John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Lo que sí le pregunté era la razón por la que no había abandonado Turia para dirigirse a sus carros con todos sus hombres, cuando se consideraba como poco probable la ayuda de los kataii y de los kassars.

—Era una apuesta —me respondió—, una apuesta que me hice a mí mismo.

—Una apuesta muy peligrosa —comenté.

—Quizás tengas razón, pero creo que conozco bien a los kataii y a los kassars.

—Los riesgos eran muy grandes —insistí.

—Los riesgos son más grandes de lo que imaginas.

—¿Qué insinúas?

—La apuesta todavía no ha terminado —repuso sin añadir nada más.

Al día siguiente de mi llegada a Turia llegó Harold a lomos de su tarn. Le habían relevado de su puesto al mando de los carros. En cuanto llegó, se reunió conmigo en el palacio de Phanius Turmus.

Día y noche, robándole horas al sueño, durmiendo allí donde podíamos, a veces sobre las alfombras del palacio, a veces sobre las piedras de la calle, junto a las hogueras, Harold y yo desempeñábamos las más diversas tareas, siempre bajo las órdenes de Kamchak. En ocasiones nos uníamos a las luchas, para luego actuar como contactos entre nuestro Ubar y otros comandantes; eso cuando no nos dedicábamos meramente a situar a los hombres, o a revisar los puestos de vigilancia, o a organizar expediciones. Se podía decir que el total de las fuerzas de Kamchak estaban dispuestas de tal manera que empujaban a los turianos hacia dos puertas que había dejado abiertas y desprovistas de defensas; esas puertas servirían de vía de escape a los ciudadanos y soldados que quisieran hacer uso de ellas. Desde ciertas posiciones de las murallas podíamos distinguir la corriente humana que huía de la ciudad en llamas. La gente cargaba con comida y con cuantos objetos personales podía. Pasábamos por la última etapa de la primavera, y el clima no era desagradable, aunque en ocasiones las prolongadas lluvias debían hacer insoportable el trayecto a esa multitud que corría a refugiarse en otras ciudades. Esas gentes encontrarían algunos riachuelos a lo largo del camino, de manera que solventarían el problema del agua. También hay que decir que, para mi sorpresa, Kamchak había enviado a algunos hombres con rebaños de verros y boskos turianos para que los fugitivos dispusieran de ellos.

Le pregunté a Kamchak sobre este detalle, pues tenía entendido que los tuchuks llevaban sus guerras hasta las últimas consecuencias, no dejando piedra sobre piedra a su paso, matando incluso a los animales domésticos, y envenenando los pozos. Ciertas ciudades que habían sufrido el fuego y la devastación de los Pueblos del Carro más de cien años atrás seguían, según se decía, desoladas en la actualidad, y en sus calles no había más que silencio, excepto por el paso de algún eslín buscando un urt que llevarse a la boca, o el soplar del viento.

—Los Pueblos del Carro necesitan a Turia —me había respondido llanamente Kamchak.

Eso me dejó asombrado, aunque enseguida caí en la cuenta de que era verdad: Turia era la principal vía de contacto entre los Pueblos del Carro y las demás ciudades de Gor, la puerta a través de la cual los productos comerciales salían a la espesura de las hierbas, al país de los jinetes de las kaiilas y de los pastores del bosko. No cabía duda de que sin Turia los Pueblos del Carro se convertirían en los más pobres del planeta.

—Además —añadió Kamchak—, los Pueblos del Carro necesitan tener un enemigo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sin enemigo común, nunca se unirán, y si no se unen algún día caerán derrotados.

—¿Tiene esto algo que ver con la apuesta de la que hablabas?

—Quizás.

De todas maneras, sus respuestas no me satisfacían, pues me parecía que Turia habría sobrevivido aunque la destrucción provocada por las tropas de Kamchak hubiese sido mucho mayor. Sin ir más lejos, por ejemplo, podían haber abierto una única puerta para permitir que sólo se fueran unos cientos, y no los miles que seguían abandonando la ciudad.

—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿Es ésta la única razón por la que tantos turianos viven ahora fuera de la ciudad?

