Stanislaw Lem - La máscara

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La máscara: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Qué cosas? Sólo la verdad. Primero, el cambio de forma gramatical, luego la pluralidad de mis pasados pluscuamperfectos, y también todo lo que había padecido y el pinchazo que aplacó la rebelión. ¿Lo hacía por congraciarme con él, para no destruirlo? No, pues no lo amaba, en absoluto. Era traición: no nos habíamos cruzado para nada bueno. ¿Entonces debía hablarle así? ¿Diciéndole que mediante un sacrificio deseaba salvarlo de mí como de una condena?

No, no fue así. Yo tenía amor, pero en otra parte. Sé cómo suena eso. Oh, era un amor apasionado, tierno y totalmente común. Quería entregarme a él en cuerpo y alma, aunque no en la realidad, sólo según el dictado de la moda, de acuerdo con los usos y la etiqueta de la corte, pues no tendría que ser un pecado cualquiera, sino un pecado maravilloso y cortesano.

Mi amor era muy grande, me estremecía, me aceleraba el pulso, vi que su mirada me hacía feliz. Y mi amor era muy pequeño, pues estaba limitado en mí, sujeto a la costumbre, como una frase cuidadosamente compuesta para expresar la dolorosa alegría del encuentro. De modo que más allá de esos sentimientos yo no tenía especial interés en salvarlo de mí o de otra persona, pues cuando exploré con mi mente fuera de mi amor, él no era nada para mí, pero yo necesitaba un aliado en mi lucha contra lo que me había pinchado esa noche con un metal ponzoñoso. No tenía a nadie más, y él me brindaba toda su devoción: podía confiar en él. Sabía, desde luego, que no podía confiar en él más allá de lo que él sentía por mí. No podía elevarse a ninguna reservatio mentalis. Por lo tanto no podía revelarle toda la verdad: que mi amor y el pinchazo ponzoñoso provenían de la misma fuente. Que por ello los aborrecía a ambos, los odiaba a ambos y deseaba pisotearlos a ambos como se pisotea una tarántula. No podía decírselo, pues sin duda su amor era convencional, él no aceptaría en mí la liberación que yo deseaba, la libertad que lo apartaría de mí. Por lo tanto sólo podía actuar arteramente, dando a la libertad el falso nombre del amor, y sólo en y a través de esa mentira demostrarle que era la víctima de un desconocido. ¿Del rey? Sí, pero aunque él atacara violentamente a Su Majestad no me liberaría; el rey, si era el rey quien estaba detrás de esto, aún estaba tan lejos que su muerte no alteraría en absoluto mi destino. De modo que, para ver si podría encararlo así, me detuve junto a una estatua de Venus, cuyas caderas desnudas eran un monumento a las pasiones más altas y más bajas del amor terrenal, de modo que en total soledad pudiera preparar mi monstruosa explicación con argumentaciones precisas, una diatriba, como si estuviera afilando un cuchillo. Fue muy difícil. Una y otra vez me topé con un límite infranqueable, sin saber dónde el espasmo me dominaría la lengua, dónde tropezaría la mente, pues a fin de cuentas esa mente era mi enemigo. No mentir del todo, pero tampoco ir al centro de la verdad, del misterio. Sólo gradualmente reduje luego su radio, avanzando hacia adentro como por una espiral. Pero cuando lo vi en la distancia, cuando vi cómo caminaba y casi echaba a correr hacia mí, aún una silueta pequeña con una capa oscura, advertí que todo era en vano, la moda no lo permitiría. ¿Qué escena de amor ésta donde Nicolette confiesa a Aucassin que ella es su hierro candente, su verdugo? Ni siquiera un estilo de cuento de hadas, aun si pudiera librarme del hechizo, me devolvería a la nada de donde yo había venido. Toda su sabiduría era inútil aquí. La más adorable de las doncellas, si se cree el instrumento de fuerzas oscuras y habla de pinchazos y de hierros candentes, si dice tales cosas y de este modo, está loca. Y no atestigua la verdad, sino el trastorno de su propia mente, y por lo tanto no sólo merece amor y devoción, sino también piedad.

