Stanislaw Lem - La máscara
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- Название:La máscara
- Автор:
- Издательство:Ediciones Gigamesh
- Жанр:
- Год:1991
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Esto me parecía más abominable que la conducta de cualquier otro ser que tenga escrito en sí mismo su propio destino. Atravesé lluvias y soles abrasadores, campos, desfiladeros y arbustos, juncos secos me rozaron el torso, y el agua de los charcos o praderas inundadas que atravesaba me salpicaba y me caía en grandes gotas por el lomo oval y la cabeza, imitando allí lágrimas que sin embargo nada significaban. Noté, en mi carrera incesante, que todos los que me veían desde lejos se apartaban y se subían a una pared, un árbol, un cerco, o de lo contrario se arrodillaban y se tapaban la cara con las manos, o caían de bruces y se quedaban en esa posición hasta que yo me distanciaba. No necesitaba dormir, así que en la noche también atravesaba aldeas, campamentos, pueblos, plazas llenas de cuencos de arcilla y frutos colgados al sol, donde multitudes enteras se dispersaban ante mí, y los niños escapaban a las calles laterales con chillidos y gritos a los que yo no prestaba atención, siempre atento a mi camino. El olor de él me llenaba completamente, como una promesa. Ahora había olvidado el aspecto de ese hombre, y mi mente, como si careciera de la resistencia del cuerpo, sobre todo cuando corría en la noche, se retrajo en sí misma hasta que no supe a quién perseguía, ni siquiera si perseguía a alguien. Sólo sabía que mi voluntad era seguir, para que el rastro de las partículas aéreas discernidas en la caudalosa diversidad del mundo persistiera y se intensificara; pues si se debilitaba, significaría que ya no seguía la dirección correcta. No interrogaba a nadie, y nadie se atrevía a acercarse. Sentí que la distancia que me separaba de quienes buscaban la protección de las paredes o caían de bruces ante mi cercanía, cubriéndose la nuca con los brazos, estaba llena de tensión y la entendí como un atroz homenaje a mí, pues yo era el cazador del rey, lo cual me daba una fuerza inagotable. Sólo a veces un niño muy pequeño, a quien los adultos no habían abrazado a tiempo ante mi repentina y silenciosa aparición, rompía a llorar, pero yo no le prestaba atención, pues mientras corría debía mantener una concentración intensa, ininterrumpida, dirigida tanto hacia afuera, el mundo de arena y ladrillos, el mundo verde, cubierto de azul en lo alto, como hacia adentro, mi mundo interno, donde el juego eficaz de ambos pulmones emitía una encantadora pero infalible música molecular. Crucé ríos y ensenadas, rápidos, las cuencas cenagosas de lagos que se secaban, y todas las bestias me eludían, echaban a correr o se enterraban frenéticamente en el suelo reseco, sin duda un esfuerzo vano si yo hubiera querido perseguirlas, pues nadie tenía mi agilidad, pero ignoré a esas criaturas velludas que corrían en cuatro patas, las orejas inclinadas, con sus gañidos, chillidos y gemidos. No me interesaban, mi meta era otra.
