John Norman - Los nómadas de Gor

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—Esto ocasionará una larga guerra entre los Pueblos del Carro —observé yo—, una guerra que puede prolongarse durante muchos años.

—No —dijo Conrad—. Los paravaci querrán que les devolvamos a sus boskos y a sus mujeres. Y quizás obtengan ambas cosas..., a cierto precio, claro.

—Eres muy astuto —dijo Harold.

—No creo que vuelvan a masacrar a los boskos —dijo Hakimba—, ni que quieran más pactos con los turianos.

Supuse que tenía razón. Un rato más tarde los carros tuchuks quedaban libres de toda presencia paravaci. Harold y yo enviamos a un jinete para que le diera noticia de la victoria a Kamchak. Tras el correo, al cabo de unas horas, llegarían a Turia dos millares, uno de los kataii y otro de kassars, y se pondrían a disposición de nuestro Ubar, para ayudarle en lo que hiciera falta.

A la mañana siguiente, los guerreros supervivientes de los dos millares que habían cabalgado con Harold y conmigo, trasladarían los carros y los boskos a otra parte, con la ayuda de otros tuchuks supervivientes en el campamento. Ya en aquel momento se veía a los boskos inquietos por el olor a muerte, y los alrededores de los carros se agitaban por la presencia de los urts marrones de la pradera, que como buenos carroñeros acudían en busca de comida. Todavía no se había decidido si después del traslado de los carros y del ganado a unos pasangs de distancia nos quedaríamos en ese punto o bien seguiríamos hacia los pastos de esta vertiente de las montañas de Ta-Thassa, o daríamos media vuelta y nos dirigiríamos hacia Turia. Según pensábamos tanto Harold como yo, esta decisión debía tomarla el mismo Kamchak.

Los soldados kataii y kassars habían acampado separadamente a unos cuantos pasangs del campamento tuchuk, y nos habían dicho que partirían a la mañana siguiente, rumbo a sus carros. Los dos contingentes establecieron un intercambio de jinetes para mantenerse informados constantemente de lo que hacían unos y otros. Asimismo, como también habían hecho los tuchuks, montaron sus guardias. Ninguno de los ejércitos allí presentes deseaba que uno se retirara en secreto para poder entrar a saco en los carros desprotegidos del otro, de la manera que kataii y kassars habían entrado en el campamento paravaci, o los paravaci en el de los tuchuks. No se trataba de que esa noche desconfiasen particularmente unos de otros, sino que toda una vida dedicada al saqueo y a la guerra, les había enseñado a ser muy precavidos con los demás pueblos.

Por mi parte, estaba ansioso por volver a Turia tan pronto como fuera posible. Harold aceptaba gustosamente aguardar en los carros hasta que enviasen desde allí a un comandante de millar para relevarle. Aprecié mucho aquel ofrecimiento, pues lo que más deseaba era volver a la ciudad bien pronto, no en vano tras sus murallas me esperaba un asunto urgente y todavía inconcluso.

Partiría a la mañana siguiente.

Esa noche encontré el viejo carro de Kamchak. Lo habían saqueado, pero al menos no lo quemaron.

