John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—¿No te gustaría alquilar los servicios de unos hombres y reabrir la tienda? —le pregunté.

—No tengo dinero.

—Yo tengo un poco —dije, tomando mi bolsa y desparramando su brillante contenido sobre la mesilla de la estancia principal de la casa.

Dina se echó a reír y pasó los dedos entre mis alhajas.

—En los carros de Albrecht y de Kamchak pude aprender algo sobre piedras preciosas —me dijo, y luego añadió—: Te aseguro que aquí no hay ni el equivalente al valor de un discotarn de plata.

—¡Pero si pagué un discotarn de oro!

—Se lo pagaste..., a un tuchuk.

—Sí, eso es cierto —admití.

—¡Mi querido Tarl Cabot! ¡Mi pobre amigo! —exclamó para luego, con la expresión entristecida, añadir—: De todos modos, incluso si tuviese el dinero suficiente para reabrir la tienda, eso sólo significaría que los hombres de Saphrar de Turia podrían volver en cualquier momento.

Permanecí un rato en silencio, pues creía que tenía toda la razón.

—¿No es esta cantidad suficiente para pagar el viaje a Ar? —pregunté.

—No. Además, preferiría permanecer en Turia. Al fin y al cabo éste es mi hogar.

—¿Cómo te ganas la vida?

—Hago compras para mujeres ricas. Elijo para ellas las pastas, las tartas y los pasteles... Dicen que no confían en sus esclavas para la compra de esta clase de cosas.

Me eché a reír.

Respondiendo a sus preguntas, le expliqué el motivo que me había llevado a su ciudad: robarle un objeto de valor a Saphrar, un objeto que él, a su vez, les había robado a los tuchuks. Eso le encantó, como supongo que debía encantarle cualquier cosa que fuera en contra de los intereses de Saphrar de Turia, ya que el mercader le merecía el mayor de los odios.

—¿De verdad es esto todo lo que tienes? —preguntó señalando al montón de joyas.

—Sí.

—¡Pobre guerrero! —dijo con ojos sonrientes por encima del velo—. Ni siquiera tienes lo suficiente para contratar los servicios de una esclava bien adiestrada.

—Eso es cierto —admití.

Dina se rió, y con un movimiento se quitó el velo y sacudió la cabeza para que se le soltara el cabello.

—Sólo soy una mujer libre y pobre —dijo extendiendo los brazos—, pero, ¿acaso no sirvo para esa tarea?

—Eres una mujer muy bella, Dina de Turia —dije tomándola por las manos y atrayéndola hacia mí para abrazarla.

Permanecí con ella durante cuatro días; en el transcurso de cada uno de ellos, una vez a mediodía y otra al anochecer, paseábamos por las cercanías de una o de más puertas de Turia para ver si los guardias eran menos vigilantes en aquel momento que en la ocasión anterior. Con gran disgusto comprobé que continuaban registrando a cualquier persona que tuviese la intención de salir de la ciudad, así como los carros, y que lo hacían con gran detenimiento, pidiendo pruebas de identidad y de los asuntos que les llevaban a la ciudad. Cuando existía la más mínima duda, detenían al sospechoso, y el oficial de guardia le interrogaba. En cambio, comprobé con irritación cómo dejaban pasar a los individuos y carros que llegaban sin apenas dedicarles una mirada. Dina y yo no atraíamos la atención de los guardias o de los hombres de armas, pues yo me había teñido el pelo, y éramos una pareja más.

Los pregoneros habían pasado varias veces por las calles proclamando que yo seguía en la ciudad y daban también una descripción de mis características físicas.

En una ocasión vinieron a la tienda dos guardias para llevar a cabo una inspección. Yo suponía que debían hacerlo al mismo tiempo en otros lugares de la ciudad. Huí escalando por la ventana posterior, que quedaba frente a otro edificio, por cuya pared pude escalar hasta el tejado, y en cuanto los guardias hubieron partido volví por el mismo camino.