Varias veces arrasé, como un proyectil, grandes hormigueros, y sus pequeños habitantes, rojos, negros, moteados, se deslizaban impotentes en mi caparazón brillante, y un par de veces un animal enorme me cerró el paso, de modo que aunque no tenía nada contra él, para no perder un tiempo, precioso en círculos y evasiones, me tensé y salté, lo atravesé en un instante, y con un chasquido de calcio y un gorgoteo de chorros rojos en el lomo y la cabeza me alejé tan rápidamente que sólo más tarde pensé en la muerte que había dado con tanta rapidez y violencia. También recuerdo que crucé campos de batalla, cubiertos por un disperso enjambre de abrigos grises y verdes. Algunos se movían, y en otros había huesos, malolientes o completamente secos, blancos como nieve sucia, pero esto también lo ignoré, pues tenía una tarea más elevada, una tarea concebida sólo para mí. Pues el rastro doblaba, trazaba círculos y se cortaba a sí mismo, y desaparecía en la costa de lagos salados, transformado por el sol en un polvo que me lastimaba los pulmones, o bien lavado por las lluvias. Poco a poco entendí que la cosa que me eludía actuaba con astucia, haciendo todo lo posible para confundirme y romper el hilo de moléculas que llevaba el rastro de su singularidad. Si el perseguido hubiera sido un común mortal, lo habría alcanzado después del tiempo adecuado, es decir, el tiempo necesario para que su terror y desesperación acrecentaran debidamente el castigo. Sin duda lo habría alcanzado con mi infatigable velocidad y mis pulmones infalibles, y lo habría matado antes de lo que se tarda en pensarlo. No le había pisado los talones al principio, sino que había esperado a que el olor se enfriara, para demostrar mi habilidad y además dar al perseguido el tiempo suficiente, de acuerdo con la costumbre, una costumbre buena… pues permitía que aumentara el miedo, y a veces lo dejaba alejarse bastante, pues si él me sentía constantemente demasiado cerca podría sufrir un ataque de desesperación y causarse daño, escapando así a mi venganza. Por lo tanto, no me proponía sorprenderlo de golpe, ni en una forma tan imprevista que no le diera tiempo para comprender qué le esperaba. Así que en las noches me detenía, oculto en las malezas, no para descansar, pues el descanso era innecesario, sino para demorarme intencionalmente, y también para meditar mis próximos movimientos. Ya no pensaba en mi presa como Arrodes, mi ex pretendiente, porque ese recuerdo se había cerrado y yo sabía que debía dejarlo en paz. Sólo lamentaba que ya no pudiera sonreír cuando evocaba esas antiguas estratagemas, como Angelita, la dama, la dulce Mignonne, y un par de veces miré en un espejo de agua, con la luna llena arriba, para convencerme de que no me parecía en nada a ellas, aunque había conservado mi belleza, si bien mi belleza era ahora algo fatídico que inspiraba tanto horror como admiración. También aprovechaba esos descansos nocturnos para limpiarme el lodo seco del abdomen, puliendo la plata, y antes de partir movía ligeramente mi aguijón, sosteniéndolo entre mis tarsos, poniéndolo a prueba, pues no sabía el día ni la hora.
A veces me acercaba sigilosamente a poblados humanos y escuchaba las voces, doblándome hacia atrás, apoyando mis sensores relucientes en un alféizar, o me trepaba al techo para colgar libremente de los aleros, pues a fin de cuentas yo no era un mecanismo inerte equipado con un par de pulmones de caza, sino un ser que tenía una mente y la usaba. Y la cacería había durado tanto que ya era conocida por todos. Oí cómo las viejas asustaban a los niños conmigo, y también oí incontables historias sobre Arrodes, a quien se admiraba tanto como se me temía a mí, el emisario del rey. ¿Qué decían las gentes simples en sus porches? Que yo era una máquina que perseguía a un hombre sabio que había osado alzar la mano contra el trono.
Sin embargo se suponía que yo no era una vulgar máquina de matar, sino un artefacto especial, capaz de cobrar cualquier forma: un mendigo, un bebé de pecho, una joven atractiva, pero también un reptil de metal. Estas formas eran manifestaciones fantasmales con que el emisario asesino engañaba a su víctima, pero ante todos los demás aparecía como un escorpión de plata que corría a tal velocidad que aún nadie había podido contarle las patas. Aquí la historia se dividía en dos versiones diferentes. Algunos decían que el sabio había intentado dar la libertad al pueblo oponiéndose a la voluntad del rey, y por lo tanto había provocado la ira del monarca. Otros decían que poseía el agua de la vida y con ella podía resucitar a los mártires, lo cual estaba prohibido por la autoridad más alta, pero él, aunque fingía inclinarse ante la voluntad del soberano, comandaba en secreto un batallón de ahorcados que habían sido descolgados en la ciudadela después de la gran ejecución de los rebeldes. Había otros que no sabían nada de Arrodes y no le atribuían ninguna habilidad maravillosa, y lo consideraban un mero condenado que por esa sola razón merecía ayuda y respaldo. Aunque se ignoraba el motivo de la furia del rey, y por qué había reunido a sus artesanos para ordenarles que fabricaran una máquina de cazar en la forja, todos lo consideraban un proyecto malvado y una orden pecaminosa, pues fuera cual fuese la culpa de la víctima no podía ser tan terrible como el destino que el rey le había preparado. Estas exageradas historias eran interminables, y en ellas la imaginación de los rústicos se manifestaba sin ataduras, y sólo se parecían en un aspecto: todas me conferían las más horrendas cualidades que pudieran concebirse.
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