No había rastro alguno de Aphris ni de Elizabeth, tampoco pude encontrar señales de su presencia en los alrededores del carro, ni en la jaula de eslín, ahora volcada y rota, en donde las había encerrado Kamchak la última vez que las había visto. Una mujer tuchuk me dijo que cuando los paravaci atacaron, ellas ya no estaban en la jaula. Según esa mujer, sólo Aphris estaba en el carro en ese momento y en cuanto a la bárbara, como ella llamaba a Elizabeth Cardwell, la habían enviado a otro carro, no sabía a cuál. Siempre según sus explicaciones, Aphris había caído en manos de los paravaci cuando saquearon el carro. De la suerte de Elizabeth no sabía nada. Deduje que si Kamchak la había enviado a otro carro, debía haberla vendido. Pensé en quién podía ser su nuevo amo, y por su bien esperaba que éste la considerase de su agrado. Naturalmente, también era posible que hubiese caído en manos de los paravaci, como Aphris. Estaba amargado y triste, y me puse a curiosear en el interior del carro de Kamchak. La cubierta de la estructura estaba desgarrada en varios sitios, y habían destrozado las alfombras que no se llevaron. Una silla estaba llena de cuchilladas, y habían sacado las quivas enfundadas en ella. Habían arrancado o estropeado los toldos del carro. Faltaban la mayoría de piezas de oro, y las joyas, y las bandejas y copas de metales preciosos, aunque aquí y allá se veían monedas o alguna piedra olvidada, como al final de las cubiertas de cuero o junto al pie de uno de los postes del carro. Faltaban también la mayoría de las botellas de vino, y las que no faltaban las habían hecho añicos contra el suelo, o contra los postes, y habían dejado manchas oscuras por todos lados, incluso en la cubierta de cuero. El suelo estaba lleno de cristales. De todos modos habían respetado algunas cosas de poco o nulo valor, pero que yo apreciaba en mis recuerdos. Así, allí estaba aquel cazo de cobre que Aphris y Elizabeth usaban para cocinar, y una caja de estaño que contuviera azúcar amarillo de Turia, aunque algo abollada y vacía de su contenido; allí estaba también aquel objeto de cuero, de tono gris, amplio, que Kamchak usaba a veces como taburete y que una vez me había lanzado de una patada para que lo inspeccionase. Kamchak apreciaba mucho aquel objeto y supuse que le alegraría saber que no se lo habían llevado los paravaci, como sí habían hecho con la mayor parte de sus pertenencias. Pensé en la suerte que habría corrido Aphris de Turia. De todos modos, sabía que Kamchak no sentía demasiado afecto por su esclava, y por lo tanto esa cuestión no le preocuparía demasiado. Pero la suerte de esa chica sí me preocupaba a mí, y esperaba que estuviera viva, que su belleza, cuando no la compasión o la justicia, le hubiese valido la vida aunque sólo hubiera sido para convertirse en una esclava de los paravaci. Y también me preocupaba lo que habría podido ocurrirle a Elizabeth Cardwell, la encantadora y joven secretaria de Nueva York, a quien de manera tan cruel habían desplazado de su mundo. Finalmente, exhausto, me tendí sobre los tablones del carro de Kamchak y me dejé llevar por el sueño.

24. El carro de un comandante

Turia estaba ahora bajo el control casi absoluto de los tuchuks. Durante días había seguido ardiendo.

La mañana siguiente a la Batalla de los Carros, monté en una kaiila descansada y me encaminé a toda prisa hacia Turia. Algunos ahns después de salir desde el campamento tuchuk, encontré al carro que transportaba mi tarn hacia el punto del que yo venía, conducido por un guardián. El carro que transportaba al tarn de Harold, así como a su guardián, iba al lado. Confié la kaiila a esos dos hombres y monté en mi tarn, con lo que en menos de un ahn pude distinguir en la distancia las brillantes murallas de Turia, y las columnas de humo que se levantaban de la ciudad.

La Casa de Saphrar, así como la torre que los hombres de Ha-Keel habían fortificado, todavía no estaban en manos tuchuks. Aparte de esto, solamente existían unos cuantos núcleos de resistencia organizada dispersos por la ciudad. También se producían ataques furtivos desde techos y callejones; se trataba de pequeños grupos turianos que intentaban plantar cara a los invasores, pero no tenían más importancia. Tanto Kamchak como yo creíamos que Saphrar iba a volar en tarn en cualquier momento, pues a esas alturas debía saber muy bien que el ataque de los paravaci a los carros tuchuks no había conseguido forzar a Kamchak a una retirada. En lugar de eso, las fuerzas del tuchuk se habían visto incrementadas con soldados kataii y kassars, y ése era un resultado que debía horrorizar al mercader. Según pensaba, si Saphrar todavía no había huido se debía a alguna razón muy poderosa, como la que podía representar la llegada del hombre de tez grisácea a lomos de un tarn, el hombre con quien había negociado para apoderarse de la esfera dorada. Recordé además que si se traspasaban en un ataque los límites de su casa, si Saphrar se veía en peligro, siempre podía abandonar a sus hombres, a sus sirvientes y a sus esclavos para que los tuchuks saciaran en ellos su sed de venganza mientras él volaba en relativa seguridad. Sabía que Kamchak estaba en contacto permanente con su campamento por medio de los correos, por lo cual no le hablé del saqueo de su carro, ni de la suerte que había corrido Aphris de Turia, ni tampoco osé hablarle de Elizabeth Cardwell, pues parecía bastante evidente que la había vendido, y mi interés por ella podía considerarse una intromisión o una impertinencia, según la forma de pensar de los tuchuks. Si ello resultaba posible, averiguaría su paradero por mi cuenta. Por otra parte, cabía la posibilidad de que los paravaci la hubieran secuestrado, con lo que nadie entre los tuchuks sabría de ella.

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