John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Dina asomó la cabeza por el antepecho de la muralla, y con expresión escéptica miró las piedras que había unos treinta metros más abajo.

—Eso te tomará mucho tiempo —dijo volviéndose hacia mí—, y después del anochecer vigilan con más intensidad las murallas, y las iluminan con antorchas. Además, dices que iras a pie. ¿Ya sabes que en Turia también hay eslines cazadores?

—Sí, lo sé.

—Es una pena que no dispongas de una kaiila. Con ella incluso podrías abrirte paso entre los guardias a plena luz del día, y luego seguir rápidamente por la llanura.

—Aunque lograra robar una kaiila o un tharlarión, has de pensar que están los tarnsmanes...

—Sí, es verdad —reconoció Dina.

Realmente, para los tarnsmanes seria una tarea bastante fácil localizar a un jinete y su montura en las llanuras que rodean Turia. Estaba casi seguro de que emprenderían el vuelo minutos después de que sonase la alarma, aunque cuando los llamaran se encontrasen en los baños, o en las tabernas de Paga, o en los antros de juego. Desde que se había acabado el asedio, los tarnsmanes acudían a esos lugares a gastar el dinero que habían ganado como mercenarios, y los turianos estaban encantados de que así lo hicieran. Era de suponer que al cabo de unos cuantos días, cuando se completara el período de descanso, Ha-Keel recogería su oro, formaría a sus hombres y se retirarían todos de la cuidad, rumbo a las nubes. Pero yo no podía esperar a que ese momento llegase, pues el descanso de los hombres de Ha-Keel, los arreglos de cuentas con Saphrar y los preparativos para la partida definitiva podían hacer que ésta se retrasara más de lo previsto.

El carro de mercancías se estaba aproximando a la puerta principal, y ya le hacían gestos indicándole que se apresurara a pasar.

Escudriñé la llanura en dirección al camino que habían tomado los carros tuchuks. Ya hacía unos cinco días que se habían marchado. Me había parecido muy extraño que Kamchak, el resuelto e implacable Kamchak de los tuchuks, abandonara tan pronto el asalto a la ciudad, aunque sabía que prolongar el asedio no significaba vencer. De todos modos, respetaba su decisión de retirarse frente a una situación en la que no había nada que ganar y sí mucho que perder, sobre todo si se tenía en cuenta la vulnerabilidad de los carros y de los boskos en un ataque de tarnsmanes. Sí, había tomado la decisión adecuada..., pero para él debía haber sido muy doloroso dar la vuelta a los carros y retirarse de Turia, dejando la muerte de Kutaituchik impune y a Saphrar triunfante. De alguna manera se podía decir que había sido un acto de valentía por su parte, pero yo había pensado que Kamchak se mantendría frente a las murallas de Turia, con su kaiila ensillada, con las flechas en la mano, hasta que los vientos y las nieves le hubiesen llevado con su pueblo, los tuchuks, y con sus carros y sus boskos. Había pensado que ésa sería la única manera de apartar a Kamchak de las puertas de Turia, la ciudad de las nueve puertas, de las altas murallas, la nunca penetrada ni conquistada.

Todos estos pensamientos se vieron interrumpidos por un altercado que se estaba produciendo abajo. Efectivamente, hasta nosotros llegaban los gritos airados de un guardián de la puerta, y también los gritos de protesta del conductor del carro de mercancías. Dirigí la mirada a la parte inferior de la muralla. A pesar de la manifiesta desesperación del conductor, no pude evitar sonreír al ver que la rueda trasera del enorme y pesado carro se había salido de su eje. El carro se había inclinado bruscamente, y en un momento el eje tocaba la tierra y se hundía en ella.

El carretero bajó de un salto y se puso a gesticular alocadamente al lado de la rueda caída. Después, de forma irracional, puso su hombro bajo el carro e intentó levantarlo con todas sus fuerzas. Pero por mucho empeño que pusiera, era una tarea imposible para un hombre solo.