Me miró sin que su rostro reflejara ninguna expresión en particular y dijo:

—Comandante, debes tener alguna misión que llevar a cabo por ahí, ¿no es así?

Asentí bruscamente, di media vuelta y abandoné la estancia. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no presionar al guerrero tuchuk cuando no manifestaba ganas de hablar. Pero mientras caminaba pensaba en esa clemencia que tanto me extrañaba. Odiaba con todas sus fuerzas a Turia y a los turianos, y en cambio había tratado a los ciudadanos desarmados con exquisita indulgencia; les había permitido conservar la vida y la libertad, aunque convirtiéndolos en un pueblo en éxodo. En todo caso, eso no era poco para el Ubar de los tuchuks, cuando los Pueblos del Carro no eran famosos precisamente por la compasión que les suscitaba el enemigo. La excepción más clara a las medidas de clemencia de Kamchak la constituían las más bellas mujeres de la ciudad, a las que se las trataba según la tradición goreana, como parte del botín.

Durante los escasos ratos libres de que disponía, me acercaba a los alrededores del recinto de Saphrar. Los tuchuks habían fortificado los edificios que lo bordeaban, e incluso levantaron muros de piedra y madera, en las calles y separaciones que había entre una construcción y otra. De esta manera, la Casa de Saphrar quedó completamente cercada. Yo, por mi parte, había estado adiestrando a unos cuantos centenares de tuchuks en el manejo de la ballesta, pues en ese momento disponíamos de muchas de esas armas. Cada guerrero tenía a su disposición cinco ballestas y cuatro esclavos turianos que les tensaban y cargaban las armas. Les asigné puestos situados sobre los tejados de las casas circundantes al recinto, lo más cerca a las murallas que fuera posible. Aunque la cadencia de tiro de la ballesta era mucho menor que la del arco tuchuk, tenía un alcance muchísimo mayor. Con las ballestas en nuestras manos no iba a resultar tan fácil entrar y salir del recinto a lomos de un tarn; como se habrá supuesto ya, este último era mi principal objetivo al adiestrar a todos esos hombres. De hecho, me alegré mucho el primer día que mis ballesteros novatos derribaron a cuatro tarns que intentaban entrar en el recinto; naturalmente, muchos otros escaparon a sus flechas, pero no importaba. Si hubiésemos podido disparar desde otras posiciones, como por ejemplo desde la muralla, habríamos cerrado a todos los efectos el acceso o salida al recinto por el aire. Naturalmente, temía que esta mejora de nuestro armamento indujera a Saphrar a partir lo antes posible, pero al final no fue así. Y era normal, porque probablemente sólo se dio cuenta de nuestras intenciones al ver caer los cuatro tarns..., y entonces ya era demasiado tarde.

Harold y yo mascábamos un pedazo de carne de bosko asada en un fuego que habíamos encendido sobre el suelo de mármol del palacio de Phanius Turmus. A nuestro lado, las mandíbulas de dos kaiilas crujían mientras daban cuenta de los cadáveres de dos verros.

—La mayoría de la gente ha salido ya de la ciudad —decía Harold.

—Eso es bueno.

—Kamchak no tardará en cerrar las puertas —añadió Harold—, y entonces podremos dedicarnos plenamente a la Casa de Saphrar y al gallinero de Ha-Keel.

Asentí. Ya apenas había resistencia en la ciudad y con las murallas cerradas Kamchak podría llevar a todos sus hombres a la Casa de Saphrar, ese fuerte dentro de otro fuerte, y a la torre de Ha-Keel, para tomar ambas posiciones al asalto, si era necesario. Según nuestros cálculos, Ha-Keel disponía en su torre de más de un millar de tarnsmanes, además de varios guardias turianos. En cuanto a Saphrar, probablemente disponía tras esas vallas de más de tres mil defensores, así como un número semejante de sirvientes y esclavos. Estos últimos debían estarle prestando unos buenos servicios, particularmente en trabajos como reforzar puertas, elevar la altura de ciertos muros, cargar ballestas, reunir las flechas que caían en el interior del recinto... Las esclavas debían cocinar y distribuir la comida y también complacerían en ciertos casos los deseos de algunos guerreros.

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