La combinación de tales sentimientos podía inducirlo a fingir que creía mis palabras, a poner cara de alarma a asegurarme que tomaría medidas para liberarme, en realidad para hacerme examinar, para propagar por todas partes la noticia de mi infortunio. Sería mejor insultarlo. Además, en esta compleja situación, cuanto más aliado fuera menos sería un amante lleno de esperanzas de consumación. Por cierto no desearía alejarse del papel de amante. Su locura era normal, vigorosa, sólidamente terrena: amar, oh amar, mascar escrupulosamente la grava de mi senda hasta volverla blanda arena, sí, pero no juguetear con quimeras analíticas relacionadas con el origen de mi alma.

De tal modo que parecía que si yo había sido gestada para su destrucción, él debería morir. No sabía qué parte de mí lo derribaría, los antebrazos, las muñecas en un abrazo. Claro que eso era demasiado simple, pero ahora yo sabía que no podía ser de otro modo.

Tenía que acompañarlo por veredas embellecidas por los hábiles artesanos de la horticultura. Nos alejamos rápidamente de la Venus Kallipygos, pues la ostentación con que exhibía sus encantos no congeniaba con nuestra etapa primeriza de emociones sublimes y tímidas alusiones a la felicidad. Pasamos ante los faunos, también desvergonzados, pero de un modo diferente, más apropiado, pues la virilidad de esas velludas cosas de piedra no podía poner en jaque mi pureza, que era tan casta como para no ser ultrajada ni siquiera cerca de ellas: se me permitía no comprender su rígida lujuria de mármol.

Él me besó la mano, allí donde estaba el bulto, aunque sin poder sentirlo con los labios. ¿Y dónde esperaba mi astucia? ¿En la oscuridad del carruaje? ¿O acaso yo sólo debía arrancar a Arrodes algunos secretos desconocidos: un bello estetoscopio aplicado al pecho del hombre sabio y condenado?

No le dije nada.

En dos días nuestro romance había progresado debidamente. Yo me alojaba, con un puñado de sirvientes fieles, en una residencia a cuatro millas de la finca real; Plebe, mi factótum, había alquilado ese castillo el día después de nuestro encuentro en el jardín, sin mencionar los medios que había requerido ese paso, y yo, como una doncella ingenua en cuestiones económicas, no le pregunté. Creo que yo lo intimidaba y lo fastidiaba a la vez, quizá porque él no compartía el secreto: lo más probable es que no lo compartiera. Seguía las órdenes del rey, me trataba con palabras respetuosas, pero en los ojos yo le veía una ironía impertinente. Tal vez me tomaba por una nueva favorita del rey, y mis paseos y encuentros con Arrodes no le sorprendían demasiado, pues un sirviente que exige a su rey que trate a una concubina de una manera comprensible para él no es buen sirviente. Creo que si yo hubiera concedido mis favores a un cocodrilo él no habría pestañeado. Yo era libre dentro de los límites de la voluntad real, y el monarca no se me acercó una sola vez. Ahora yo sabía que había cosas que jamás contaría a mi hombre, pues la lengua se me endurecía de sólo pensarlo y los labios perdían sensibilidad, como los dedos cuando me había tocado a mí misma esa primera noche en el carruaje. Prohibí a Arrodes que me visitara. Él lo interpretó convencionalmente, como un temor de comprometerme, y el buen hombre se contuvo. En el anochecer del tercer día al fin me propuse descubrir quién era yo. Me quité la ropa de cama frente al espejo de pared y quedé desnuda como una estatua. Los alfileres de plata y las lancetas de acero estaban sobre la mesa del tocador, cubiertas con un chal de terciopelo, pues yo temía su resplandor, aunque no su filo cortante. Los pechos erguidos miraban al costado y hacia arriba con sus pezones rosados, todo rastro del pinchazo en el muslo había desaparecido; como un obstetra o un cirujano preparándose para una operación, cerré ambas manos y las hundí en la carne blanca y tersa. Las costillas se hundieron bajo la presión, pero el vientre sobresalía como el de esas mujeres de las pinturas góticas, y bajo la tibia y blanda capa exterior encontré una resistencia, dura, obstinada, y moviendo las manos de arriba abajo al fin distinguí adentro una forma oval. Con seis velas a cada lado, tomé la lanceta más pequeña, no por miedo sino por razones estéticas.

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