Ya desde los días en que vivíamos en el carro de Kamchak, había sentido un sincero aprecio por Dina, y creo que ese sentimiento era mutuo. Realmente era una chica alegre y despierta, ingeniosa, afectuosa, inteligente y de gran coraje. La admiraba, pero también sentía miedo por ella. Aun sin decirlo, ambos sabíamos que al ofrecerme cobijo en su ciudad natal, arriesgaba su vida desinteresadamente. Por otra parte, era muy probable que yo le debiera la mía, pues si no me hubiese visto, seguido y ayudado cuando más lo necesitaba, no habría pasado de mi primera noche en Turia. Pensando en ella comprobaba lo absurdos que son ciertos prejuicios goreanos concernientes a las diferencias entre castas. La de los panaderos no pasa por ser una casta alta, en ella nadie busca la nobleza. Aun así, tanto su padre como sus hermanos habían luchado contra un número superior de hombres, y habían muerto defendiendo su pequeño comercio. Y esa muchacha, con un valor que no poseerían muchos guerreros, sin armas, sin amigos, sola, me había ofrecido inmediatamente su ayuda, sin pedir nada a cambio, y me había dado la protección de su hogar, y su silencio, y puesto a mi disposición su conocimiento de la ciudad y todo aquello que estuviera en su mano.

Cuando Dina atendía a su trabajo e iba de compras para sus clientes, normalmente a primera hora de la mañana y a última de la tarde, yo permanecía en las estancias superiores de la tienda. Allí pude pensar detenidamente sobre el asunto del huevo de los Reyes Sacerdotes y de la Casa de Saphrar. Mis planes eran esperar un tiempo, abandonar la ciudad cuando eso fuese posible, y volver a los carros para recoger el tarn y llevar a cabo un golpe que me permitiera recuperar la esfera dorada. De todos modos, no confiaba demasiado en el éxito en una aventura tan arriesgada. Pensaba constantemente que el hombre de tez grisácea podía llegar a lomos de un tarn y arrebatarme la esfera sin que yo pudiese hacer nada. Y eso era desesperante, sobre todo si se tenía en cuenta todo lo que por ese objeto se había puesto en juego, y que por él ya había muerto más de un hombre.

Algunas veces, mientras paseábamos por la ciudad, Dina y yo subíamos a las altas murallas y contemplábamos las llanuras que desde allí se divisaban. No estaba en absoluto prohibido hacerlo, aunque naturalmente no se podía entrar en los puestos de guardia. El amplio camino de ronda, de unos nueve metros de ancho, que bordeaba la parte superior de las murallas de Turia, con vistas sobre la llanura, constituye uno de los paseos preferidos por las parejas turianas. Como es de suponer, cuando había peligro o la ciudad estaba sitiada, solamente les estaba permitido el paso a los militares o a los defensores civiles.

—Pareces preocupado, Tarl Cabot —dijo Dina, que en aquel momento se encontraba junto a mí. Ambos teníamos la mirada perdida en la llanura.

—Sí, estoy preocupado, querida Dina.

—¿Temes que el objeto que buscas desaparezca de esta ciudad antes de que puedas obtenerlo?

—Sí, eso es lo que temo.

—¿Quieres marcharte de la ciudad esta noche?

—Sí, creo que quizás debería intentarlo.

—Espero que lo consigas.

La rodeé con un brazo y volvimos a enfrascarnos en el paisaje.

—Mira —dije—, por ahí viene un carro mercante, y va solo. Andar por las llanuras ya debe ser más seguro.

—Sí, los tuchuks han partido —dijo ella, para después añadir—: Te voy a echar de menos, Tarl Cabot.

—Yo también, mi querida Dina.

Fijé la vista en el carro de mercancías. Era muy grande y pesado, y los lados estaban formados por planchas pintadas alternativamente de blanco y dorado. La cubierta era de una lona también dorada y blanca, preparada para soportar las lluvias. Tiraban de él cuatro boskos marrones, y no tharlariones, como es más habitual.

—¿Cómo piensas salir de la ciudad?

—Bajaré de aquí con una cuerda, y luego seguiré a pie.

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