas cruzadas bajo el carro. Mi espada reposaba en las rodillas mientras contemplaba las garras y las patas de las veloces kaiilas que iban pasando. Oí el silbido de una flecha de ballesta, y un jinete y su montura cayeron de la parte superior del carro, y quedaron extendidos. Enseguida les saltaron por encima otros jinetes. También oía los disparos de los pequeños arcos de los tuchuks y en algún lugar cercano al otro lado del carro, el rugido de un tharlarión y el bramido de una kaiila, acompañados del restallar de lanzas y escudos. Vi a una mujer, desprovista de velo, con el cabello suelto, que intentaba abrirse paso entre las kaiilas, zarandeada por todos lados hasta que consiguió su propósito de pasar entre dos edificios. El tañido de las barras de alarma se propagaba ahora desesperadamente por toda la ciudad. Se oían gritos a unos centenares de metros. El techo de un edificio a mi izquierda empezaba a arder, y el humo y las chispas subían hacia el cielo. El fuego no tardó en extenderse a los edificios colindantes por la acción del viento. Algunas docenas de tuchuks sin sus monturas habían llegado a la plataforma del torno y empezaban a abrir las puertas completamente. Cuando así lo hubieron hecho, los tuchuks empezaron a entrar en la ciudad en formaciones de a veinte, de manera que cada centenar solamente tenía cinco filas de profundidad. Los guerreros entraban en la ciudad aullando y agitaban sus escudos y lanzas. Ahora distinguía humo en más de diez lugares de la larga avenida que conducía a la puerta principal. Uno de los tuchuks a los que podía ver llevaba ya una docena de copas de plata atadas con una cuerda a su silla. Otro llevaba junto al estribo a una mujer sujeta por los cabellos que no dejaba de gritar. Y más tuchuks seguían entrando en la ciudad. El muro de un edificio de la avenida principal se vino abajo envuelto en llamas. En tres o cuatro lugares a mi alrededor oía el entrechocar de las armas, el silbido de los proyectiles de las ballestas y la respuesta de las ligeras y mordaces flechas de guerra tuchuks. Otro muro, en el lado contrario de la calle, se desplomó. Dos guerreros turianos quedaron al descubierto y empezaron a correr, pero los tuchuks les alcanzaron saltando por encima de los escombros con sus kaiilas.

Finalmente, sobre su kaiila, en la parte inmediata a la puerta principal, con la lanza empuñada en su mano derecha, y volviéndose constantemente para impartir órdenes, vi a Kamchak de los tuchuks. Enviaba a sus hombres a derecha e izquierda, y también hacia las azoteas. La punta de su lanza estaba enrojecida. El lacado negro de su escudo estaba profundamente dañado. Se había echado atrás la red metálica que colgaba por delante de su casco, y la expresión de su rostro y de sus ojos era impresionante de tan fiera. Le flanqueaban algunos oficiales tuchuks, comandantes de los millares, montados como él en sus kaiilas y armados. Kamchak volvió su kaiila para ponerse frente a la ciudad y mientras su montura se encabritaba gritó con el escudo levantado en su mano izquierda y la lanza en la derecha:

—¡Quiero la sangre de Saphrar de Turia!

22. El banquete de Kamchak

Había sido el turno de los tuchuks.

Simulan sitiar una ciudad durante unos días y aparentan llegar hasta las últimas consecuencias. Pero finalmente se supone que el cansancio de los sitiadores es tan grande que tienen que retirarse. Lo hacen lentamente, y se desplazan con sus boskos y sus carros durante unos días, en este caso exactamente cuatro. Una vez que los carros y el ganado han quedado fuera de la zona de peligro, no hay más que hacer galopar a las kaiilas durante una sola noche, al amparo de la oscuridad, para volver y tomar la población por sorpresa.

La mayor parte de Turia estaba en llamas. Algunos centenares habían recibido órdenes expresas de tomar determinados pozos, graneros y edificios públicos, entre los cuales estaba el palacio del mismísimo Ubar, Phanius Turmus. Éste, y también Kamras, su oficial de más alta graduación, habían caído prisioneros casi inmediatamente, pues para ello se movilizaron sendos centenares. La mayor parte del Alto Consejo de Turia estaba también encadenada por los tuchuks. La ciudad carecía en ese momento de líderes, aunque aquí y allá valientes turianos habían reunido a guardias y hombres de armas, así como a determinados civiles, haciéndose fuertes en algunas calles, de manera que en la ciudad había algunos puntos de resistencia a la invasión. Hay que decir que el conjunto de edificios que componían la Casa de Saphrar no habían caído en manos de los tuchuks, gracias a sus numerosos guardianes y a las altas murallas que la protegían. Tampoco había caído la torre situada en otro lugar que albergaba a los guerreros de Ha-Keel, el mercenario de Puerto Kar; y a sus tarns.

Kamchak había instalado su cuartel general en el palacio de Phanius Turmus, que dejando aparte el saqueo y la destrucción gratuita de sus tapices y mosaicos, no había sufrido daños de importancia. Desde ese lugar dirigía la ocupación de la ciudad.

Harold había insistido en acompañar a la chica a su casa cuando acabó la irrupción de tuchuks por la puerta principal, y por añadidura también quiso acompañar al vendedor de vino y al alfarero. Fui con él deteniéndome sólo para desgarrar la parte superior de mi túnica de panadero y desteñirme el pelo en una fuente. La verdad es que no deseaba que una flecha tuchuk me atravesara mientras caminaba por la ciudad, y eso era algo muy probable si me confundían con un turiano. Por otra parte también sabía que a los tuchuks les resultaba familiar el color natural de mi cabello, y que al verlo quizás tendrían la generosidad de no disparar a su poseedor.

Cuando levanté la cabeza de la fuente, Harold lanzó un grito de sorpresa y dijo:

—¡Pero si tú eres Tarl Cabot!

—Efectivamente —respondí.

Tras dejar a la chica, al alfarero y al vendedor en la relativa seguridad de sus hogares, nos dirigimos a la Casa de Saphrar. Después de ver lo que allí ocurría pensé que de momento no podía ayudar en nada. El recinto estaba sitiado por más de dos millares. No se había iniciado ningún asalto a la plaza. Con seguridad, habrían empezado a amontonar piedras enormes tras las puertas. Se percibía claramente el olor a aceite de tharlarión, listo para que lo desparramaran sobre aquellos que intentasen cavar junto a la muralla o apoyar en ella una escalera. Ocasionalmente se intercambiaban disparos de ballesta y de arco. Una cosa me preocupaba: aquel muro que rodeaba toda la residencia del mercader dejaba fuera del alcance de los arqueros tuchuks la azotea de la torre; desde allí los tarns podían entrar y salir sin demasiado peligro. Es decir, que Saphrar podía abandonar el recinto a lomos de un tarn, si así lo decidía. De todos modos, aislado como se encontraba, probablemente desconocía la gravedad del peligro que corría. En el interior disponía sin duda de una cantidad de provisiones que le permitirían soportar un largo asedio. A mi parecer, Saphrar sabía que podía volar cuando así lo quisiera, pero todavía no había querido hacerlo.

Mi intención era dirigirme inmediatamente hacia el palacio de Phanius Turmus, en donde Kamchak había instalado su cuartel general. Quería ponerme cuanto antes a disposición del Ubar de los tuchuks, pero Harold insistió en que lo que debíamos hacer era patrullar por la ciudad para examinar los focos de resistencia turianos.

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