Varios guardias parecían divertirse con este hecho, y lo mismo ocurría con algunos de los que pasaban por allí en aquel momento, que se reunían para contemplar las reacciones desesperadas del carretero. Finalmente, el oficial de la guardia, que estaba casi fuera de sí, rabioso, ordenó a varios de sus hombres, que no cesaban de reír, que pusiesen también sus hombros bajo el carro. Pero incluso entre todos ellos no pudieron levantarlo ni un ápice, y parecía que iban a necesitar algunas palancas.

Absorto, puse los ojos en la lejanía. Dina seguía contemplando el lío que se había armado allí abajo y se divertía, pues el carretero se mostraba muy afligido, y pedía toda clase de disculpas, agachándose, arrastrándose y bailando en torno al oficial, que seguía muy enfadado. En ese momento percibí, allá a lo lejos, una polvareda casi invisible que se levantaba hacia el cielo.

Los guardias y las gentes aquí y allá parecían exclusivamente preocupados por lo que ocurría con el carro atascado.

Volví a fijarme en el carretero. Era un hombre joven, bien formado. Su pelo era rubio, y algo en él me resultaba familiar.

Adelanté la posición de mi cuerpo y me agarré al parapeto. Sí, ahora era evidente: la polvareda se acercaba a la puerta principal de Turia.

Sujeté a Dina bruscamente.

—¿Qué pasa?

—¡Vuelve a tu casa y enciérrate dentro! —le susurré con vehemencia—. ¡Y no se te ocurra salir bajo ningún concepto!

—No te entiendo. ¿De qué hablas?

—¡No preguntes, y haz lo que te digo! —le ordené—. ¡Venga! ¡Vete a casa, cierra con candado las puertas, y no salgas!

—Pero Tarl Cabot, ¿qué...?

—¡Aprisa!

De pronto, ella también miró por encima del parapeto, y vio la nube de polvo. Se llevó la mano a la boca, y los ojos se le agrandaron a causa del miedo.

—¡No puedes hacer nada! —le dije—. ¡Venga! ¡Corre!

La besé ávidamente y luego, volviéndola, la empuje para que se decidiera de una vez a caminar. Dina avanzó unos cuantos metros dando traspiés y se giró para mirarme.

—¿Qué vas a hacer tú? —me preguntó gritando.

—¡Corre! —le ordené por toda respuesta.

Y Dina de Turia empezó a correr por el amplio camino de ronda que bordeaba las altas murallas.

La túnica de los panaderos, que no lleva cinturón, me ayudaba a ocultar bajo mi brazo izquierdo una espada y una quiva. Además, por encima llevaba también una pequeña capa marrón que borraba cualquier vestigio de mis armas. Sin prisas, las saqué de mi túnica y las envolví en la capa.

Volví a mirar por encima del parapeto. El polvo seguía acercándose. En unos momentos podría contemplar a las kaiilas, y los destellos producidos por las hojas de las lanzas. A juzgar por las dimensiones de la nube de polvo y por la velocidad a la que se aproximaban, la primera oleada de jinetes, compuesta quizás por centenares de ellos, cabalgaba en una estrecha columna y a todo galope. La formación de los tuchuks, que se desplazaban colocando delante un primer centenar seguido de un espacio libre equivalente al que ocupa esta formación, y luego otro centenar, y así sucesivamente, les permitía disminuir la polvareda provocada por su avance, pues ésta tenía tiempo de disiparse entre uno y otro centenar. Además, de esta manera, cada centenar dispone del espacio necesario para desenvolverse sin entorpecer el avance de las demás formaciones. Ahora podía distinguir al primer centenar en fila de a cinco, el espacio abierto que había tras él, y al segundo. Se aproximaban con gran rapidez, y el sol empezó a provocar reflejos en las hojas de las lanzas tuchuks.

Con mucha tranquilidad, sin apresurarme, descendí de la muralla y me aproximé al carro encallado, a la puerta abierta, a los guardias. Estaba seguro de que muy pronto alguien daría la alarma desde lo alto de la muralla.

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